En el país de Voltaire

Hace algo más de un mes, Robert Redeker -filósofo, escritor, profesor de instituto- estuvo en Madrid. En fin, estuvo y no estuvo. Estuvo, porque vino a presentar «¡Atrévete a vivir!», la versión española de su último libro, editada por Gota a gota, y porque la presentación se desarrolló, como suele decirse, según el programa previsto. Y no estuvo, porque Redeker, que visitaba la ciudad por primera vez, apenas alcanzó a verle la cara y a tomarle el pulso. Es verdad que Redeker no es un ciudadano cualquiera; entre otras cosas, es un superviviente, un condenado a muerte que sigue felizmente con vida.

Su drama tiene fecha: el 19 de septiembre de 2006. Ese día, el periódico «Le Figaro» publicó un artículo suyo titulado «¿Qué debe hacer el mundo libre ante las intimidaciones islamistas?». No era su primer artículo, ni en éste ni en otros periódicos. Ni siquiera era el primero en que iba contra corriente. Ni el primero que, en consecuencia, podía traerle problemas. Pero su autor, un espíritu libre, escribía lo que a su juicio debía escribir, sin pararse en barras. ¡Faltaría más! ¿O acaso no estaba en el país de Voltaire?

Pues, a juzgar por lo que vino después, estaba y no estaba. Porque ese artículo, en el que Redeker denunciaba el intento del islam de obligar a Europa a plegarse a su visión del mundo -o, lo que es lo mismo, el intento de limitar en el mundo occidental la libertad de expresión y de pensamiento-, le valió a su autor un reguero de amenazas mortales, desde la proferida al día siguiente por un jeque islamista a través de la cadena Al Jazira hasta el sinfín de páginas web o de correos electrónicos particulares que le ponían, sin ningún tapujo, en el centro de la diana -aunque mejor sería decir, en su caso, con la cabeza separada del tronco-. Y he aquí que esas amenazas, lejos de provocar la reacción unánime de la sociedad francesa, empezando por la de la propia máquina del Estado -Redeker, en tanto que profesor de instituto, además de ciudadano francés es funcionario del Estado-, derivaron, desde el primer momento, en la más infame de las claudicaciones. Como si aquel país no fuera ya el país de Voltaire.

«¡Atrévete a vivir!» es el diario de los dos meses y medio que siguieron a la publicación del artículo. Se trata de un libro asfixiante, como corresponde sin duda a las condiciones en que ha sido escrito: las de un hombre permanentemente encerrado, y encerrado contra su voluntad. Pero esa asfixia, omnipresente en el relato, no lo es todo. Ni siquiera puede considerarse lo más importante del libro. En el fondo, ya desde las primeras páginas, uno tiene la sensación de que la angustia destilada por esa prosa maravillosamente clara debe mucho más a lo absurdo de la situación que a la situación misma. Está, por supuesto, la fatalidad de la condena. Y están, por supuesto, las condiciones de máxima seguridad en que el condenado y su familia deberán vivir en adelante -y quién sabe si para siempre-. Pero está, sobre todo, la gran, la incomprensible, la inaceptable paradoja de que ello le esté ocurriendo a un intelectual en el país de las Luces y de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

Y es que, desde el principio, a Redeker le fallan, uno tras otro, todos los asideros. A saber: el ministro de Educación, de la UPM; la mayoría de sus compañeros de trabajo y de profesión; el alcalde comunista del municipio al que pertenece su instituto; la práctica totalidad de los vecinos del pueblo donde reside, encabezados, al poco, por el mismísimo alcalde socialista; los medios de comunicación regionales y nacionales; gran parte del arco político, sin distinción de color, y de los intelectuales llamados «de gauche»; y la propia seguridad del Estado, cuyo desconcierto inicial llevará al condenado de Herodes a Pilatos. Bien es verdad que en todos estos colectivos se da también alguna excepción. Como la del entonces ministro del Interior, Nicolás Sarkozy, que se interesa enseguida por su situación; o la del centrista François Bayrou, o la del socialista Dominique Strauss-Kahn, que participa incluso en el acto solidario del 15 de noviembre de 2006 en Toulouse, acto al que también asiste Redeker, en lo que constituye su segunda salida al exterior después de casi dos meses de cautiverio. O como las de Claude Lanzmann, Bernard-Henri Lévy, Alain Finkelkraut, Pascal Bruckner, Luc Ferry, Michel Onfray o André Glucksmann. Pero todos estos apoyos lo son a título individual. Tristemente individual. La República -y cuanto representa- no sabe, no contesta.

Este desistimiento de lo que el propio autor llama «el bloque republicano» -desistimiento que alcanza, en determinados casos, la categoría de franca acusación- suele revestirse, por lo general, con la fórmula del «sí, pero». En otras palabras: no hay derecho a que alguien sea amenazado de muerte, es cierto, pero tampoco lo hay a escribir según qué acerca de según quién. De lo que se sigue, claro, que la víctima no es sólo víctima, sino también -y sobre todo- culpable. Hace más de medio siglo, en «L´homme révolté», Albert Camus ya describió la naturaleza de este mecanismo: «El día en que el crimen se viste con los despojos de la inocencia, por efecto de una curiosa inversión propia de nuestro tiempo, la que se ve forzada a justificarse es la inocencia». No estará de más añadir que el tiempo del que habla Camus sigue siendo el nuestro. En el país de Voltaire y -bien lo sabemos- en el de Cervantes.

Con todo, si algo resulta especialmente lacerante en el relato de Redeker son los pasajes que tratan de la reacción de sus colegas de instituto. Lacerante para el propio autor, claro está, pero lacerante también para quienes siempre creímos que, en situaciones de este tipo, el mundo de la enseñanza, y en particular el de la enseñanza media y superior, debería ser el último baluarte de la libertad. No es el caso. Ni remotamente. Redeker lleva diez años en el instituto, enseñando filosofía. Pues bien, cuando uno de sus escasos amigos, un profesor de letras, trata de recabar firmas de apoyo, nadie quiere firmar. Pero es que, encima, otro colega ha utilizado su clase para criticar el artículo de marras aparecido en «Le Figaro». Y otro -éste, para mayor vergüenza, profesor de filosofía- ha escrito un texto explicando su desacuerdo con Redeker, lo ha colgado por todas partes en el instituto y hasta ha conseguido que se lo publicaran en «L´Humanité». Sobra decir que esos comportamientos se han reflejado igualmente en las demás instancias educativas: en la dirección del centro, que no ha enviado representación ninguna a los actos de solidaridad; en los sindicatos de docentes, tan proclives a salir a la calle por cualquier cosa, que no han querido movilizarse a favor del reo; y en el propio Ministerio de Educación, que lo ha abandonado a su suerte. ¡Ah, si Jules Ferry levantara la cabeza!

Hace algo más de un mes, Robert Redeker estuvo por primera vez en Madrid. En fin, más que estar, pasó. Aun así, el tiempo le alcanzó para ir al Prado y visitar la exposición sobre Goya en tiempos de guerra. «Tr_s émouvant», me dijo luego en un correo. Y apostilló: «Inoubliable». Como su libro. Como su ejemplo.

Xavier Pericay