En los márgenes de la República

Los bárbaros atentados del pasado mes de enero perpetrados supuestamente en nombre de la fe musulmana por terroristas nacidos y criados en Francia han disparado todas las alarmas sobre el fracaso de la integración republicana en los barrios conflictivos enclavados en las afueras de las grandes ciudades francesas. Como es ya habitual, el perfil de sus autores contiene unos elementos comunes –abandono escolar, pequeña delincuencia, cárceles, precariedad laboral- que han sido objeto de análisis exhaustivos en los medios informativos y redes sociales: el descubrimiento tardío de ese apartheid territorial, social y étnico al que se refería el primer ministro Manuel Valls en sus controvertidas declaraciones sobre el tema.

El viejo debate sobre las ventajas e inconvenientes del modelo comunitario anglosajón respecto al francés –que excluye las manifestaciones confesionales del espacio público- ha adquirido nueva actualidad ante la evidencia de que los principios fundamentales del último no han calado suficientemente en los inmigrantes magrebíes y africanos de segunda o tercera generación. Los episodios divulgados por la prensa de algunos escolares que se negaban a condenar en las aulas los atentados exponen a la luz del día una desafección que no se resuelve con enviar a la comisaría a un niño de ocho años culpable de afirmar en clase “yo no soy Charlie, soy Ahmed” y de ensalzar a continuación a los terroristas.

Las reacciones de los medios políticos a dicha desafección reproducen la polarización de los mismos entre una izquierda timorata a la defensiva y un Frente Nacional en auge para el que el terrorismo yihadista es un eficaz argumento al servicio de unas tesis xenófobas y racistas que encierran a los franceses de origen musulmán en un acuciante dilema: por un lado se sostiene que son inasimilables en razón de sus tradiciones, religión y costumbres; por otro se obstaculiza en la práctica su integración descuidando la enseñanza en las zonas pobres de mayoría inmigrante y arrinconándolos en guetos. Marine Le Pen no incurre en los groseros exabruptos antisemitas de su padre y ha centrado hábilmente el mensaje de la extrema derecha en los barrios “colonizados por el Islam” Impulsando así un espectacular crecimiento de su partido en las encuestas. Un alto porcentaje de votantes del Frente Nacional se declaran contrarios a considerar conciudadano suyo a alguien que se llame Mohamed. ¿Cómo extrañarse entonces de que ante la imposibilidad de ser “verdadero” francés el rechazado por su cultura y orígenes se aferre a la ilusión de ser un auténtico musulmán? Las prédicas yihadistas encuentran en esa identidad fragmentada un terreno propicio a sus delirios suicidas.

La rebelión hace diez años del cinturón urbano que rodea París debería haber puesto sobre la mesa la necesaria y urgente recuperación del mismo en el ámbito de los valores republicanos tanto en el plano educativo como en el social. El alto índice de paro juvenil y la perspectiva de un futuro sin horizontes constituyen un excelente caldo de cultivo para los yihadistas que desde Irak y Siria divulgan sus soflamas a través de internet pero las élites políticas francesas n supieron aprovechar la lección y los extremistas primero de Al Qaeda y luego del Estado Islámico reclutan y mucho me temo seguirán reclutando a sus combatientes en los territorios descuidados por la República.

El reciente proyecto de la alcaldesa Anne Hidalgo de englobar en el área urbana de la capital a los barrios que la circundan –con lo que la población de la metrópoli del Gran París triplicaría hasta alcanzar la cifra de siete millones de habitantes- constituye en teoría un primer paso en el difícil y largo camino de reducir las diferencias brutales entre los distintos acomodados del centro y el archipiélago de exclusión de los arrabales. Hace ya varias décadas fui testigo de la limpieza étnica de varias zonas de Barbès de sus inmigrantes de origen musulmán. Numerosos magrebíes y subsaharianos fueron desplazados a las ciudades dormitorio del norte, este y sur de la capital con la consiguiente ruptura del tejido social creado por la incipiente integración de los jóvenes. Como era de prever, los sombríos bloques de viviendas-colmena de la banlieu, mal comunicados con el perímetro urbano y carentes de servicios adecuados y de espacios de convivencia, se convirtieron pronto en guetos que prolongan la discriminación colonial del pasado no ya entre la metrópoli y África sino entre el centro y la periferia. La pobreza, el paro y la exclusión unidos a la mencionada crisis identitaria producto del choque de valores del entorno familiar y social con los de la escuela (“la historia de Napoleón no es la mía”, dijo un alumno que reclamaba la enseñanza de la de Argelia) plantean un reto que el sistema laico y republicano debe afrontar sobre bases más inclusivas y amplias.

El esfuerzo de reconquista de los territorios semiabandonados de la República debería ir acompañado de una reflexión abierta sobre la dimensión jurídica y espiritual del Islam más allá de la denuncia de la manipulación política e ideológica de la que es objeto por los yihadistas. Entre las numerosas obras publicadas en los últimos años sobre las derivas del fundamentalismo islámico propagado y financiado por el petróleo saudí he leído con vivo interés las de mi amigo tristemente desaparecido Abdelwaheb Meddeb, que supo anticipar con lucidez los estragos del fanatismo extremista, y Les banlieues de l’Islam de Gilles Kepel que evita la amalgama y prejuicios que de ordinario oscurecen la percepción de un credo religioso liberado de los que Meddeb denominaba sus demonios radicales. La tarea es ingente, pero las sociedades europeas –como prueba el contagio mediático de los atentados de París en los de Copenhague- tienen que acometerla aún a sabiendas de que la hidra de infinitas cabezas de los siniestros vídeos colgados en las cuenta de twitter o de Facebook resulta difícil de erradicar en el mundo globalizado de hoy.

Juan Goytisolo es escritor.

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