En la Argentina no todo va mal

El 30 de agosto de 2018, se organizó en Buenos Aires una protesta contra los recortes presupuestarios a la universidad pública en Argentina. Credit Damián Dopacio/Agence France-Presse — Getty Images
El 30 de agosto de 2018, se organizó en Buenos Aires una protesta contra los recortes presupuestarios a la universidad pública en Argentina. Credit Damián Dopacio/Agence France-Presse — Getty Images

Argentina, el país con más psicólogos per cápita del mundo, oscila cíclicamente entre la euforia y la depresión. Después de una década de optimismo a la altura del precio de la soja, la autoestima nacional se encuentra de nuevo por el piso, golpeada por la fractura moral que revelan los escándalos de corrupción y una crisis económica a la que Mauricio Macri no logra encontrarle una solución.

No es casual que en estos días desdichados vuelvan a aparecer las visiones que interpretan la historia argentina como un largo proceso de declive, que podría haber comenzando en 1945 —con el primer populismo— o en 1976 —con el giro neoliberal de la dictadura—.

Esta perspectiva decadentista, sin embargo, podría ponerse en duda. Es cierto, por supuesto, que Argentina lleva años tratando de resolver algunos problemas estructurales y que en materia económica ha tenido una trayectoria decepcionante. También es cierto que en las últimas décadas el país creció mucho menos que sus vecinos y ha fracasado en consensuar un modelo de desarrollo más o menos sostenido. Pero no es verdad que todo haya ido siempre mal: la Argentina ha consolidado algunos logros sociales que es indispensable reconocer y proteger.

Una de esas victorias es el sistema educativo público, uno de los equilibradores sociales más efectivos en la historia nacional. Pero ahora, en medio de una nueva crisis financiera y bajo un gobierno paralizado por la visión derrotista, esa conquista podría estar en riesgo.

El gobierno de Macri, presionado por la necesidad de disminuir el déficit fiscal, ha apuntado, entre otros sectores, a la educación pública: en menos de tres años de gestión eliminó la paritaria nacional docente —que establecía un piso para el salario de los maestros—, desplegó una estrategia de confrontación con los sindicatos que los agrupan y recortó el presupuesto a las universidades nacionales, que no empezaron las clases tras el receso de invierno.

Aplicar recortes a la educación, sin embargo, es una estrategia que podría resultar más costosa a largo plazo: el sistema educativo ha sido uno de los mecanismos de inclusión social más importantes de la Argentina.

Aunque Macri construyó buena parte de sus éxitos electorales a partir de su crítica al populismo peronista —al que acusaba de privilegiar el presente sin contemplar los problemas estructurales—, las urgencias financieras lo han llevado a poner en peligro justamente aquellas áreas que pueden funcionar como palancas de desarrollo. Además de la educación, han caído bajo la motosierra implacable del ajuste el presupuesto de Télam —la agencia de noticias más importante de la Argentina— y la inversión a ciencia y tecnología y a ciertas ramas estratégicas que requieren asistencia estatal, como la energía nuclear.

Pese a los reveses históricos y actuales, la Argentina sigue siendo uno de los países menos desiguales de América Latina, tiene una amplia clase media, una sociedad civil vibrante y un Estado que no ha sido penetrado por las redes del narcotráfico. La recuperación de la democracia en 1983 desterró la violencia política y permitió construir buenas relaciones con los países vecinos.

Estos atributos, ausentes en buena parte de la región, no alcanzan para abolir, en el imaginario popular argentino, la convicción de que la historia nacional es un plano inclinado hacia la catástrofe.

Esta percepción quizás se explique por un recuerdo: entre fines del siglo XIX y comienzos del XX Argentina experimentó un boom de crecimiento, incorporó sin mayores problemas a cuatro millones de inmigrantes y construyó algunas instituciones de avanzada para la época. Aunque fueron solo un par de décadas y pese a que el despegue no fue resultado de un impulso sostenido de desarrollo, siguen funcionando como el espejo en el que los argentinos prefieren mirarse.

El problema de la visión catastrofista, y a la vez nostálgica de un pasado imposible, es que impide apreciar el logro innegable de la educación pública argentina. Y acaso por lo mismo complica las perspectivas de mejorarla y cuidarla.

Un siglo y medio atrás, Argentina fundó un sistema educativo amplio y gratuito, que multiplicó las escuelas y las bibliotecas. A este impulso a la educación inicial se sumó después la reforma universitaria de 1918, que democratizó los claustros, le dio un carácter científico a los planes de estudio y abrió las universidades a las nuevas clases medias. En la década de los cuarenta, el gobierno de Juan Perón decretó la gratuidad total de las universidades públicas y creó las escuelas técnicas, con el doble objetivo de incluir a los sectores populares y proveer a una industria nacional en expansión de los especialistas necesarios para su funcionamiento.

Estos avances no fueron exclusivos de la Argentina, pero se produjeron muy tempranamente y hoy son reconocidos como un modelo para el resto de América Latina. Además, asumieron una característica distintiva: el sistema educativo argentino es inclusivo. Así, aunque las mediciones revelan que la escuelas argentinas arrastran problemas de calidad similares a los de otros países latinoamericanos, los niveles de cobertura marcan una diferencia: la educación inicial es prácticamente universal (99,4 por ciento) y la secundaria es la más alta de la región (86,6 por ciento).

Las universidades públicas son gratuitas y de ingreso irrestricto, sin examen de admisión, y además se han multiplicado: desde comienzos de la década de los noventa se crearon veintiocho nuevas universidades nacionales y se duplicó así el número que existía hasta el momento, la mayoría de ellas en provincias alejadas de Buenos Aires y en las zonas más pobres de los suburbios. Esto permitió que una generación de jóvenes de los sectores populares accediera por primera vez a la educación superior y compartiera clases y profesores con estudiantes de clase media, a la vez que fortaleció una figura ausente en otras realidades educativas pero muy común en Argentina: la del estudiante-trabajador (la mitad de los estudiantes universitarios argentinos trabaja o busca trabajo y el 20 por ciento es jefe de hogar).

Por eso no es cierto que la historia argentina esté marcada por una decadencia absoluta. Pese a todo, ciertas instituciones sobreviven virtuosamente a los ciclos económicos de ilusión y desencanto. La reciente movilización de los estudiantes universitarios, la alta adhesión a las huelgas de los sindicatos docentes y el lugar centralísimo que sigue ocupando la educación en el imaginario social confirman que se trata de un asunto vital para la política argentina y que trasciende la voluntad de la persona que esté en la presidencia.

En un momento en el que la sociedad argentina parece deslizarse nuevamente hacia la melancolía de una tarde de lluvia y tango, la educación pública aparece como un activo social importante: blindarla presupuestariamente, trabajar con los sindicatos para mejorar su calidad y volcar más recursos en las escuelas y universidades de los sectores populares deberían ser los ejes de la política de Macri. Proteger una de las pocas instituciones que siguen generando consenso es necesario en medio del desencanto.

José Natanson es director de Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur.

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