En el tumulto

No fui el único en la sensación de que nos encontrábamos en un barco que se hundía. Naturalmente, nadie lo quiso reconocer”. Lo leí en las memorias que H.M. Enzensberger escribió sobre un tiempo electrizante: “el apogeo de la revuelta” que se vivió en diferentes puntos del mundo entre los últimos sesenta y la primera mitad de los setenta del siglo pasado. Hacia el final de Tumulto Enzensberger recuerda víctimas de unos estallidos (el más próximo, el 68 parisino) que dieron réditos convivenciales –la disolución del monolito del autoritarismo, la conquista de más cuotas de libertad– pero que tuvo también unos costes que aún pagamos hoy. La contraofensiva neoliberal que se puso en marcha a mediados de los setenta –lo explican el Judt de Postwar y el Fontana de Por el bien del imperio– avanzó con menos tropiezos porque el vendaval revolucionario (con ramificaciones violentas) dejó fuertemente desgastado el modelo de sociedad –el Estado del bienestar– que se había consensuado tras la Segunda Guerra Mundial y que la crisis del petróleo puso en cuarentena.

En otro momento Enzensberger afirma lo siguiente: “Toda acción política engendra consecuencias imprevisibles. A veces provoca lo contrario de aquello que se pretendía, y su éxito degenera en catástrofe”. Al margen de la página escribí Japón 1941. Es el título de otro buen libro que leí hace poco. Eri Hotta explica la espiral que llevó a Japón a bombardear la base de Pearl Harbour. La autora muestra cómo buena parte de las élites del país –empezando por el emperador– sabían que era un error fatal enfrentarse a Estados Unidos, pero quedaron absorbidas por el abismo. Puesta en marcha la bola por parte de unos militares ultranacionalistas, empujada por los medios de comunicación y aceptada por una población a la que se había inoculado la anestesia del fervor populista, la decisión parecía haber adquirido vida propia. “Ninguno de los máximos líderes [del Gobierno], pese a sus ocasionales protestas, tuvo suficiente voluntad, deseo o valor para detener el impulso hacia la guerra”. Nadie osaba denunciarlo. Nadie quería ser acusado de cometer el pecado de lesa patria. No hubo momento para rectificar. El país lo pagaría soportando una posguerra devastada.

El pasado martes, cuando se conoció la propuesta de resolución que Junts pel Sí y la CUP presentaron en la Mesa del Parlament, mucha gente tomó conciencia de la dinámica aislada en la que ha quedado atrapado el independentismo. En lugar de formular alternativas en función de los resultados electorales para adecuar el proceso a la realidad (como el 16 de octubre planteaba Rafael Nadal en el lucidísimo “El gran desconcierto”), la propuesta de resolución era una afirmación descarada de la voluntad de saltarse la legalidad –la que garantiza derechos y deberes, los de todos– por parte de los partidos a quienes votaron un 47,8% de los ciudadanos que acudieron a las urnas. Así el peligro de descarrilamiento del proceso es más alto que nunca porque no sólo se ha reactivado afirmando que la vía que seguirá será la de la ilegalidad (pudriendo relaciones institucionales carcomidas, hipotecando su hipotético reconocimiento internacional) sino que lo hace en un momento en el cual, al margen del tóxico de la corrupción que afecta a su pilar –Convergència Democràtica–, su potencial legitimidad ha quedado debilitada por unos resultados que fueron insuficientes para impulsar la acción rupturista que se desprende del texto de la resolución.

El barco va a la deriva. El iceberg está allí. Hay que decirlo sobre todo desde el catalanismo, desde sus ruinas, porque sí, el catalanismo clásico ha quedado liofilizado como consecuencia de la tensión que el proceso ha impuesto a nuestra vida política e intelectual. Toda vez que ha cuajado la idea de que el pacto es imposible, en la medida en que ha interesado esquematizar nuestra sociedad entre los unionistas traidores y los revolucionarios de las sonrisas –un vómito argumental como tantos otros, como decir, con esa alegría, que estamos en guerra–, el catalanismo ha quedado prisionero de un chantaje patriótico que ha contado con la coartada permanente de la mala política del Gobierno popular (entre el autismo presidencial y los mamporros de una Constitución capada). Llegados aquí la única salida democrática al laberinto, saneado nuestro sistema político, es la elaboración de una reforma de la Carta Magna que dote de contenido efectivo el término nacionalidad o trabajar por el referéndum pactado que se ha ganado una ciudadanía sostenidamente comprometida (le robo la expresión a Francesc Serés). Una reforma federal o un referéndum de autodeterminación –las urnas son la clave, las urnas de verdad– que debería fijar en una fecha alejada de unas generales para que el Estado, prohibiéndose a si mismo la tentación de instrumentalizar la unidad de España en favor de los intereses partidistas de turno, pudiera formular la propuesta que no ha sabido hacer. Y así profundizar en la democracia imperfecta, la única posible, esbozada en 1978.

Jordi Amat

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