En la frontera de la ignorancia

La farola frente a la casa de una buena amiga apareció un día envuelta en la bandera independentista. Con el tiempo, los parques, plazas y fachadas de su pueblo, en las afueras de Barcelona, fueron también cubiertas por esteladas. La población se dividió entre los que estaban a favor de esa muestra pública de independentismo y quienes creían que los espacios públicos no deben ser monopolizados por símbolos de una opción política. Y entonces ocurrió: el ambiente cambió, gentes que se conocían desde siempre dejaron de saludarse, amistades empezaron a enfriarse o se rompieron.

El pueblo se partió en dos.

Cuento todo esto porque me temo que, más allá de los resultados de hoy en las elecciones autonómicas, algo se ha fracturado en Cataluña. Costará repararlo. Cuando personas que piensan diferente dejan de hablarse, y en su lugar bajan la mirada al cruzarse en la calle o rehúyen conversaciones de sobremesa, se pierde la capacidad de comprender qué ha llevado al otro a su posición. Y es en esa incomunicación donde crece con más facilidad el resentimiento.

En la frontera de la ignoranciaMi amiga, que pasaría el test de pedigrí catalán del nacionalismo más sectario y ha sido reportera de guerra, lamentaba la ignorancia de quienes manipulan irresponsablemente los sentimientos nacionalistas. ¿Acaso desconocen que una vez plantas la semilla de un conflicto éste crece aunque después dejes de alimentarlo? ¿Que convertir enemigos imaginarios en reales es el primer paso para hacer aceptable lo que antes no lo era? ¿Que la historia está llena de ejemplos de sociedades civilizadas que se dejaron contagiar por el fanatismo y sus líderes iluminados?

Lo sorprendente en el caso catalán no es tanto el fervor independentista -todo el mundo tiene derecho a sentirse lo que le plazca-, sino que ese sentimiento haya sido despertado de manera tan eficaz por una casta política corrupta, inculta y egoísta a la que el futuro de Cataluña le importa bien poco, comparado con el suyo propio. Pero la responsabilidad del momento que vivimos no es sólo de quienes han utilizado la mentira y el dinero de todos para enfrentar a catalanes y españoles, poniendo los recursos públicos al servicio de la propagación de un mensaje que ha ido degenerando hacia la xenofobia, sino a los gobiernos que desde Madrid han respondido con desidia a ese desafío soberanista.

No hablo de los últimos días o meses, porque este viaje no empezó con la llegada de Artur Mas, sino al día siguiente mismo de lograrse el pacto constitucional que dio a Cataluña competencias que serían la envidia de cualquier movimiento de secesión. Hemos llegado hasta aquí después de décadas en las que los nacionalistas han utilizado escuelas, instituciones y medios de comunicación para adoctrinar a la población, marginar metódicamente a quienes se atrevían a disentir y burlar a un Estado que ha sido incapaz de garantizar derechos tan básicos para una parte de sus ciudadanos como estudiar en castellano si así lo desean.

Y, ¿qué han hecho los partidos nacionales mientras todo esto sucedía? Pactar con los promotores de esa agenda, cuando necesitaban sus votos. Legitimar su victimismo al asumir como natural la deslealtad permanente hacia España. Y ceder, una y otra vez, en la creencia de que llegaría el día en que el nacionalismo quedaría satisfecho. La ingenuidad no puede ser un atenuante en este caso: la historia, si alguien se hubiera molestado en leerla, debería haber bastado para despejar sus ilusiones.

Así que es sólo ahora, ante el desafío final, cuando nos han entrado a todos las prisas, primas hermanas de la improvisación. Empresarios que durante años han permanecido callados ante el rodillo nacionalista hablan al fin de las consecuencias de la independencia, ciudadanos que vivían con pasividad el monopolio del discurso público crean organizaciones cívicas para expresarse con libertad y los partidos nacionales hacen el esfuerzo por articular, aunque sea tarde y mal, un discurso sobre la importancia de lo mucho que une a catalanes y españoles, frente a quienes quieren levantar una frontera de ignorancia entre nosotros. Esperemos que no sea demasiado tarde.

David Jiménez, director de El Mundo.

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