En el nombre del pueblo

En 1955 se reunieron en Milán los más importantes políticos e intelectuales del occidente democrático para reflexionar sobre el futuro de la libertad. Allí había congregados socialdemócratas, liberales y conservadores de diversos países de América y Europa. Puesto que el trauma del totalitarismo fascista estaba aún en la memoria de todos, y la guerra fría había comenzado su escalada con la división de Europa mediante un telón de acero, que creaba un mundo comunista aparte que se afirmaba seguro de sí mismo, se esperaba que el congreso diera curso a la ansiedad, el conflicto y la fragmentación ideológica entre los participantes. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario. Lo que se constató fue 'el final del entusiasmo ideológico' puesto que todos los allí reunidos, salvo una ínfima minoría, descubrieron que había un acuerdo unánime en que la libertad había vencido de manera irrevocable y abrumadora al totalitarismo mediante la democracia liberal y la economía social de mercado: el fascismo estaba derrotado militarmente y el comunismo había perdido su lustre.

En el nombre del puebloLibre de la exasperación ideológica, proclamaron, la política se había vuelto felizmente aburrida: de ahora en adelante occidente se tendría que ocupar de cosas como el empleo, las pensiones, la sanidad, la educación, o la vivienda. La constatación de este acuerdo en lo fundamental por parte de todos los partidos democráticos recibió la denominación de 'consenso de posguerra' y vino acompañado de la aseveración de que había producido, en palabras de Daniel Bell, un "final de la ideología". Es decir, que se había acabado la época convulsa de la política entendida no como la búsqueda del concierto y del acuerdo sino como la realización, a sangre y fuego, de una idea preconcebida e imaginaria de una sociedad ideal.

Con la implosión del mundo comunista entre 1989 y 1991, el consenso democrático extendió su aplicación a todos los países de Europa y el final de la ideología que se había proclamado en el viejo continente hubo quien, como Francis Fukuyama, lo extendió al resto del mundo. Eso sí, en su dimensión económica ya no sería la economía social de mercado el universal deseable sino un capitalismo orientado a satisfacer el voraz consumismo de la humanidad. Habríamos llegado, en sus palabras, al final de la historia, porque nuestra imaginación política se habría agotado. La democracia liberal y el mercado habían triunfado en la batalla de las ideas porque su realización había sido netamente superior a la de sus rivales en términos de libertad y bienestar. Por contra, el fascismo y el comunismo se habrían mostrado en su realización como distopías modernas que se realizan mediante la violencia y conducen a la miseria. De modo que la solución liberal a los problemas modernos, a la cuestión social, se habría probado como la única posible a la hora de conjugar libertad, estabilidad y bienestar.

Desde entonces, las ideologías del conflicto, el fascismo y el comunismo, siguen muertas y no se espera que resuciten salvo en lugares remotos y en las mentes de algún fanático universitario. Sin embargo, esta muerte de las ideologías, que en el pasado vino acompañada de un feliz aburrimiento en occidente, un tema este que abordan tanto los autores de los años 50 como en los 90, parece haberse acabado. En efecto, en buena parte de las sociedades occidentales, tras la crisis de 2007, el aburrimiento ha dado paso a la ansiedad y a la crispación: económica, social, política y cultural. Pero, además, el despertar tras el aburrimiento ha venido acompañado por el surgimiento de movimientos y partidos políticos que ya no operan bajo el ideal del compromiso y el acuerdo, sino que buscan deliberadamente el conflicto y el enfrentamiento en las sociedades sobre las que operan. El aburrimiento parece haber tocado a su fin y algunos parecen haberse aburrido con la democracia.

Estos partidos no vienen de la nada, puesto que sus militantes tienen el pedigrí antidemocrático de haber militado en aquellos partidos extremistas que habían quedado marginados en los confines de los sistemas políticos occidentales, condenados tras su fracaso histórico a dar testimonio de las indeseables alternativas frente al sistema político de la posguerra. Sin embargo, con la llegada de la crisis económica, social, política y cultural, han encontrado su momento de oportunidad. Pero, y esto es lo importante, al tomar conciencia de lo periclitado de sus idearios políticos y sociales, han abandonado sus viejas ideologías para abrazar con cierto éxito la bandera del populismo. Y es tras esta bandera cuando han recibido un apoyo electoral reseñable. Se dice que el populismo no es una ideología porque no tiene un programa político de gobierno y porque la etiqueta aplica a políticos que parecen muy dispares, como Donald Trump o Pablo Iglesias. Y siendo ciertas estas observaciones eso no quita que el populismo sea una ideología y que pueda ser utilizada por políticos en todo lo demás diferentes. Por cierto, las ideologías no tienen programas concretos de gobierno.

Paradójicamente, el populismo como ideología es el resultado del triunfo de la democracia en Occidente. A falta de rivales frente a los que afirmar la superioridad de la democracia liberal, el vacío en el terreno de juego ha llevado a sus rivales (los populistas prefieren el término enemigos) a disputar la democracia (por parafrasear a Pablo Iglesias). Es decir, ya no se trata de oponer una ideología política como alternativa a la democracia liberal (el fascismo o el comunismo), de lo que se trata ahora es de arrebatar la democracia a los partidos constitucionales. Es por ello que la crisis, en todas las dimensiones señaladas, social, política, económica y cultural, ha abierto una ventana de oportunidad inédita al populismo: los partidos políticos democráticos han perdido credibilidad y con ella buena parte de la confianza de los ciudadanos. Pero esta pérdida de confianza no se limita a los políticos, lo que hace más grave las crisis: lo mismo ha ocurrido con la prensa comprometida con la independencia y la verdad; con los profesores; con la ciencia; con los técnicos; con las instituciones. Todas las autoridades de la sociedad democrática han visto cómo su prestigio se evaporaba y cómo la confianza y el respeto se trasmutaban en desconfianza, sospecha e incluso odio. Este debilitamiento de la autoridad de los defensores de la democracia ha permitido el crecimiento electoral de aquellos que han prometido una "democracia real ya" frente a lo que "llaman democracia y no lo es". Esto es, el populismo ha permitido travestirse en demócratas a los radicales.

El populismo es una ideología que bajo la bandera de restablecer el gobierno del pueblo propone como programa político luchar contra los enemigos del pueblo. De esta manera el pluralismo político de cualquier sociedad moderna es degradado a expresión del conflicto entre una única voluntad legítima, la del pueblo y las voces de sus enemigos. Puesto que ese pueblo virtuoso sujeto colectivo con una voluntad única es un ente abstracto, alguien tiene que hablar en su nombre. En nombre del pueblo es la serie de televisión más popular de China y su tema es la denodada lucha del gobierno contra la corrupción. Pero en las sociedades democráticas los que se adjudican enfáticamente ser voceros de la voluntad del pueblo son los populistas. Artur Mas encarnaba la voluntat d'un poble; Marine Le Pen eligió Ao nom du peuple como eslogan electoral para las elecciones presidenciales y legislativas de este año en Francia. Podemos: In the name of the People es el título del libro que recoge una larga conversación entre Chantal Mouffe, la profetisa del populismo de izquierdas, e Íñigo Errejón. Estos ejemplos muestran como el reduccionismo populista de la democracia a gobierno del pueblo significa en la práctica la aparición en nuestras sociedades de unos autonombrados portavoces del pueblo que bajo la pretensión de realizar una democracia más auténtica, el gobierno del pueblo, acaban por dañar las instituciones de la democracia real que tenemos. El gobierno del pueblo del populismo es el ejercicio autocrático del poder con desprecio de las instituciones. El aburrimiento democrático puede acabar gracias a la crisis, a la posverdad y al populismo en autoritarismo.

Ángel Rivero es profesor de Teoría Política en la Universidad Autónoma de Madrid y coordinador con Javier Zarzalejos y Jorge del Palacio de Geografía del Populismo. Un viaje por el universo del populismo desde sus orígenes hasta Trump (Madrid, Tecnos, 2017).

1 comentario


  1. Me parece de una claridad meridiana y terribles las consecuencias

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