En El Salvador impiden a las madres ver y hablar con sus hijos encarcelados

Foto tomada en las bartolinas policiales de San Marcos el 31 de mayo de 2021, cuando 846 personas privadas de la libertad fueron trasladadas a cárceles administradas por la Dirección General de Centros Penales. (Cortesía de la Secretaría de Comunicaciones de la Presidencia de El Salvador)
Foto tomada en las bartolinas policiales de San Marcos el 31 de mayo de 2021, cuando 846 personas privadas de la libertad fueron trasladadas a cárceles administradas por la Dirección General de Centros Penales. (Cortesía de la Secretaría de Comunicaciones de la Presidencia de El Salvador)

La salvadoreña Edith Pineda lleva 17 meses sin poder ver a su hijo y 20 sin poder ver a su marido. Este cisma familiar indeseado tiene un culpable: la Dirección General de Centros Penales, la entidad que administra las cárceles en El Salvador. Jonathan y Noé, el hijo y el marido, están privados de libertad y Edith no sólo lleva año y medio sin visitarlos, sino que ni siquiera le han permitido conversar con ellos.

Tras dos años en el poder, el gobierno del presidente Nayib Bukele ha dado sobradas muestras de que el respeto a la institucionalidad y los derechos humanos no son los faros que guían su camino. El presidente, tan polémico como aclamado, colecciona señalamientos de violaciones a los derechos humanos en las cárceles del país de entidades como Amnistía Internacional y Human Rights Watch. No se habla tanto de los derechos vulnerados a los familiares.

“Yo no sé cómo se encuentran ellos, no sé cómo están”, me dijo Edith Verónica Pineda de Recinos cuando la entrevisté. Es una mujer de 44 años que se gana la vida vendiendo en las calles de San Salvador.

Su marido se llama Noé Alexander Recinos, tiene 38 años y está recluido en Apanteos, un centro penal ordinario; es decir, una cárcel que no es ni de seguridad ni de máxima seguridad. Cumple desde el año 2006 una condena por homicidio agravado y espera recuperar la libertad en 2024. La última vez que el gobierno permitió a Edith visitarlo fue en noviembre de 2019; desde entonces, cero visitas, cero llamadas.

Su hijo se llama Jonathan Vladimir Pineda, tiene 27 años, cumple condena por extorsión, y Edith no lo ve desde febrero de 2020. “Me conformaría con una llamada, con saber cómo está”, me dijo. Aquel último abrazo ocurrió en Apanteos, y desde entonces lo han trasladado dos veces: primero a Sensuntepeque y luego a Jucuapa, ambas cárceles de régimen ordinario.

A pesar de que el artículo 91 de la Ley Penitenciaria explicita que “los traslados serán notificados de inmediato a los familiares”, el gobierno no avisó a Edith. Sabe en qué cárcel están su hijo y su marido porque cada mes se acerca a la sede central de Centros Penales a depositar dinero para que ellos puedan comprar en la tienda penitenciaria galletas, papel higiénico o sopas instantáneas. “En el váucher dice en qué centro penal está”, me dijo.

El caso de Edith no es uno especialmente escabroso o una excepción elegida con malicia sensacionalista. De las casi 40,000 personas encarceladas en El Salvador —93% hombres, en un país de apenas 6.3 millones de habitantes— son una fracción mínima aquellas que han recibido una visita desde que se desató la pandemia de COVID-19 en marzo de 2020, de acuerdo con organizaciones de familiares.

De hecho, Noé y Jonathan hasta podrían considerarse afortunados si su situación se compara con la de los inquilinos de cárceles de seguridad y de máxima seguridad. En El Salvador son siete y albergan a 12,500 salvadoreños, en su mayoría integrantes activos de las pandillas MS-13, Barrio 18-Sureños y Barrios 18-Revolucionarios. Ellos no reciben visitas de madres, esposas, hermanos o hijas desde marzo del año 2016, además de ser los centros penales que por lo general presentan mayor hacinamiento y con el agravante de la convivencia entre bandas que se odian a muerte.

El problema no es de leyes. El artículo 27 de la Constitución obliga al Estado a “organizar los centros penitenciarios con objeto de corregir a los delincuentes, educarlos y formarles hábitos de trabajo, procurando su readaptación”. El artículo 9 de la Ley Penitenciaria garantiza a todo interno el “derecho a mantener sus relaciones de familia”. El problema es el incumplimiento de estas leyes.

La pandemia resultó la excusa perfecta para que la administración de Bukele adoptara una política penitenciaria que viola los derechos humanos de todos los reos y de sus familias, unas 200,000 personas si asumimos que cada uno pueda ser visitado por cuatro familiares.

El Salvador lleva meses con los restaurantes, estadios, centros comerciales y gimnasios abiertos. El propio gobierno se jacta de que las cifras oficiales de contagios y muertes por COVID-19 son de las más bajas del continente y de que la campaña de vacunación es de las más exitosas; además, las autoridades de Centros Penales sacan cada día a cientos de reos para realizar trabajos comunitarios.

Resultaría gracioso si no fuera tan serio: el mismo gobierno que saca a diario a cientos de personas privadas de la libertad para repartir en mano paquetes alimenticios es el que prohíbe que esos internos reciban la visita de sus madres.

Todo esto está ocurriendo, además, bajo un clima de hermetismo y terror. Inicialmente, Edith me advirtió que se dejaría entrevistar solo bajo condición de que no se publicara ni su nombre ni los de su hijo y de su esposo. “No les vaya a perjudicar yo por hablar”, me dijo. Solo al final lo reconsideró y decidió asumir el riesgo.

Ella cada mes se acerca a las oficinas de Centros Penales para depositar los 50 dólares con los que ellos complementan la pobre dieta que el Estado proporciona, y que tanto esfuerzo le cuesta juntar. Les lleva paquetes con enseres hasta la puerta de sus cárceles, ha ido a marchas y a reuniones con organizaciones y ha presentado escritos en la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos para que respeten su derecho a verlos. Todo es en vano.

“Una llamada, ¿me entiende? Verlos, una videollamada… con eso me conformo”, me dijo. La última pregunta que le planteé fue qué le diría a Bukele si lo tuviera delante: “Que tenga conciencia —me respondió— porque una, como madre, se angustia por no saber nada de sus familiares, por no saber si están enfermos”.

Edith apela a la conciencia del jefe de Estado para que le permitan siquiera conversar con su hijo y su marido, cuando es el Estado el que debería estar garantizando los derechos violentados. Un ejemplo cristalino de lo que supone que la institucionalidad, paso a paso, se esté desmoronando en El Salvador.

Roberto Valencia es periodista y escritor salvadoreño nacido en Euskadi. Su libro más reciente es ‘Carta desde Zacatraz’.

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