En guerra contra un virus

El presidente estadounidense Donald Trump se ha autodefinido como un presidente en tiempos de guerra y muchos otros en todo el mundo están usando esas mismas palabras. Es una descripción que plantea una pregunta obvia: ¿qué nos dicen la historia y la naturaleza de la guerra sobre el combate contra un virus?

Aunque la guerra habitualmente debe ser un último recurso en términos de política, no enfrentar a un enemigo decidido a atacar que constituye una amenaza inminente puede ser mortal. De hecho, el enemigo comenzó como un brote local en Wuhan, China, y se transformó en una pandemia mundial precisamente porque las autoridades chinas desperdiciaron preciosas semanas antes de enfrentarlo. Los líderes chinos inicialmente ocultaron el brote y permitieron que millones de personas abandonaran Wuhan, incluso cuando muchas llevaban el virus consigo.

En Estados Unidos también hubo inicialmente una reticencia generalizada a ir a la guerra. Esto no sorprende demasiado. La guerra como recurso de última instancia es uno de los principios de la teoría de la «guerra justa», un conjunto de ideas que surgió en la Edad Media y procuraba que las guerras fueran menos frecuentes y violentas.

El problema, sin embargo, es que para evitar el conflicto hacen falta dos y el virus estaba decidido a crearlo. Posponer la decisión de una ofensiva contra la COVID-19 —considerar una guerra necesaria como opcional— terminó siendo extraordinariamente costoso en términos de las vidas que se han perdido y la destrucción económica.

Cuando los líderes aceptaron que la guerra era necesaria, pronto se dieron cuenta de que carecían de armas. Se estima que para producir una vacuna todavía faltan entre 12 y 18 meses; los medicamentos antivirales podrían estar disponibles antes, pero tampoco será pronto. Como afirmó Donald Rumsfeld, ex secretario de Defensa: «se va a la guerra con el ejército que se tiene, no con el ejército que se desea o que se querría tener más adelante». La consecuencia es que en esta guerra el combate en el futuro inmediato deberá tratar de frustrar al enemigo en vez de derrotarlo.

La mejor táctica disponible ahora es la dispersión, ofrecer al enemigo menos objetivos. Los ejércitos relativamente débiles suelen emplear este método evitando batallas clásicas contra fuerzas más poderosas. La dispersión, en la jerga actual, es el distanciamiento social.

El problema es que se pospuso el distanciamiento social en muchos países, o está siendo aplicado en forma desigual. Se suele decir que la velocidad mata, pero a la hora de impedir una pandemia o limitarla, la demora es la que mata. Los países que mejores resultados han tenido contra el coronavirus, como Corea del Sur y Singapur, actuaron rápidamente y con decisión.

Esta guerra también se combate con falta de equipamiento defensivo. Una las tareas más importantes es la de identificar a quienes se han contagiado y rastrear su contactos. Hay que aislar rápidamente a ambos grupos. Esta es la única manera de entender la amenaza, atravesar «la niebla de la guerra», expresión que se atribuye al estratega militar prusiano Carl von Clausewitz.

Pero los estudios necesarios para identificar a quienes se han contagiado carecen de la calidad necesaria o son insuficientes en la mayoría de los países. El cierre de fronteras puede ser útil (especialmente al principio, antes de que el virus se difunda en la sociedad), pero no es una panacea. De manera similar, las pruebas masivas para detectar a quienes han desarrollado inmunidad contra el virus, que es fundamental para que la gente pueda reunirse de manera segura, tanto para trabajar como para divertirse, aún no están disponibles.

La estrategia debe ser ganar tiempo hasta que estemos equipados para atacar a la COVID-19 con medicamentos antivirales o, mejor aún, con una vacuna. Para lograrlo son necesarias la dispersión y los análisis de laboratorio.

La última pregunta es cuándo poner fin a la guerra. Trump y muchos de sus homólogos en todo el mundo están comprensiblemente apurados por reiniciar la economía. Nosotros y ellos debemos tener suficiente disciplina para no apurarnos. Tenemos que combatir el bloqueo en el frente económico brindando alivio a los trabajadores y las empresas, hasta que la guerra contra el virus esté ganada en su mayor parte y podamos comenzar a recuperarnos en serio. Finalizar la guerra antes de tiempo solo extenderá su duración y aumentará su costo.

Gran parte del mundo entró en esta guerra en una situación cercana a la del desarme unilateral. Eso nunca puede volver a ocurrir. Los países deben contar con reservas de equipos de protección y equipamiento médico, aumentar los recursos dedicados a la investigación «en tiempos de paz» y al desarrollo de terapias relevantes, y practicar respuestas a las pandemias en todos los niveles de gobierno. Son demasiados los médicos, las enfermeras, los servicios de emergencia, la policía y los bomberos —quienes trabajan en la primera línea— enviados a la batalla sin armadura. Y demasiadas víctimas carecen del acceso a la atención médica que todos necesitamos que tengan.

Los países también deben abrazar la acción conjunta. Así como se crean coaliciones para combatir en las guerras convencionales, hacen falta aliados para luchar contra las pandemias. Tendremos que reclutar a otros para que respeten las reglas y cumplan las normas relacionadas con los informes, el combate y la contención de los brotes de enfermedades infecciosas. Y los países ricos tendrán que unirse para fortalecer la capacidad de salud pública de los países más pobres, no solo por motivos humanitarios, sino también en beneficio propio. Somos tan fuertes como el más débil de nosotros.

Esta guerra no tendría que habernos sorprendido, era predecible y fue prevista. Las pandemias no son cisnes negros, son parte inevitable de la globalización. Pueden empezar en cualquier parte. Esta vez, fue Wuhan. La próxima, puede ser Wichita.

Y habrá una próxima, si no es la COVID-20, tal vez sea la COVID-21, o algún otro patógeno. Se pueden abrir brechas en las fronteras y la soberanía, pocas cosas siguen siendo locales durante mucho tiempo. El desafío es estar preparado para que un brote no se convierta en pandemia, y una pandemia no se convierta en catástrofe.

Richard N. Haass, President of the Council on Foreign Relations, previously served as Director of Policy Planning for the US State Department (2001-2003), and was President George W. Bush's special envoy to Northern Ireland and Coordinator for the Future of Afghanistan. His next book, The World: A Brief Introduction, will be published on May 12.

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