En la frontera

La etimología nos ayuda a desvelar lo que permanece oculto por la costumbre o por la simple sedimentación de los siglos. Los monjes medievales y los intérpretes de la Torá lo intuyeron cuando rastreaban en la música secreta de las palabras la auténtica dignidad del lenguaje. Más tarde, ya al final del romanticismo, el alemán Friedrich Nietzsche supo verlo también en sus estudios filosóficos. Y un ejemplo más reciente lo encontramos en la obra de Pascal Quignard, el prestigioso escritor francés. Quignard, quien el pasado viernes recibió el premio Formentor, ha sustentado sus mejores libros –'El sexo y el espanto', 'Las sombras errantes', 'El odio a la música'…– con la inagotable arqueología del idioma. Así, en su reciente ensayo 'L'homme aux trois lettres', se detiene en la palabra latina 'reliquiae', que los antiguos romanos usaban para designar los excrementos. Las 'reliquias' eran, por tanto, los detritus humanos en su sentido más amplio: un mechón de pelo, unas gotas de sangre coaguladas en un tejido o en una roca, un diente ennegrecido por la caries, el recorte de una uña o un dedo amputado. Poco después, el cristianismo, siempre atento «a la piedra que desecharon los arquitectos» –como se lee en los Salmos– ennobleció lo que en apariencia resulta pobre o indigno. Igualmente la etimología nos recuerda que nada puede ni debe ser olvidado, puesto que somos hijos de una memoria que se asoma al misterio y al infinito.

En la frontera
NIETO

Cojamos otra palabra, el nombre de una nación con connotaciones heroicas hoy debido a la guerra: Ucrania, en cuya raíz encontramos la noción de frontera, de límite. Una tierra disputada, entonces; un país o territorio situado al borde de muchos mundos y en cuyo interior se esconde asimismo una diversidad de mundos y culturas: la Kiev de los varegos y la Lviv (Leópolis) polaca; la Brody judía de Joseph Roth (Ucrania, recordémoslo, era «el centro del judaísmo europeo antes de la guerra», en palabras del historiador Karl Schlögel) y el hermoso sueño francés de Odesa la bella, donde nació Anna Ajmátova, la gran poetisa. Para Schlögel, en su riguroso ensayo sobre esta nación publicado en Acantilado, «Ucrania es, como su propio nombre indica, el país fronterizo por excelencia, pero no sólo en el sentido de una frontera con la estepa, sino el territorio a través del cual pasan varias fronteras. A Ucrania pertenece –dicho a modo de resumen– el territorio central en torno a Kiev, a ambos lados del Dniéper, el Hetmanato. De Ucrania forma parte la Ucrania oriental con el Dombás. A Ucrania pertenece igualmente el sur, que tras la liquidación del Kanato de Crimea fue ocupado y explorado como la Nueva Rusia, y también Crimea. De Ucrania forman parte asimismo al oeste –integrado durante mucho tiempo a la dinastía de los Habsburgo (Galitzia, la Bucovina)– y la Ucrania de los Cárpatos, con su impronta húngara». Y concluye el autor alemán, tras recorrer la diversidad lingüística y religiosa (ortodoxa, católica y judía) del país, que Ucrania «es un verdadero laboratorio de paisajes fronterizos o que constituye una Europa en miniatura». Es decir, un espacio con identidades múltiples, delimitado por fronteras borrosas, hechas y rehechas mil veces a lo largo de los siglos, geografías de la memoria abocadas de nuevo al misterio y al infinito.

Conviene detenerse en este punto. El filósofo lituano Emmanuel Lévinas afirmó en una ocasión que «sólo la idea de infinito hace posible el realismo». Es una frase que me ha perseguido durante mucho tiempo, a la vez que se me escapaba su sentido. Sólo desde la noción de frontera adquiere su pleno significado, el más obvio: que la realidad no se agota en sí misma; que no somos sólo lo que marcan las etiquetas intercambiables de la identidad, ni lo que nuestros pensamientos nos dicen que somos, ni el frío algoritmo de la inteligencia artificial con su sucesión ininterrumpida de datos. No, somos seres creados en los confines y, por tanto, habitados por el misterio e impelidos a sondearlo, a ir siempre más allá; como Ulises, que anhelaba retornar a su hogar pero al que los hados –y la diosa– condenaron a vagar durante largo tiempo por el Mediterráneo.

«Háblame, Musa, del hombre de muchos caminos que durante tanto tiempo anduvo errante tras el saqueo de la sagrada ciudad de Troya», así empieza la Odisea. El autor italiano Pietro Citati ha querido ver en estos primeros versos el destino histórico y cultural de Occidente. ¿Es viable una Europa idéntica a sí misma, ajena a ese misterio de la frontera que es la alteridad? En otro pasaje muy conocido, el del canto de las sirenas, Homero nos ofrece la respuesta. Enfrentado a su destino, Ulises decide atarse al mástil para escuchar aquel canto enloquecedor que aboca a la muerte, pero que el astuto héroe griego sabe eludir amarrándose a la vida. Con gran acierto, el filósofo iraní Navid Kermani, en su recopilación de ensayos titulada 'Between Quran and Kafka: West-Eastern Affinities', ha señalado que, detrás del nihilismo de nuestra época, se oculta precisamente el espeso silencio de las sirenas, la ausencia –por así decirlo– de grandes relatos, de esa ambigüedad única de la palabra hecha literatura y, por tanto, de la palabra convertida en misterio e infinito.

El pasado, el presente y el futuro de Ucrania nos recuerdan la naturaleza última de la humanidad, nuestra condición fronteriza. Cabe dejarse tentar por la idea de que se trata de un conflicto entre dos nacionalismos, pero no es exactamente así. En el fondo se halla la memoria de un lugar que es muchos lugares, de un territorio atravesado por los meandros de la historia. Refiriéndose a Kyiv (Kiev), el poeta Osip Mandelstam escribió: «La ciudad tiene un alma grande y resistente. De un profundo y triple aliento está impregnada esta ciudad ucraniana, judía y rusa». En esa topografía cultural nos encontramos todos. Todos los europeos, quiero decir. Porque nuestro destino no puede ser otro que la defensa y el reconocimiento de esta riqueza que nos constituye.

Daniel Capó es escritor.

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