En las ruinas de Detroit

Detroit, la Moto City, la Metrópolis que soñó Fritz Lang, con sus redes de autopistas aéreas y su vida febril, ciudad de la General Motors, Ford, los seductores Cadillac, y la utopía capitalista, es la parábola visionaria distópica de nuestro tiempo: sólo duró medio siglo, a lo sumo. Avanzar por sus ruinas, casas incendiadas, rascacielos vacíos, espacios ignotos como el downtown pleno de hermosos edificios donde dicen que ya llegan los coyotes, es una de las emociones más fuertes con las que puede enfrentarse el viajero contemporáneo. Mileto feneció por el cieno que la anegó, Pompeya bajo la lava, Cartago por la guerra… En todas ellas la ruina puede evocar la nostalgia, la terribilitá urbana, el miedo a la desaparición por alguna suerte de hecatombe. Pero todas fueron ciudades construidas en piedra en tanto pensadas para permanecer. Detroit es el vértigo, es la madera que arde, y no deja rastro de las viviendas, junto a los mojones de que son sus rascacielos, lo único sólido, realizado en “concreto”, es decir en cemento en la acepción mexicana de esta palabra.

El año último, de 2012, un documental con las trazas de la influencia etnográfica —es decir sin voz “autoritaria” que nos explique y nos oriente sobre lo que vemos, como suelen hacer las televisiones al uso— ha triunfado en Estados Unidos: Detropia, se llama. Las autoras, Heidi Ewing y Rachel Grady, se interrogan mediante entrevistas, en las que hablan los protagonistas de una ciudad que llegó a ser la tercera de Estados Unidos, por los efectos de crisis letal de la antaño poderosa industria del automóvil. Desde los años sesenta, primero la competencia europea, y luego a fines del siglo XX, la oriental -japonesa, coreana y china, sucesivamente-, la ha tumbado. Las gentes que restan, en su mayoría negros, quieren sobrevivir con su ciudad. Discuten apasionadamente, a la vista del despoblamiento general, si agruparse en un espacio más reducido, evitando esos intersticios de naturaleza que van avanzando en Detroit con la crisis ineluctablemente desurbanizadora. La urbe ahora es el terreno ideal para los grafiteros, ornamentadores de la ruina, a la vez que nos indica los caminos de una amarga reflexión sobre el megaurbanismo y sus límites. Los artistas locales aprovechan los detritus de la desurbanización para crear formas fantasmagóricas y apabullar al visitante con sus creaciones sobre los males del siglo, incluidas las guerras imperiales de Estados Unidos, como si todas esas unidades en crisis fuesen comparables, y entrasen en la misma problematicidad: la de los desastres civilizatorios. El proyecto más conocido realizado en Detroit lleva el nombre de Heidelberg —¡siempre Europa y sus padecimientos en lontananza!—, y vistos sus peluches, cocinas destripadas y coches abandonados superpuestos en la nieve invernal resulta un paisaje lunático, por llamarle de alguna forma recurrente.

Si se penetra en un rascacielos modernista del centro de Detroit el vacío nos sobrecoge con mayor densidad aún. Sólo un viejo conserje en el hall atiende a sus propios y ensimismados pensamientos, mientras una lejana música de Edith Piaf suena sola sin nadie que la accione ni la escuche, en otra visión premonitoria. Maravillosos frescos presididos por una diosa de la abundancia que parece repartir sus bienes y beneficios urbi et orbe, contrasta con la cafetería sin gente del hermoso rascacielos. Compro la obra Detroit City Is the Place to Be de Mark Binelli, en una pequeña librería totalmente desierta; la solicita y única dependienta me hace ver que el libro está dedicado a mano a quien azarosamente lo compre por el autor. Soy uno de los afortunados. Cuando lo manoseo veo que es un joven escritor de lejanos orígenes italianos que reflexiona sobre la crisis urbana de Detroit en primera persona, llevando a ésta a su ser existencial. Detroit nos inspira en todo momento, sobre todo cuando somos conscientes de la crisis propia que habitamos aquí y ahora, y llegamos a atisbar un futuro de ciudades nómadas y evanescentes como la suya. Deambulo acompañado por dos musulmanes europeos que sólo encuentran consuelo a tanta desolación cuando arriban a una mezquita. El mandato coránico obliga a viajar para encontrar a los semejantes en la umma, en la comunidad de los creyentes. Michigan, estado donde se enclava Detroit, es la zona de Estados Unidos con más desempleo —el 50%— y también con más musulmanes. Detroit de hecho sólo adquiere nueva población con los huidos de las guerras islámicas, en particular de iraquíes, que consideran aún peor habitar en Bagdad. El jovencísimo chófer somalí que nos lleva y trae está fascinado con estar aquí, después de haber vivido el infierno de Mogadiscio. Mientras tanto por la abandonada y cerrada estación central de tren, que fuera diseñada por el maestro de arquitectos Louis Kahn, pasan los trenes sin parar en Detroit.

La nostalgia, ese sentimiento de haber sobrepasado el tiempo, de haber dejado de vivir la época que a uno le corresponde en plenitud de entendimiento y sentimiento, te invade en el magnífico Museo de Bellas Artes de Detroit, el mejor ejemplo de lo que debió ser la época dorada, de los ríos del oro que traía la floreciente industria del automóvil, en la que el magnate Henry Ford, émulo del ciudadano Kane, se permitía en su enormísima suficiencia plutocrática, encargar cuatro grandes muros íntegros de murales a un conocido comunista como fue el artista revolucionario mexicano Diego Rivera. Murales enigmáticos éstos donde Rivera refleja las ambigüedades del progreso capitalista, del fordismo en definitiva. Vemos surgir ante nosotros otra vez la diosa de la abundancia, los aviones, las acerías, las fábricas… plenas de optimismo histórico, de “desarrollo de las fuerzas productivas”. Pero también remite al gran Moloch, que como en la citada Metrópolis de Lang, se tragando a la gente que lo crea en su fuego primigenio. Una extraña estrella de cinco puntas, que lo mismo podría ser soviética que norteamericana, corona la puerta principal de los murales. Éstos en la actualidad se alzan ante el visitante como parte de una alucinación tan extensa como la propia ciudad del magnate Ford.

Para los estadounidenses esta impresión distópica –de antiutopía- alimenta sus sueños de pesadillas. Desde hace mucho tiempo el libro de E. Gibbon sobre la caída del imperio romano, escrito bajo el influjo de las Luces, constituye un texto de cabecera de los americanos cultos, que es fácil encontrar en cualquier librería en pequeñas montículos, como si fuese un imperecedero best seller. El espectro de la decadencia siempre está planeando sobre todos ellos, conocedores del pago que tendrán que pagar por haber sido imperio. El nomadismo de la cultura americana, suerte de gran campamento —sometido a las aleatoriedades de la tempestad—, amenaza a sus creadores más que a la decadente Roma. Enormes extensiones donde se instalan y desinstalan las casas prefabricadas que cada año se trasladan de un sitio para otro, son indicativas de un modo de vida, que desde hace tiempo se busca expandir hacia la muy sedentaria Europa, sin grandes logros. Los europeos tienen un sentido del hogar como fuego ancestral. Los americanos adjudican esa centralidad al confort hogareño que tenían los grandes padres fundadores, pero siempre rodeados de la provisionalidad que otorga la choza de madera. Así lo veía en Walden David Thoreau, maestro filosófico del hombre americano que se hace a sí mismo.

Si los estadounidenses viven los efectos de las crisis en carne propia con traslados y cambios permanentes, a los europeos se les trastornan por los mismos motivos los parámetros de su atávico sedentarismo. A lo más que aspiran éstos es a volver a ocupar las antiguas oquedades que rodean sus venerables centros urbanos. Así comprobamos como la crisis en la Grecia actual se ve especialmente reflejada, desde el punto de vista visual, en los alrededores de la Acrópolis. A la caída de la noche miles de vagabundos toman las avenidas que desembocan en la colina ateniense, y agrupados en pequeños círculos que discuten acaloradamente dan la impresión de estar esperando algo, una suerte de milagro que no les expulse de los fuegos del hogar, que no les quite su última pertenencia: la ciudadanía. Por eso Europa está viviendo con mucha más tragicidad los efectos de la actual crisis. Sus ciudades se resisten a desaparecer como lo ha sido Detroit, y se aferran al ideal ático. Existe un miedo pánico al panorama de la ciudad desaparecida, y a acabar vagabundeando, en definitiva.

José Antonio González Alcantud es catedrático de Antropología Social de la Universidad de Granada. Autor entre otras obra de El malestar en la cultura patrimonial (2012).

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