En legítima defensa

En 1934, o sea, el mismo año que la Generalidad de Cataluña, con Luis Companys a la cabeza, dio un golpe de Estado con el que pretendía fundar la República Catalana, una de las personas más preocupadas por España escribió: «En mi calidad de anciano, que se sobrevive, no puedo por menos que cotejar los luminosos tiempos de mi juventud, ennoblecidos con la visión de una patria común henchida de esperanzas, con los sombríos tiempos actuales, preñados de rencores e inquietudes». Dos años antes, el 22 de junio de 1932, otro español ilustre dijo: «Cuando nosotros decimos español damos a esta palabra un acento nuevo y viejísimo, porque resuena en el cóncavo más profundo de la historia de nuestro país (...); a mí lo que me interesa es renovar la historia de España sobre la base nacional de España».

Se me ocurre si estas palabras que Santiago Ramón y Cajal, nuestro premio Nobel de Medicina, pronunció desde la cúspide de sus 80 años, y las que el presidente de la República Manuel Azaña había declamado ante la Asamblea Nacional Republicana no habría que tenerlas muy presentes en el análisis de la situación crítica que se vive en España por ese órdago independentista lanzado desde Cataluña y con el que, de forma irresponsable, se intenta destruir la unidad de España, el Estado de derecho y hasta la democracia.

Sirva de punto de partida que la independencia de Cataluña es jurídicamente imposible. La Constitución no admite proyectos separatistas y, por consiguiente, la reforma del texto constitucional para lograr una escisión es inviable. En España sólo hay una nación que es la española, patria común e indivisible de todos los españoles. Así lo proclama el artículo 2 de la Constitución. También, que España se forma de nacionalidades y regiones, pero no que sea una nación de naciones ni que nuestro Estado español sea plurinacional. Poder autonómico no es poder soberano y el único referéndum tolerado por la Constitución es el del artículo 186. Sólo el pueblo español en su conjunto puede disponer de la nación misma y de su definición. Es más. Un Estado que acepte que se despoje al conjunto de los ciudadanos de su derecho de soberanía sobre el territorio nacional no es un Estado de derecho y tampoco una verdadera democracia.

Pese a lo dicho, a la vista está que en Cataluña y fuera de ella hay políticos y no políticos tercamente empeñados en entender la Constitución a su manera. E incluso no faltan quienes piensan que constitucional es todo lo que se quiere que sea constitucional, cuando es justo al revés. De ser como ellos propugnan, la Constitución sería un papel en blanco en el que los políticos podrían garabatear lo que les viniera en gana. «Somos siervos de la ley con el fin de poder ser libres», escribió Cicerón hace más de dos mil años. Si gobiernan las leyes no gobiernan los hombres ni, por supuesto, la voluntad arbitraria, despótica o simplemente estúpida de aquellos. No hace falta ser experto en Derecho Constitucional para saber que no hay democracia sin sujeción a la ley. Esta es la responsabilidad de un gobierno que se precie de serlo: la legítima defensa de España y de su Constitución.

Lo sentenció Julián Marías en una Tercera publicada en este diario el 10 de febrero de 1994: «Los nacionalismos son patéticos intentos de fingir naciones donde no las hay». Una tesis que Mario Vargas Llosa sostuvo en septiembre de 2017 durante la presentación del libro ‘Conversación en Princenton’, al afirmar que el independentismo era una enfermedad que, desgraciadamente, había crecido de manera lamentable en Cataluña y que a muchos nos recordó lo que Miguel de Unamuno, aquel gran español de estirpe vascongada, había advertido cuando calificó el nacionalismo de «chifladura de exaltados echados a perder por indigestiones de mala historia».

Ahora bien, como dice Gómez de Liaño -no quien esto escribe sino mi pariente Ignacio- «no pidamos al nacionalismo ni lógica ni sentido de la realidad. Su especialidad es elaborar un amplio repertorio de fantasías políticas expendidas por el ideólogo de turno y crear un problema insoluble a fin de mantener en el poder a aquellos que ofician como sacerdotes de la diferencia y negocios asociados». Es cierto. La proclamada por los recién indultados «lucha por la autodeterminación» es un sainete para entretener a la gente y quizá, lo que es peor, una estafa democrática al ofrecer a los ciudadanos un ficticio «derecho a votar por la independencia de Cataluña». La única explicación que cabe a este fraude de ley es que el nacionalismo nunca fue una doctrina política y sí una ideología que está más cerca del acto de fe que de la racionalidad propia de la cultura democrática. De ahí que haya catalanes que se atrevan a comparar la batalla por el referéndum independentista con la lucha por los derechos civiles de Martin Luther King sin que el personal se ría a carcajadas. O que cadenas catalanas de televisión exhiban a unos niños a quienes se adoctrina con el eslogan de «España será derrotada», sin que una opinión pública mayoritaria se indigne ante semejante manipulación.

A mi juicio, no existe en todo el arsenal del separatismo catalán un solo argumento que lo justifique y cualquier intento secesionista es pretender dinamitar los pilares básicos de la nación española. Querer sacar las cosas de quicio es tan vano como ingenuo. Y el que no lo vea así, que relea la historia de España, este pueblo que siempre estuvo a muchos codos por encima de sus domésticos y alicortos gobernantes. Por eso, hay que plantarles cara, hacerlo sin complejos y en nombre de la libertad. La pasividad de algunas autoridades del Estado, empezando por sus sucesivos gobiernos y la actitud servil que se ha mantenido hacia los nacionalistas es lo que ha hecho y sigue haciendo que el nacionalismo esté vivo y prospere. ¿Quién no recuerda las manifestaciones que el presidente Rodríguez Zapatero hizo en abril de 2006 cuando un periodista le preguntó si se sentiría responsable si dentro de diez años Cataluña iniciaba un proceso de ruptura con el Estado? La respuesta fue: «Dentro de diez años España será más fuerte, Cataluña estará más integrada y usted y yo lo viviremos». ¡Qué prodigiosa visión del futuro!

En fin. Yo daría cualquier cosa que estuviera a mi alcance si lograra convencer a los partidarios del secesionismo de que cuando un país se despedaza, es como cuando una empresa se descapitaliza, que a la vuelta de la esquina lo que espera es la quiebra, seguida de ruina. Admito que la afirmación puede ser algo apocalíptica, pero no menos que desoladora es la España descuartizada que algunos desean ver.

Javier Gómez de Liaño es abogado. Fue magistrado y vocal del Consejo General del Poder Judicial.

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