En Israel, sin paz no habrá democracia

Las elecciones en Israel han dibujado un panorama desolador. El primer ministro Benjamín Netanyahu se ha asegurado su quinto mandato (el cuarto consecutivo) y se encamina a superar a David Ben Gurión, el fundador del Estado de Israel hace 71 años, como el líder más longevo en la historia del país. No obstante, en Israel se pone de manifiesto que “el pasado es un país extranjero”, como enunció el novelista L. P. Hartley. Y es que el Israel de Netanyahu no sería demasiado reconocible para Ben Gurión, que siempre trató de compatibilizar el carácter judío y democrático del Estado.

Mientras que en los últimos tiempos Israel ha reforzado su carácter judío, no puede decirse lo mismo de su maltrecha democracia, que la reelección de Netanyahu ha dejado en respiración asistida. Netanyahu anunció en vísperas de las elecciones su intención de anexionarse los asentamientos judíos ilegales en Cisjordania, y algunos de sus aliados sueñan incluso con situar a toda Cisjordania bajo el control absoluto de Israel. La solución de los dos Estados se está perdiendo en la distancia y, en ausencia de esta, las tendencias demográficas harán que Israel solo pueda preservar el dominio judío a través de seguir erosionando la democracia. De hecho, en estos comicios se han denunciado intentos de intimidación por parte del partido de Netanyahu en comunidades árabes, donde la abstención ha sido muy elevada.

Resulta ingenuo pensar que, una vez reelegido, Netanyahu va a moderar sus pretensiones. Para empezar, las políticas de Netanyahu ilustran lo que se entiende en relaciones internacionales por el “dilema de seguridad”, que establece que los esfuerzos de los Estados por maximizar su seguridad suelen terminar produciendo el resultado opuesto. Si Israel decide anexionarse más territorios, lo que logrará no será afianzarse en la región, sino tensar la cuerda de forma innecesaria y peligrosa. Por desgracia, el discurso expansionista está calando hondo en sectores cada vez más amplios de la población israelí, que participan en una espiral perniciosa alimentada también por las facciones palestinas interesadas en una perpetuación del conflicto.

Otro elemento a tener en cuenta son los múltiples casos de corrupción en los que se ha visto envuelto Netanyahu, que ha planteado las elecciones como una especie de referéndum para obtener la absolución popular. Aunque es de prever que el primer ministro sea procesado por el fiscal general, la ley le permitiría seguir gobernando. De todos modos, Netanyahu podría no contentarse con eso: la posibilidad de aprobar una ley que le garantizaría inmunidad está abierta, dada la connivencia de algunos de sus aliados, que parecen dispuestos a rescatarle a cambio de saciar sus ambiciones territoriales. En definitiva, las dos vías por las que hace agua la democracia israelí —la territorial y la político-institucional— están estrechamente conectadas. Sin paz con los palestinos, no habrá democracia.

Visto que Netanyahu carece de incentivos domésticos para arriar las velas, sería deseable que al menos el contexto internacional premiase la circunspección. Pero la realidad es que Netanyahu se siente sumamente cómodo en un escenario global plagado de “hombres fuertes” o, mejor dicho, de hombres obcecados en esconder sus debilidades a toda costa. Ya sea adoptando una actitud de camaradería o de mutua oposición, todos ellos interpretan siempre una misma melodía, a un mismo tempo. Atraído por los cantos de sirena del “iliberalismo”, Netanyahu ha llegado incluso a confraternizar con el primer ministro húngaro Viktor Orbán, cuyo partido ha agitado el fantasma del antisemitismo.

Pero ningún aliado, ni doméstico ni internacional, es tan valioso para Netanyahu como Donald Trump. Por si no se hubiese prodigado lo suficiente en gestos favorables al Gobierno israelí, Trump se entregó por completo a la causa de Netanyahu durante la campaña electoral. Primero reconoció la soberanía israelí sobre los Altos del Golán, y poco después designó a la Guardia Revolucionaria iraní como organización terrorista, algo que Estados Unidos nunca había hecho con el brazo armado de un país. Netanyahu recogió el primer obsequio en la Casa Blanca ataviado con una corbata roja a juego con la de Trump, y tampoco perdió ocasión de vanagloriarse por haber orquestado el enésimo desplante a Irán.

La decisión de Trump sobre los Altos del Golán puede erigirse en un precedente particularmente nocivo. Este territorio perteneciente a Siria fue ocupado por Israel en la guerra de 1967 y subsecuentemente anexionado en 1981, en contra de sendas resoluciones unánimes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Por supuesto, dichas resoluciones no hubiesen podido aprobarse de haber ejercido Estados Unidos su derecho a veto, como ha hecho en 44 ocasiones a lo largo de su historia para frenar condenas a Israel. Al legitimar esta adquisición forzosa de territorio, saltándose con ello una de las pocas líneas rojas que mantenía Estados Unidos con respecto a Israel, Trump no solo ha contentado a Netanyahu: también pueden darse por satisfechos todos aquellos “hombres fuertes” que pretenden devolvernos a un mundo anárquico, en el que solo importen las consideraciones geopolíticas.

Si no estaba claro ya, de los últimos movimientos de Trump se desprende asimismo que el plan de paz trazado por su Administración, bajo la batuta de su yerno Jared Kushner, ha muerto antes de nacer. Estados Unidos ha hecho avances notables en su afán por unir a Israel y algunos países árabes —principalmente, Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos— en contra de Irán, pero ningún plan de paz podrá germinar mientras los palestinos sigan encontrándose absolutamente ninguneados. La sensación es que la Administración de Trump percibiría este fracaso como un inconveniente menor, dado que los halcones antiiraníes han capturado la agenda estadounidense en Oriente Próximo, relegando la paz entre israelíes y palestinos a un plano muy secundario.

Tras muchas décadas de sinsabores, tanto israelíes como palestinos —sobre todo estos últimos— sufren un desgaste psicológico y económico mayúsculo, que se hace notar también en la comunidad internacional. Lo más sencillo sería dejarse llevar por el pesimismo y la apatía, meter la solución de los dos Estados en un cajón, y tirar la llave. Pero, como dijo mi querido amigo Amos Oz poco antes de fallecer, tal vez haya nacido ya en Israel la persona que hará honor a la siguiente frase del presidente estadounidense Harry Truman: “El liderazgo es la capacidad de lograr que los hombres hagan lo que no quieren hacer, y que les guste hacerlo”. Cuando llegue ese momento, esperemos que todos cuantos anhelamos un Estado israelí y un Estado palestino conviviendo en paz no hayamos perdido el rumbo, y estemos preparados para aprovecharlo.

Javier Solana es distinguished fellow en la Brookings Institution y presidente de ESADEgeo, el Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE.

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