Nos dicen que no hagamos alarde de eso. Nos dicen que no se los restreguemos en la cara. Nos dicen que no hablemos de ello. Nos dicen que todo estaría bien si tan solo lo mantuviéramos en privado y a puertas cerradas. Nos dicen estas cosas durante la cena de Acción de Gracias, en Navidad, después de que los niños abren sus regalos, mientras está el juego de fútbol americano y queríamos intentar hablar, explicar, darles la oportunidad de vernos, de amarnos. No queremos rendirnos, no todavía.
uando escuché la noticia del tiroteo en el Club Q, un club nocturno de la comunidad LGBTQ en Colorado Springs, no pude evitar pensar en el discurso que escupen personas como el psicólogo cristiano James Dobson.
Sabemos a lo que nos enfrentamos. Lo hemos escuchado mientras crecíamos, en la iglesia y en casa. Oímos las palabras que usan en tono amable: amar al pecador y odiar el pecado. Oímos las palabras que usan cuando han estado sintonizando la radio cristiana o prestando atención a su ministro, a Rush Limbaugh o Fox News, sobre abominaciones y depredadores en baños y groomers en internet, y las palabras que emergen cuando han bebido de más, los nombres que usan para llamar a personas que podrían ser nuestros amigos, que podríamos ser nosotras y nosotros.
Esas palabras que escuchamos y que nos enseñaron y obligaron a leer, muchas de esas palabras salieron de Colorado Springs, la sede de Focus on the Family, una organización evangélica cuyo fundador, Dobson, escribió libros en los que instruía a nuestros padres evangélicos sobre cómo lidiar con niños de voluntad fuerte —castigo corporal, “un poco de dolor ayuda mucho”— o cómo criar a los niños para que fueran adecuadamente masculinos, quién comparó la homosexualidad con la pedofilia y quién una vez pareció ofrecer una solución a los padres cuyas hijas jóvenes tenían que compartir un baño con mujeres trans: “Si esto hubiera pasado hace 100 años, alguien podría haber recibido un disparo. ¿En dónde está la hombría hoy? ¡Dios, ayúdanos!”.
Algunas de nosotras crecimos y nos fuimos a ciudades donde podíamos sentirnos, si no exactamente seguras, al menos un poco menos solas. Podríamos encontrar trabajos en los que no tuviéramos que ocultar quiénes éramos ni decir mentiras sobre nuestra “compañera de apartamento”. Podríamos encontrar amigos como nosotras, una nueva familia, para reemplazar a la que perdimos. Algunas y algunos de nosotros nos quedamos en casa o nos mudamos cuando las cosas no iban bien en la ciudad. Pero esa historia solo es conmovedora cuando el personaje principal es un ejecutivo heterosexual en una película de Hallmark.
Algunos de nosotros regresamos a casa para las fiestas, donde nos dicen que lo guardemos bajo llave. Salimos a pasear al perro para que no vean nuestras lágrimas. Llamamos a nuestras amigas de la ciudad. Cuando preguntamos por qué nuestra familia no puede simplemente amarnos, nuestro hermano, que salió a acompañarnos al porche, nos dice: “Todo es sobre el niño Jesús”, porque él es el único que sabe cuánto duele. Y él es el único que aún puede hacernos reír al hablar de esto.
Más tarde, cuando los niños duermen, cuando nuestra mamá quiere ver Qué bello es vivir, algunos y algunas de nosotros vamos al bar. No es necesario conocer a nadie ahí. No necesitamos que nadie nos acompañe. No necesitamos saber si es una noche de baile o un espectáculo de drag. Estaremos bien.
Tan pronto como cruzamos esas puertas, pasamos al cadenero que verifica las identificaciones, hasta la barra, donde el cantinero imposiblemente guapo nos saluda con un gesto como para decirnos que nos ha visto ahí. Él nos vio. Finalmente, alguien nos vio. Hace tiempo que no sucedía. Aquí es donde estamos a salvo. Para muchos de nosotros, es el único lugar. Nos habían dicho que detrás de esas puertas cerradas estaría bien. Ahí nos dejarían en paz.
A menudo hay algún espectáculo de drag o alguna recaudación de fondos para ayudar a un refugio de personas sin hogar dedicado a niños gay cuyos padres escucharon a su líder evangélico y echaron de casa a sus hijos. Hemos escuchado el pánico con el que se habla de las reinas drag y sería difícil no reírse si no supiéramos la intención detrás del pánico fabricado. Las reinas drag hablan de sexo como los políticos hablan de pensamientos y oraciones y los cristianos hablan de amor. Todos saben que están mintiendo. Las reinas drag saben ser parte de la broma.
Si alguna vez estuviste en un bar gay durante un día festivo o si alguna vez trabajaste en un bar gay durante un día festivo —yo lo hice—, sabes que es posible ver la transformación de las personas que cruzan esas puertas: los músculos de la mandíbula y los hombros se relajan; a mitad del camino, las caderas comienzan a balancearse; entre la puerta principal y el bar, el tono de voz cambia. Ves a la gente convertirse en ellos mismos cuando beben ese primer trago, el trago medicinal, y luego encuentran amigos en el bar o en el patio. Es hermoso y trágico.
Es trágico porque nunca nos iban a dejar en paz. Por mucho que lo mantuviéramos en silencio, por mucho que lo escondiéramos frente a ellos. La policía entró en nuestras casas y nos sacó esposados, publicó las fotos policiales en los periódicos para que nuestros jefes, familias y vecinos supieran lo que nos habían dicho que mantuviéramos en secreto. Los militares nos acosaron y nos amenazaron y nos echaron, aunque decían que no preguntarían si no lo decíamos.
No quieren que nos sintamos seguros. No quieren que estemos a salvo.
Joshua Thurman, en una entrevista entrañable poco después de que sobrevivió al tiroteo el fin de semana pasado, preguntó: “¿A dónde se supone que debemos ir?”.
Los disturbios de Stonewall comenzaron porque entonces también nos mintieron, cuando nos dijeron que lo mantuviéramos a puertas cerradas. Así que salimos a la calle. Nos defendimos. También nos defendimos el sábado por la noche en Colorado Springs, durante el tiroteo. Fueron los clientes del club quienes detuvieron al atacante, lo tiraron al suelo y lo sometieron hasta que llegó la policía, y cuando llegaron, esposaron a uno de esos clientes, quien después relató que la policía lo metió en una patrulla, lo que le impidió brevemente atender a los miembros de su familia.
La policía, como institución, no se hizo para proteger a las personas queer, no cuando los políticos infunden miedo sobre las reinas drag y los baños para azuzar a su base evangélica.
Nos protegemos. Lucharemos por los y las nuestras. Siempre hemos tenido que hacerlo. Haremos nuestro luto. Recaudaremos dinero. Nos organizaremos. Y seguiremos luchando, hasta que estemos a salvo, en todas partes.
Pero esta noche, voy a ir a un bar gay. Tal vez habrá un espectáculo de drag.
Lauren Hough, ensayista y autora de Leaving Isn’t the Hardest Thing, ha sido aviadora de la fuerza aérea, cadenera, barista, cantinera y, durante un tiempo, técnica de servicio de cable.