En horas difíciles

Soy persona de asentadas convicciones progresistas y me niego a aceptar que, en el siglo XXI, todavía una de las dos Españas venga a helarme el corazón. Es más, estoy convencido de que si hacemos una lista con los 10 principales problemas colectivos graves, ninguno de ellos se resolvería desde la confrontación entre opciones ideológicamente excluyentes. Antes bien, todos requerirían el acuerdo entre instituciones y partidos de muy diversas adscripciones.

La llamada "oposición útil" que impulsamos con éxito el equipo que ganamos el 35º Congreso del PSOE, con José Luis Rodríguez Zapatero a la cabeza, se basaba en esa creencia: en democracia, hay asuntos para la confrontación entre opciones ideológicas distintas y otros muchos que deben ubicarse en el espacio de la negociación, el acuerdo y el pacto, porque solo ahí encuentran solución. Haber olvidado esto, especialmente en lo relativo a la crisis económica, es lo que ha llevado al socialismo español y, lo que es más grave, a España, a la situación actual.

Pocos negarán que aquellos "jóvenes nacionalistas" -como nos definió la prensa americana- que sustituimos en la dirección del PSOE a una "vieja guardia" que había sido derrotada en las elecciones generales del 2000, encarnábamos un proyecto de renovación del socialismo y de cambio para la sociedad española que generó mucha ilusión en ámbitos muy plurales del país. Algo habremos hecho mal desde entonces para haber llegado hasta aquí: cinco millones de parados, una sociedad frenada por la confrontación política, ciudadanos acampados en las plazas públicas exigiendo una democracia real, listas electorales cargadas de imputados que son refrendadas en las urnas, prima de riesgo disparada y una gran pérdida de apoyo por parte de los votantes.

En el imaginario colectivo, la primera legislatura del presidente Zapatero está vinculada a la ampliación de derechos civiles y sociales desde una perspectiva individual, al intento de reorganizar el conflicto territorial heredado, con un plan Ibarretxe y una reforma del Estatut catalán en marcha cuando llegamos al Gobierno, así como a una nueva tentativa, tristemente frustrada, de acabar con el problema terrorista.

A pesar de todos los problemas causados por la incomprensión sobre la gestión del asunto catalán y la imposibilidad de llegar a un acuerdo con el PP sobre el mismo, los ciudadanos refrendaron en 2008 la acción del Gobierno con una mayoría más amplia. Pero ahí se sentaron ya las bases de los problemas posteriores: una polarización creciente de los problemas en torno a un esquema conflictivo PP-PSOE estimulado desde la derecha mediática, la concentración excesiva del poder socialista en muy pocas manos y la utilización pasiva de un modelo económico enfermo, pero que sirvió para justificar superávits presupuestarios, avances en renta per cápita y reducciones históricas de la tasa de paro.

El poder político empieza a ser entendido y practicado entonces, desde el Gobierno, como un juego de sombras chinescas donde la apariencia predomina sobre la realidad, la emoción sobre la razón, el símbolo sobre la pedagogía y la sorpresa permanente sobre el proyecto conocido y trabajado. Así, cuando estalla la mayor crisis económica sistémica de la historia reciente, en lugar de aprovecharla para depurar los elementos tóxicos de nuestro sistema económico a favor de una regeneración productivista, emprendedora, innovadora, ética y medioambientalmente sostenible, nos enrocamos en posiciones absurdas, alejadas de la percepción mayoritaria de la sociedad, convencidos, en el fondo, de que no requería mayores esfuerzos que dejar pasar el tiempo aparentando que se hacían cosas, como la aprobación de medidas y más medidas o negociando los Pactos de Zurbano, de los que nos costaría recordar alguna propuesta.

El problema no ha sido la crisis mundial, sino la gestión de esa crisis, en la que el Gobierno ha pasado por tres etapas: negarla, intentar espantarla con medidas periféricas y, por último, asumir un plan de ajuste impuesto desde fuera, que repartía los sacrificios de manera desigual e injusta entre la sociedad española.

Y todo ello desde la lejanía y la soledad de quien ha pedido reiteradamente que se le dejara solo ante el peligro y, al final, lo ha conseguido. La crisis económica ha sido una oportunidad perdida para haber intentado una labor de pedagogía política, empezando por la necesidad de llegar a acuerdos con el principal partido de la oposición y con las instituciones gobernadas por él, como las comunidades autónomas. Ignoro cómo hubiera reaccionado el PP, pero creo que no intentarlo en serio, por considerar que la crisis era una cosa pasajera a abordar desde la confrontación partidista, ha sido la principal equivocación del presidente Zapatero. Y, además, no ha evitado el alejamiento de una cierta izquierda que no ha entendido medidas como la supresión del impuesto de patrimonio el mismo año que se congelaban las pensiones.

El empeño de reducir la política democrática a un ejercicio de confrontación partidista, más que ideológica, está detrás de buena parte de los problemas actuales. Obliga a primar al partido sobre los ciudadanos, con lo que desaparece una idea de la política como servicio público y se pierden de vista los intereses generales que deben anteponerse a los intereses de parte.

El propio presidente Zapatero ha reconocido haber cometido dos errores: tardar en reconocer la crisis y no estar preparado para una legislatura protagonizada por una recesión tan profunda. Yo añadiría alguno más: haber olvidado que la política democrática, a diferencia de la aristocrática, tiene que ser algo útil y participativo, es decir, algo que debe resolver problemas de los ciudadanos y con los ciudadanos. Si la acción política partidista no está dirigida a resolver problemas sociales, acaba siendo percibida como algo ajeno, que solo interesa a los miembros de una casta política endogámica.

No estuve de acuerdo con que el presidente Zapatero renunciara a presentarse como candidato por tercera vez y que lo anunciara con antelación. Pero el actual embrollo en que nos encontramos los socialistas y el país solo puede empezar a resolverse si hacemos dos cosas simultáneamente: efectuar una catarsis renovadora en el PSOE, en forma de primarias, y encontrar una alternativa a la actual manera de hacer política y a su contenido.

El único objetivo de la misma debería de ser recuperar la confianza mayoritaria de los españoles y no solo buscar la mejor manera de asegurar los puestos de la cúpula partidista. Sin este esfuerzo, las cosas no mejorarán para el socialismo y los españoles verán reducida la posibilidad de tener, en la negociación de soluciones, opciones distintas a las conservadoras, o las buscarán en otro sitio.

Por otra parte, el presidente debe aprovechar que ya no es candidato de partido, para convocar al nuevo líder socialista y al líder de la oposición en torno a un Programa de Recuperación Económica y Regeneración Democrática, que incluya aquellas reformas que se están pidiendo desde distintos ámbitos de la vida española.

Reformas que exigen medidas profundas que ponen en guardia diferentes intereses afectados. Por ello, como en otros momentos de nuestra historia, deben abordarse desde la pedagogía, el acuerdo y la fuerza hegemónica de los partidarios del cambio, frente a los resistentes al mismo.

En estos casos, pensar que hay dos y solo dos soluciones excluyentes y que se corresponden con uno u otro partido, es una simplificación paralizante, como pronto tendrá ocasión de comprobar el PP, hoy triunfante ganador de las recientes elecciones.

Por Jordi Sevilla, economista y exministro de Administraciones Públicas.

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