En la muerte de Sabino Fernández Campo

Escribir frente a la muerte de alguien querido es siempre un ejercicio doloroso y frustrante. Cómo sintetizar en unas líneas las vivencias de una relación y la riqueza individual de la persona ida, cómo marcar esa pervivencia del recuerdo de alguien insustituible, siempre resulta difícil e incompleto. Todavía más difícil cuando se trata de alguien con la personalidad de Sabino y con el peso específico que sin duda tendrá en la historia de la España democrática. Entre los muchos homenajes que va a recibir su figura en estos días en la prensa escrita, quisiera sumar estas líneas mías con el profundo cariño, admiración y agradecimiento que siempre he sentido por él, y con la pena y el sentimiento por su ausencia definitiva.

Conocí personalmente a Sabino en la primavera de 1984, ya en la primera entrevista a la que se me llamó para hablar de los posibles estudios universitarios de la Infanta doña Cristina. Desde el primer momento, la inteligencia y serenidad y humor soterrado de Sabino, además de su exquisito y sincero trato con todos y cada uno de los allí presentes, conquistaron mi afecto y la seguridad de contar con alguien dotado de generosidad, capacidad de análisis de la realidad y todo ello sin ninguna afectación. El trato bastante continuado en aquellos años no hizo más que confirmar y profundizar mis primeras impresiones. Sabino siempre contestaba todas las llamadas, ponía sentido común y distancia objetiva ante cualquier situación que pudiera crear algún problema. Hablaba siempre con claridad, daba importancia a las cosas, al tiempo que desdramatizaba cualquier exageración que pudiera crear efectos no queridos. Yo le ví acertar siempre, en sus juicios y análisis y en sus decisiones responsables para lo que consideraba era lo mejor para las personas de la alta institución a la que servía con tanta lealtad y amor profundo. La experiencia personal con él fue, para mí, de una enseñanza ejemplar, que él por supuesto ni pretendía y que seguramente -si leyera estas líneas- consideraría con algo de su humor asturiano como simple producto del cariño y amistad. Pero así era. Sabino era además una persona buena, capaz de alegrarse con las cosas buenas de los demás. Ésta no es una cualidad que se prodigue. Disfrutaba con las buenas noticias que te podía dar; él me anunció alegre que me preparara -curso 1990/91- para las clases de Historia y Ciencias Sociales con el Príncipe. Una larga experiencia inolvidable.

Inolvidables fueron también aquellos almuerzos o cenas tempraneras con él y Mª Teresa, en alguno de los restaurantes cercanos a la plaza de Colón, muchas veces en sábado, en donde los tres charlábamos de Historia y de la actualidad, de la serie televisiva que dirigía Mª Teresa y de las muchas cosas que nos unían. Seguimos encontrándonos todos estos años en diversas instituciones académicas y culturales, así como en cenas de amigos comunes, donde siempre era un placer gozar de la conversación divertida y aguda de Sabino y de su entrañable amistad.

Desde aquí quisiera enviar a Mª Teresa y a toda la familia de Sabino mi sentimiento de pesar por el hueco tan tremendo que deja su ausencia, porque su vitalidad y curiosidad -que le mantenía tan joven- no seguirá azuzándonos a todos, porque le echaremos en falta una y otra vez, aunque siempre pervivirá en el recuerdo de todos los que le conocimos y de los ciudadanos españoles. Era una de las personas que ayudan a vivir, y con su muerte morimos todos un poco y quizá se cierra una página de la historia de España que él tan bien conocía. Pero, como esperaba Horacio de sus propias obras, nunca morirá del todo mientras le recordamos y mientras sus obras quedan en la historia de estos 30 años de Monarquía Parlamentaria y Democracia. Uno de los mejores de toda nuestra historia, a la que él contribuyó generosamente.

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Sabino, a solas. Por Adolfo Suárez Illana, abogado e hijo del ex presidente del Gobierno Adolfo Suárez (EL MUNDO, 27/10/09):

Como ya es bien sabido, sólo acepto asumir la representación de mi padre cuando el acto o la ocasión vaya dirigida, no a recibir honores, sino a rendir homenaje a quien lo mereció. Con ese criterio en la cabeza, convendrán conmigo en que pocas ocasiones me brindará la vida, mejor que ésta, para cumplir esa tarea.

He tenido la suerte de tratar a Sabino desde muy joven. Conste que utilizo sólo el nombre, sin faltar un ápice al respeto que le debo, porque el mismo, su nombre, a solas, le singulariza muy especialmente y, con ello, se refuerza el reconocimiento que merece. Pero fue mucho más tarde cuando pude descubrir y disfrutar la auténtica dimensión e importancia del personaje y del ser humano que se daban cita en Sabino.

En primer lugar, quiero destacar su inquebrantable fe católica. De ella emanaban la paz y la esperanza que siempre le caracterizaban. Creo que, ante su fallecimiento, es importante tener en cuenta esta referencia. A quienes compartimos esa misma fe y nos sentimos orgullosos, como él, de proclamarlo, nos llena de alegría -aun sintiendo la tristeza de la separación- el saber que, a buen seguro, tenemos en el Cielo un importante valedor del interés común de los españoles.

Y ésa es, precisamente, la otra característica que a mí hoy me gustaría poner de relieve: el servicio a España y los españoles, todos. Es importante, y más en momentos como los que vivimos hoy, volver la vista hacia personajes como Sabino, alguien que hizo siempre gala de su criterio sin buscar otra cosa que el interés común y la lealtad. Una lealtad que, para él, consistía en responder con sinceridad y rectitud a aquello que se le planteaba. No buscaba complacer, podía acertar o errar, se podía o no estar de acuerdo con él, pero él manifestaba siempre aquello que, sinceramente, creía que era lo mejor. Es francamente difícil encontrar personajes así en la vida pública española, lugar plagado de gentes dispuestas a repetir, irresponsablemente, aquello que creen gusta oír. Con Sabino se podría discrepar o no, pero era alguien que siempre enriquecía el debate guiado por su libertad.

Quizá por esa misma razón, hoy -y afortunadamente hace ya bastante tiempo-, concite Sabino el acuerdo unánime a la hora del reconocimiento. Hora es ya de que en España no haga falta compartir ideas, ni estar muerto, para recibir el respeto y homenaje merecidos por los servicios prestados a la comunidad. Creo que es la única forma que tenemos los ciudadanos de pagar a un político. Y creo que es la única forma que tenemos los ciudadanos de allegar a la política lo mejor de nuestra sociedad para servir al interés común.

Vaya desde aquí el homenaje y el respeto de Adolfo Suárez González y de toda la familia Suárez a Sabino y su familia. Vaya desde aquí, también, nuestra oración.

La pervivencia del recuerdo. Por Carmen Iglesias, presidenta de Unidad Editorial y Académica de las RR. AA. Española y de la Historia.