En la filosofía del degüello

Durante más de un año ha habido informes horripilantes sobre horribles asesinatos en masa cometidos por el Estado Islámico y otras organizaciones yihadistas en Siria e Iraq, pero más recientemente también en otros países como Nigeria y Libia.

No ha habido dudas sobre su autenticidad porque no vinieron de enemigos de estos grupos sino que los divulgaron sus autores. Se publicaron en sus diarios y en los vídeos que produjeron, otros llegaron a través de fotografía por satélite o se basaron en informes desde los territorios que habían estado en manos del EI y fueron reconquistados por las fuerzas gubernamentales. Mostraban fosas comunes, rehenes cuyas gargantas eran cortadas o que eran crucificados o arrojados desde tejados o incluso quemados vivos en jaulas. Algunas de las víctimas eran bebés o niños pequeños, muchos eran mujeres, casi todos civiles. Los autores eran milicianos del EI, pero algunos hablaban con acento de Londres o americano, algunos asesinos eran niños entrenados como ejecutores.

Ha habido mucha discusión sobre las razones de este cambio estratégico. ¿Fueron motivos quizás principalmente religiosos? ¿O se producen debido a que otras formas de operaciones terroristas y guerrilleras no habían tenido mucho éxito en el mundo musulmán en los últimos años? Sin embargo, también se ha argumentado que las razones quizá no sean religiosas porque no hay nada en el islam que justifique tales acciones.

Pero tales negaciones radicales de motivación religiosa no son convincentes porque hay muchas pruebas de lo contrario. Por otro lado, el factor religioso posiblemente no podría ser tenido en cuenta por el hecho de que los civiles de repente hubieran sido blanco de ataques, como tampoco es cierto que los nuevos militantes yihadistas sean más piadosos, más observantes de la religión que sus correligionarios. ¿Es realmente cierto que este cambio de estrategia no tiene precedentes, nunca había ocurrido antes? Los familiarizados con la historia del terrorismo recordarán un caso famoso, un revolucionario alemán que a mediados del siglo XIX emigró a América. Su nombre era Karl Heinzen. Olvidado durante años, ha suscitado recientemente mucho interés. Heinzen, nativo de Renania, fue famoso en su tiempo como autor del libro El asesinato y la libertad. Proclamó la teoría de que mientras que el asesinato era siempre aborrecible, era necesario porque por alguna razón insondable la tierra siempre necesita absorber una cantidad de sangre. También argumentó que un homeopático derramamiento de sangre –por ejemplo la muerte de unos cuantos líderes enemigos– era inútil, aunque en la siguiente revolución hubiera que “liquidar” a millones de personas. En ocasiones habló de la necesidad de aniquilar a medio continente. En su día fue el más ferviente defensor del uso de armas de destrucción masiva contra civiles. En otra ocasión escribió que a menos que “nosotros usemos todos los medios para destruir a nuestros enemigos, todos nosotros moriremos”.

Pero desde que la efectividad de esas armas se demostró limitada en su día, los revolucionarios deberían invertir mucha energía en su desarrollo, no sólo las balas deberían contener veneno sino también el suministro de agua de las grandes ciudades. Los escenarios esbozados por Heinzen eran tenazas de sangre, y uno habría esperado que por lo menos hubiera sido detenido. Pero no, no terminó en la horca ni acabó como un dictador poderoso. Tenía un grupo de seguidores pero ni las autoridades ni sus compañeros se lo tomaban muy en serio. Marx le calificó de idiota, Engels escribió dos largos artículos burlándose de él en un periódico de Bruselas. Heinzen, el más radical de los revolucionarios, se convirtió en una figura en Estados Unidos, cuando cumplió setenta años casi hubo fiesta nacional. Se convirtió en el amigo de muchos políticos americanos del momento, devino un luchador incondicional de todo tipo de buenas causas como la emancipación política de las mujeres, incluyendo su derecho al voto y el abolicionismo, la prohibición de la esclavitud de los negros. Se convirtió en poeta y en escritor de comedias; su esposa que tenía una tienda podría financiar las actividades políticas y poéticas del marido.

Pasó el último año de su vida en Boston y hace algún tiempo visité su tumba en esa ciudad. En la imponente estatua de Heinzen hay dos inscripciones. Una, en alemán, dice que “la libertad inspiró su espíritu y la libertad envolvió su corazón”. La otra, en inglés, reza: “La obra de su vida fue el desarrollo de la humanidad”. Llegados a este punto, la diferencia entre el filósofo asesino de masas del siglo XIX y los actuales defensores de cortar gargantas resulta clara. No era que Heinzen no se tomara en serio sus propios puntos de vista. Sino que él y sus más cercanos seguidores pensaban que la sola posibilidad de que tales puntos de vista extremos llegaran a ser una realidad sería suficiente para actuar como un elemento de disuasión y para inducir a sus enemigos a cambiar de opinión.

Pero los degolladores de nuestros días no comparten tal optimismo, por lo que deben ser tomados más en serio.

Walter Laqueur, consejero del Centro de Estudios Internacionales y Estratégicos de Washington.

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