En el laberinto del Estatut

La andadura del nuevo Estatuto de Autonomía para Cataluña se acerca peligrosamente al guión de una obra de enredo. Sin embargo no tiene ninguna gracia asistir a un espectáculo en nada ficticio, donde se juega con fuego real y el decorado no es de cartón piedra sino que está formado por las piezas más valiosas del orden democrático y constitucional.

Porque más allá de si es constitucional o no la mención a Cataluña como nación, el blindaje unilateral de las competencias que la Generalidad se atribuye, o la incursión del Estatut en ámbitos competenciales del Estado -y en mi opinión y en la de otros muchos, lo son- estamos hablando del respeto a las reglas del juego que hacen posible el funcionamiento normal de un sistema democrático y un Estado de derecho.

Son principios bastante sencillos que en todas las democracias con las que nos equiparamos se encuentran tan consolidados que resulta inimaginable que en ellas se pudieran dar polémicas como ésta. Nosotros tenemos esos principios formulados con gran claridad, no son tantos y, además, destacan bastante en la Constitución. Por ejemplo, la soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado (art. 1.2); los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto de ordenamiento jurídico (art. 9.1); los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social (art. 14); el Tribunal Constitucional tiene jurisdicción en todo el territorio nacional y es competente para conocer del recurso de inconstitucionalidad contra leyes y disposiciones normativas con fuerza de ley (art. 161.1); los proyectos de reforma constitucional deben ser aprobados, según los casos, por una mayoría de tres quintos o de dos tercios de cada Cámara (arts. 167 y 168).

Frente a estos principios, sin los cuales sencillamente no puede existir un régimen constitucional, la posibilidad de una sentencia que depure el Estatuto de sus claúsulas inconstitucionales ha provocado una verdadera puja al alza entre nacionalistas y socialistas para ver quién inventa el concepto más extravagante o el argumento más arbitrario para exigir, sin más, que esta norma quede al margen de la Constitución. Lanzados por esa pendiente, unos y otros terminan sin remedio en el puro argumento soberanista que en nada se distingue del que Juan José Ibarretxe difundió para imponer aquel 'nuevo estatuto político'.

Los que no admiten que el garante último de la fuerza normativa de la Constitución les enmiende la plana, se han desentendido hace tiempo de justificar la inconstitucionalidad de esa norma. Al atacar la jurisdicción misma del Tribunal vienen a reconocer que el texto estatutario es, probablemente, inconstitucional en varias de sus disposiciones más llamativas, pero que, si así fuera, hay que mirar para otro lado. En el contexto en que fue negociado y aprobado, la constitucionalidad del Estatuto catalán viene a ser un extra, importante desde luego, pero una preocupación subordinada a la culminación del acuerdo entre socialistas y nacionalistas.

Ese mensaje es perfectamente reconocible cuando el presidente de la Generalidad se refiere al Estatuto como un pacto político entre Cataluña y España que debe sustraerse al control de constitucionalidad. Montilla no aclara en qué título se basa para exigir ese tratamiento aunque la legitimidad jurídica de sus pretensiones no parece importarle mucho.

El plan B para caso de sentencia desfavorable consistiría en utilizar el artículo 150.2 que autoriza transferir competencias de titularidad estatal o, para no andarse con rodeos, que si el Estatut es inconstitucional, que se reforme la Constitución. En el primer caso, tendríamos a la Constitución dando cobertura para un fraude a sí misma. En el segundo, se propone una disparatada inversión de poder constituyente que ya está presente en el argumento que opone el referéndum de aprobación del Estatut a la jurisdicción del Tribunal Constitucional.

En cualquier caso, el coste para el sistema político es altísimo, sobre todo porque no parece que se vayan a extraer las enseñanzas que eviten las continuas tensiones a que está sometido el Estado autonómico desde que la propia estructura de éste se ha convertido en materia de negociación con los partidos nacionalistas.

Desde su mismo origen en la Transición, la condición para el buen funcionamiento del sistema constitucional ha sido el consenso básico entre los dos partidos mayoritarios. Este acuerdo estaba basado en el reconocimiento mutuo de la condición de interlocutores y socios imprescindibles para los temas de Estado. A este principio había respondido el desarrollo del Estado autonómico sobre una trama de acuerdos entre los dos principales partidos que al reservarse la decisión sobre materias de naturaleza constitucional, vedaban este terreno a la capacidad de presión de las fuerzas nacionalistas. La ruptura de este modelo con la exclusión del Partido Popular a cuenta del Estatuto catalán ha desestabilizado el funcionamiento del sistema constitucional, privándole de los consensos básicos que requiere su funcionamiento.

Hay que recuperar el pleno valor normativo de la Constitución y recordar la prudente recomendación del Consejo de Estado que aconsejaba «superar» la apertura del modelo autonómico. Es preciso revisar -como se ha hecho en Alemania- expectativas irreales de cooperación entre el Estado y las comunidades autónomas y fijar con claridad ámbitos competenciales en los que cada uno pueda actuar con eficacia sin riesgo de que el sistema se bloquee.

Si el Tribunal Constitucional acierta a salvaguardar las claves del Estado autonómico -empezando por el propio fundamento de éste en la soberanía del pueblo español en su conjunto- habrá que hacer frente a la amenazante reacción de los que ya han declarado no aceptar las reglas del juego. Pero esa sentencia tal vez sea la última oportunidad para que Gobierno y oposición, PSOE y PP, se sientan obligados a retomar el camino de un acuerdo constitucional tan improbable, es cierto, como necesario.

Javier Zarzalejos