En el pecado, la penitencia

Hay enfado en la sección más versada de las filas jeltzales porque a la selección vasca de fútbol le han cambiado el nombre de Euskadi por Euskal Herria. Hay un tipo de debate social en nuestro país que se resuelve 'entre abertzales', que responde al otro pulso político paralelo al que se da entre nacionalistas y no nacionalistas, y que deja a estos últimos en Babia o en la estupefacción.

No es cuestión baladí este cambio de denominación, y así lo acredita ese enfado. El llamado 'nacionalismo institucional' (o gubernamental), el PNV, en concreto, ha entendido el asunto como un golpe de mano de parte de su opositor de la izquierda abertzale. Y la cosa es más dolorosa cuando al parecer el presidente de la Federación Vasca -de Euskadi, en versión euskérica- fue concejal de su partido y se le supone al corriente de cuotas. O cuando el cambio de la referencia histórica se hace coincidir con el de la camiseta y se justifica por la presión de un grupo de jugadores y no por un debate hecho en condiciones y mucho menos oficializado.

En tan insólita querella, para quien no comulga con las preocupaciones nominales y semánticas de la iglesia nacionalista (en sus diferentes versiones), se ha resucitado la historia y se ha acusado de antisabinianos a los de esta mudanza e incluso de pretender acabar con el neologismo original inventado por el 'inventor' del nacionalismo vasco. Todavía más: se ha explicado que el paso de Euskadi a Euskal Herria responde a un azar respecto del redactor de los comunicados de ETA -de Txelis a Mikel Antza-, que ha cobrado fortuna y que ilustra sobre el consenso y la solidez de las convicciones patrias. También se ha regresado a la disquisición entre el proyecto político (Euskadi) y la realidad cultural (Euskal Herria), y se han expuesto explicaciones eruditas sobre cómo la semántica de esta última acepción, Euskal Herria, ha pasado de los vasquistas españolistas de los siglos XIX y XX al irredentismo ultranacionalista de la actualidad.

Por ahí van los tiros y también el asombro. El nacionalismo gubernamental lleva años alimentando la confusión entre el ser y el deber ser, entre lo que es hoy el país y lo que querrían que éste fuera. La realidad institucional presente de la Comunidad Autónoma Vasca la toma como algo vergonzante, la oculta y la desfigura a cada paso presentándola como provisional. Ese campo yermo del escudo oficial de la Comunidad, esperando a las cadenas de Navarra, o esa capital de la Comunidad que no lo es y que sólo es sede, también provisional, de sus instituciones, ejemplifican perfectamente la situación. Ante la ausencia de respaldo político a lo que es hoy la realidad institucional y al conformarse sólo con su instrumentalización, desde el propio Gobierno vasco y desde sus extensos poderes se proyecta cada vez más la imagen territorial de Euskal Herria y no la de Euskadi, interpretado ahora como Comunidad Autónoma Vasca. La consecuencia es que en los libros de texto, en la información del tiempo en la ETB y en todas las partes que dependen de una subvención oficial (de la CAV) lo que sale es el mapa grande y no el pequeño. Entonces, cuando en el fútbol se trata de oficializar esa reiteración nominalista llevada a cabo por los jeltzales desde su gobierno, ¿a qué viene la sorpresa y el enfado? ¿Acaso confirman así que les ha robado la cartera, en su propio terreno, su opositor político abertzale? ¿Acaso no tienen derecho ellos a ser más entusiastas y consecuentes con el propio discurso que se emite desde las terminales institucionales del nacionalismo gubernamental? ¿No han pensado, o no les ofende tanto, que esto mismo puede estar pasando en otros ámbitos menos folklóricos que los futbolísticos?

Porque, claro, lejos de arreglarlo a los ojos de quienes no somos nacionalistas, lo peor de los nacionalistas gubernamentales es que cuando explican su posición en el pulso que sostienen con su competidor abertzale lo estropean todavía más. El nuevo jefe del PNV, Urkullu, expone en este asunto que Euskadi es el proyecto político y Euskal Herria el concepto sociocultural del pueblo vasco. De acuerdo, pero, ¿entonces hay que entender que esa selección 'de Euskadi' ha representado hasta ahora el proyecto político del nacionalismo vasco (y no la más o menos objetiva realidad sociocultural) y que eso lo pagamos todos los vascos, nacionalistas y no nacionalistas? Si es así -que lo es-, el morro es superlativo. Más todavía cuando otra crítica al cambio de denominación es que no se ha consultado al Gobierno vasco. ¿Para qué habría que consultar si el objetivo no es institucional y sí estrictamente político, de parte? ¿Por qué no seguir haciendo como hasta ahora y que el Gobierno pague sin rechistar los gastos de una iniciativa de intenciones privadas, en forma de seguimiento televisivo oficial, publicidad institucional y diversos apoyos a cargo de los recursos públicos?

Lo que queda claro en estos casos es que el nacionalismo gobernante actúa en muchas ocasiones como si la parte de sociedad no nacionalista no existiese. Cuando su opositor abertzale le gana la partida, le lleva al huerto de los entusiasmos y le roba la cartera, se reclama como guardián de las instituciones presentes. Pero hasta entonces alimenta la misma confusión e indolencia ante lo que nos es común a todos los vascos que la que acaba instrumentalizando su competidor. En ese instante, parece volver la cara hacia ese trozo mudo de la sociedad vasca para pedir su comprensión y hasta su apoyo. Y esa sociedad se encoge de hombros y le responde que esta trifulca entre Euskadi y Euskal Herria le trae al pairo. Y entonces pierden otra partida.

El caso anecdótico que nos ocupa ilustra perfectamente un par de males del país. Primero, que el nacionalismo gobernante, y dentro de él el que se reclama institucional, debe comprometerse inequívocamente con sus instituciones presentes y asumir que otras distintas forman parte de su proyecto político y le esperan, si acaso, en el futuro, no en la actualidad. De lo contrario, si alimenta la ambigüedad y el descreimiento, los más contumaces por el otro lado le llevarán al huerto a cada paso y, además, lo harán siguiendo la propia lógica que sostiene el nacionalismo gobernante con los recursos públicos. Luego, que saque lecciones de esta ocasión y que no se refugie en debates presuntamente históricos ni en milongas por el estilo. Segundo, que tiene que decidir de una vez con quién quiere construir este país presente -no su ensoñación futura-, visto que sus compañeros de viaje le enmiendan la plana en cuanto pueden. Debe decidir el PNV si suma una mayoría escasa y peligrosa para sus intereses particulares con ese mundo abertzale o si construye este país real con sus opositores políticos no nacionalistas, sí, pero más convencidos y leales que nadie en defender la realidad actual de nuestra sociedad y de sus instituciones. En definitiva, debe resolver la pregunta sobre de quién está más cerca: de aquellos con los que coincide en su quimera nacional o de aquellos con los que conforma la pluralidad de este país, y que comparten lo fundamental y común del funcionamiento de las sociedades: los principios democráticos, la consideración de sus instituciones y los valores que significan e identifican al ciudadano. Y ahí, las palabras y las cosas no son, como se (mal)dice, «cuestiones semánticas». Tienen toda su importancia.

Antonio Rivera