En Guanajuato vivimos un infierno y no nos bastan las buenas intenciones

Una mujer llora afuera de un centro de rehabilitación en Guanajuato, donde fueron asesinadas 24 personas el 1 de julio de 2020. (REUTERS/Karla Ramos) (Stringer/Reuters)
Una mujer llora afuera de un centro de rehabilitación en Guanajuato, donde fueron asesinadas 24 personas el 1 de julio de 2020. (REUTERS/Karla Ramos) (Stringer/Reuters)

“En Guanajuato la vida no vale nada”, dice una vieja canción del compositor José Alfredo Jiménez, una frase que cobra sentido desde que nuestro estado se convirtió en el centro de la violencia en México. De enero a mediados de julio de este año, en esta entidad de 5.8 millones de habitantes, fueron asesinadas 2,252 personas, más que en países como Honduras, El Salvador o Guatemala.

La violencia se ha ido apoderando de la zona. En los últimos cinco años, los homicidios se dispararon drásticamente 448%. Pasamos de ser la Cuna de la Independencia a la cuna del huachicol —o robo de combustible—. En esta zona se produce, desde 2009, 25% del robo de combustibles a la empresa Petróleos Mexicanos. Pero fue hasta 2017 que la violencia del Cártel de Santa Rosa de Lima, principal responsable del huachicoleo, aumentó al “defender la plaza” de otros grupos criminales que fueron atraídos por la impunidad del saqueo.

Con los primeros homicidios, las autoridades dijeron que los delincuentes se “mataban entre ellos”; después se convirtieron en víctimas colaterales por andar “en malos pasos”. Cuando los asesinados fueron estudiantes en paradas de autobús, bebés en sus casas o empresarios que se negaban a pagar una extorsión, nos dimos cuenta que era insostenible vivir así. Las autoridades locales, por su parte, se limitaron a decir que esos homicidios no son del ámbito de su competencia.

Después de meses de rencillas y declaraciones encontradas, de repartir culpas sobre el deterioro del estado y de evadir su responsabilidad, los gobiernos estatal y federal por fin se reunieron para hablar del tema. Había razones claras. Los operativos “coordinados” habían terminado en desastre, como el que se lanzó en junio para detener al líder del Cártel de Santa Rosa de Lima, José Antonio Yépez, alias El Marro.

“En vez de echarnos la culpa unos a otros hemos decidido sumarnos para darle seguridad al pueblo de Guanajuato”, dijo la semana pasada el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), en un evento al que lo acompañó el gobernador del estado, Diego Sinhue Rodríguez Vallejo. Ambos posaron ante las cámaras y chocaron los codos como muestra de colaboración. Pero no hubo acciones concretas, ni se dijo nada sobre cómo y cuándo llegará la paz.

El presidente y el gobernador dijeron que los homicidios dolosos son los más preocupantes, pues el resto de los delitos están a la baja. Pero según cifras oficiales, los primeros cinco meses del año hubo 51,164 hechos delictivos de todo tipo; y si consideramos que en 94.8% de los casos no se presentan denuncias, podemos concluir que estamos lejos de vivir seguros. Según el gobernador, han sido detenidos 1,591 integrantes de los dos principales cárteles que operan en el estado —Cartel Jalisco Nueva Generación y Cártel de Santa Rosa de Lima—, pero mientras el primero lanza videos ostentando un poder de fuego apabullante, el otro se hace presente con matanzas cotidianas.

A los guanajuatenses poco nos importa a cuál autoridad le corresponde investigar los robos, asesinatos, desapariciones, extorsiones y secuestros. Queremos trabajar seguros y vivir en paz.

Durante décadas, Guanajuato fue reconocida como una tranquila tierra de trabajo. El estado exporta hortalizas; alberga armadoras estadounidenses, japonesas y europeas; es sede del reconocido Festival Cervantino y un importante destino turístico. Pero su actividad económica ha decrecido 0.83% desde 2019, que sumado a la pandemia de COVID-19 y a la imparable violencia, complica aún más el escenario.

El gobierno estatal lo acapara desde hace 30 años el derechista Partido Acción Nacional, que controla el Congreso local e influye en el poder Judicial. Es un gobierno sin contrapesos. El actual gabinete de Rodríguez Vallejo es prácticamente el mismo de su antecesor, Miguel Márquez, en cuyo gobierno creció exponencialmente la violencia.

Uno de los principales conflictos entre la federación y el gobierno estatal ha sido la actuación del fiscal del estado, Carlos Zamarripa Aguirre, quien está en el cargo desde 2009 y ya fue ratificado hasta 2028. En junio, el operativo para detener a El Marro, y la posterior liberación de sus familiares detenidos por fallas en el proceso e indicios de tortura, fue un fiasco. Eso tensó más la relación: las autoridades locales culparon al gobierno de AMLO y él externó su desconfianza en el fiscal.

El gobernador ha felicitado y dicho que confía en el trabajo de Zamarripa Aguirre, aún cuando el Índice de Impunidad Global muestra que solo 2% de los delitos cometidos en el estado terminan con una sentencia condenatoria. Para los deudos de víctimas mortales y personas que exigen justicia, no ha habido muestras de solidaridad.

En su visita, AMLO ya no criticó al fiscal y, a cambio, el gobernador dijo que acudirá a las mesas sobre seguridad que organiza el gobierno federal con los gobernadores, a las cuales no había asistido durante año y medio. Fue una negociación política para evitar el fondo del asunto, pues no hay aún ningún plan para recuperar el estado.

Hasta el momento, el único cambio visible es el patrullaje más intenso de la Guardia Nacional. Y pese a ello, los periódicos locales muestran la misma cuota cotidiana de sangre. Los videos del Cártel Jalisco Nueva Generación, en los que muestran su poderío y retan a El Marro, anticipan más días de fuego y sangre para la región.

“No vamos a dejar solos a los guanajuatenses”, dijo el presidente aquí. Tenemos la sensación de que toda la polémica sobre la violencia en Guanajuato se redujo a una disputa de políticos que se zanjó con una visita rápida y unas cuantas fotos. Nada se dijo sobre los funcionarios omisos que permitieron que la situación llegara a este punto, nada sobre las violaciones a los derechos humanos, nada sobre la impunidad… Sin atender las causas, y solo con buenas intenciones, se ve difícil que el estado reencuentre su camino hacia la paz.

Kennia Velázquez es reportera del Laboratorio de Periodismo y Opinión Pública en Guanajuato, México.

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