En la cartera de un alemán

La economía crea tanta incertidumbre como la enfermedad. A lo mejor por eso nos han dado tantas veces a elegir entre morir de enfermedad o de hambre desde que empezó esta crisis. Ya saben, esta tramposa línea que algunos dibujan entre la salud y el mercado. Sin embargo, hay un hecho que suaviza mis temores en medio de la incertidumbre y es reconocer la suerte de ser europea en el ojo de este huracán. Más concretamente, de ser europea en el mejor momento de Europa. Porque este enemigo externo, común y que no se identifica con ninguna ideología es lo mejor que le ha pasado a la Unión desde que se fundó. La covid-19 ha expulsado las preguntas tramposas de la Unión y ha obligado a apostar por su propia dignidad. Ya era hora.

Hace unos veinte años intentaron explicarme el sueño europeo en la facultad distintos profesores a quienes nunca entendí del todo. Uno de los más emocionados era Patxi Aldecoa, que se entusiasmaba al imaginarnos como la primera generación que cobraría su primer sueldo en euros. Como así fue. En mi caso algo más de 900 en la pantalla de un cajero automático de Lavapiés. Recuerdo el entusiasmo de la Europa de facultad y también la tristeza de la Europa de mi madre en la cocina, explicándome que un sueldo de 100.000 pesetas (de las de antes) significa algo para muchas familias mientras que 600 euros en mi cuenta de estudiante no llegaban ni para cubrir mis gastos en Madrid. Entonces yo era muy bruta, incluso más que ahora. Y el sueño europeo me parecía lo mismo que elegir entre hambre y enfermedad, un timo.

Sin embargo, tenía claro que los euroescépticos no formaban parte de la solución. Eran como los negacionistas climáticos de hoy, gentuza. Así que me especialicé en Relaciones Internacionales. Fue cuando aterricé en el Instituto Universitario Ortega y Gasset, donde Josep Borrell explicaba cosas como la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), el germen de la Unión Europea actual y un símbolo antibelicista. Porque el carbón y el acero eran las materias primas de la guerra y aquel pacto significaba, dos guerras mundiales después, una gigantesca pipa de la paz. Creo que a mis profesores de entonces, casi todos hombres, les encantaban las imágenes de las películas del oeste. Pero yo que era joven y mujer, la paz la daba por supuesta. Así que mi sueño europeo llegaba tan lejos como el Interrail. Elegir entre la paz y la guerra, me parecía otra trampa. Porque al final no era una verdadera elección, sino una forma de tener la sartén por el mango. Me refiero a todas las ayudas, rescates y préstamos que vinieron después. A las vallas delante de todas las obras de España explicando que debíamos cada carretera y cada puente. A aquellos números tan grandes que no podríamos pagar jamás. Éramos todos iguales, pero unos pocos tenían que poner las condiciones y otros debíamos cumplirlas mientras gastábamos los ahorros de nuestros padres en becas Erasmus. Durante muchos años ser europea significó para mí asumir una deuda impagable.

Todavía hay mucha gente convencida de que quien necesita dinero es responsable de su necesidad. Ojalá una nueva generación se entere por fin de que esto no es así

El sueño europeo se fue desinflando hasta caber en cualquier despacho de Bruselas. Entendió la técnica como fin antes que como medio y terminó por ser una Europa de contables. Nada podíamos ya esperar de un proyecto de Unión cuya palabra favorita era préstamo. Sin embargo, cuando todo parecía perdido —porque lo ha parecido demasiadas veces— la covid-19 nos ha dado la oportunidad de aprender lo que no pudimos asimilar después de dos guerras mundiales. Por primera vez, todos estamos amenazados por igual y todos estamos obligados a confiar en los otros. Europa se ha quedado sin excusas ni trampas. Y lo que es mejor, se ha quedado sin Inglaterra. La covid-19 ha hecho comprender a los líderes europeos que para salir de esta necesitamos lo que siempre ha guiado a Europa: un salto de fe. Por eso es tan importante que la pandemia haya llegado después del Brexit. Porque en este proyecto, Inglaterra siempre fue siempre el anticristo de la fe y la cheerleader del progreso. Y así, hoy ya lo sabemos, no se va a ninguna parte.

La pandemia ha traído un desastre económico sin precedentes pero también un plan de recuperación aprobado por la Comisión inaudito: 750.000 millones de euros sin condiciones. La mayor parte del plan serán ayudas a fondo perdido. O, lo que es lo mismo, serán ayudas de verdad. “Las medidas más audaces siempre son las mejores para Europa”, explicó Von der Leyen en el Parlamento Europeo. Justo cuando se nombró este plan como Next Generation, la Unión de la próxima generación.

Todavía hay mucha gente convencida en Europa de que dar dinero a quien lo necesita es una forma de perderlo o una manera de invertirlo, en los casos más solidarios. Todavía hay mucha gente convencida de que quien necesita dinero es responsable de su necesidad. Ojalá una nueva generación se entere por fin de que esto no es así, de que la solidaridad debe llevar el corazón pegado a la cartera. Y de que dar es lo natural de quien tiene, como recibir lo es para quien carece. No hay ningún juicio moral aquí, esto es lo importante. Tener la necesidad de recibir no implica malgastar ni deber, ni ser una persona o un país bajo sospecha. La Europa que viene deberá llevar la ética cosida a cada hoja excel. Ya sabemos que no existe otra manera más eficaz de estar en el mundo, porque no existe. Por mucho que Donald Trump se empeñe en hacer el ridículo comprando todo el remdesivir del mundo. La covid-19 lo ha dejado claro. Pero, en realidad, lo sabíamos de antes. Por primera vez, ahora sí, en la cartera de un alemán viajan los mismos euros que en la mía. Y la responsabilidad de ese dinero es ahora compartida. Por fin soy la Europa de la nueva generación. Voy a recibir cada euro con la determinación de estar un día en disposición de ayudar a quien lo necesite, que es el único requisito para merecerlo. Que no tengan miedo los más precavidos. Si hay algo que nunca se pierde en el camino es una oportunidad.

Nuria Labari es periodista y escritora.

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