En favor del conocimiento no rentable

No corren buenos tiempos para la lírica y tampoco para la ciencia. Las noticias que el nuevo Gobierno va dejando entrever consolidan un cambio que viene de atrás pero que ahora va a radicalizarse. De atrás viene una política de recortes que alcanza a los gastos en investigación de la misma manera que afecta a la inversión en la construcción de una carretera. Lo nuevo es la contundencia con la que se aplica la tijera al conocimiento que no es rentable. Hasta ahora se hablaba mucho del I+D+i, fórmula en la que la I significa investigación o conocimiento desinteresado e i, conocimiento rentable. Ahora se invierte la fórmula que empieza por i, sigue con D, de desarrollo, y se difumina la I de la investigación básica.

Estos cambios, amparados por la crisis económica, son presentados con argumentos a primera vista muy sensatos, pero que tienen trampa. Se dice que hay que hacer cambios porque, si los recursos son escasos, debemos priorizar; también, que hay que invertir en sectores donde seamos competitivos; y, finalmente, que es hora de superar la crónica querencia hispánica a la endogamia mediante severas evaluaciones de proyectos y realizaciones.

¿La trampa? Priorizar lo rentable es un error si por rentable entendemos solo retornos económicos. Para empezar, no hay que confundir valor con precio. Hay conocimientos muy válidos que no cotizan en el mercado. Esto es particularmente válido para la investigación en humanidades y ciencias sociales. Rentable puede ser un proyecto sobre envejecimiento de la población, pero eso no significa que otro sobre el paso del tiempo sea inútil. Es más, de la idea que nos hagamos de la finitud de la existencia dependerá la forma de vivir el envejecimiento. Y otro aspecto que no hay que perder de vista es que desde que el mundo es mundo el conocimiento no solo tiene por objetivo adiestrar al ser humano en artes útiles sino también educarle, esto es, formarle y ilustrarle, lo que es tanto como darle herramientas para madurar como hombre. Si reducimos la promoción del conocimiento a lo rentable, la cultura volverá a ser el entretenimiento u ocio de los ricos, es decir, de los que no necesitan trabajar para vivir.

Otro argumento es el de la competitividad. Resulta contradictorio que se predique, por un lado, la competitividad del conocimiento y que, por otro, se escatime tanto la inversión en plazas de investigadores. Lo de que «la crisis no será obstáculo para que los buenos se coloquen», como dice Josep M. Martorell, es un pío deseo si observamos el ritmo de plazas y contratos en los últimos años y lo que se anuncia. La fuga de cerebros -una forma hiperbólica de llamar al simple hecho de que los muchos doctorandos y doctores, excelentemente formados en las mejores universidades del mundo, tienen por delante un futuro más bien incierto- está asegurada. Seguro que es general, pero el caso español tiene el añadido de que ha habido en los últimos decenios una muy generosa política de becas, para dentro y fuera del país, de la que se han aprovechado buenos alumnos que ahora, sin embargo, no tienen a donde ir. No atender debidamente estas demandas es un despilfarro que no nos podemos permitir.

Para ser competitivos hay que seleccionar bien los campos, habida cuenta de nuestras fuerzas y de las de los otros. Por eso resulta sorprendente que se abandone a su suerte un campo específico en el que podemos sobresalir. Me refiero a las humanidades y ciencias sociales. El hecho de que su herramienta de trabajo sea la lengua -una lengua hablada por tantos millones- es una garantía de que aquí los esfuerzos o las inversiones pueden ser valiosas y rentables. Queda la advocación de las evaluaciones. Naturalmente que son necesarias para favorecer la excelencia. Los científicos experimentales funcionan así y funcionan bien. En los últimos años se ha querido trasvasar ese modelo a las humanidades y ciencias sociales con resultados más bien discutibles. Hay, de entrada, un papanatismo angloparlante ofensivo. Pasa aquí lo mismo que con las economías de los estados: hay empresas que al igual que Standard and Poor's barren para casa. Tiene gracia que puntúe más un escrito en inglés en cualquier revista de segunda que un artículo en la revista francesa Temps Modernes. Luego están esas comisiones de evaluación externa que hacen valoraciones a la carta para que quien los contrate tome las decisiones que pensaba tomar.

Bienvenidos sean los cambios siempre y cuando no confundamos valor con precio en asuntos de investigación. El conocimiento básico, desinteresado, es fundamental. Es el que nos hace libres y el que puede proporcionar un horizonte de sentido a la investigación aplicada. En la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, el bibliotecario envenena a los monjes que quieren saber cosas nuevas. No condenemos ahora a los curiosos que quieren investigar por amor al conocimiento. Y precisamente porque los recursos escasean es por lo que no podemos dejar caer a tantos cualificados científicos que pueden irse. Hemos hecho lo más difícil, lo más costoso, que es formarlos. Sería absurdo no recoger los frutos.

Por Reyes Mate, filósofo e investigador del CSIC.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *