En memoria no sólo de 53 mujeres asesinadas

“El ansia irracional de dominio, de control y de poder sobre la otra persona es la fuerza principal que alimenta la violencia doméstica entre parejas” (Luis Rojas Marcos)

La semana pasada, el pueblo de Azuqueca de Henares (Guadalajara) vivió tres jornadas de luto por la muerte de Arancha, de 37 años, asesinada delante de sus tres hijos por el hombre con el que convivia. El día de Nochebuena, en la localidad de Benicàssim (Castellón), una joven de 20 años, llamada Andrea, fue obligada por su exnovio a subirse al coche que conducía para acto seguido matarla lanzando el vehículo contra una gasolinera. Horas después, en Sant Adrià de Besós (Barcelona),un tal Carlos Sánchez degollaba a su novia Kenya, de 30 años. Con estos tres homicidios concluye la lista de 53 mujeres que en 2017 murieron a manos de sus parejas, de la que ayer otros tantos trabajadores de EL ESPAÑOL, con el director a la cabeza, daban cuenta en un vídeo estremecedor.

Según los medios de comunicación, todos los días una mujer es maltratada por su cónyuge o compañero sentimental. También informan de que en la última década la violencia de género ha aumentado un 44% y que al trimestre el número de denuncias por malos tratos domésticos asciende a 40.000. A estos datos habría que sumar que a comienzos de diciembre del pasado año figuraban registrados 55.000 casos de víctimas de esa violencia y que en apenas cinco meses los jueces tuvieron que dar protección a casi 10.000 mujeres. En opinión de la presidenta del Observatorio Contra la Violencia Doméstica, “España no se puede permitir que una mujer que ha denunciado el maltrato sea asesinada por su maltratador”, al tiempo que reconoce que “todos los asesinatos son fallos del sistema”. Otros expertos consideran que la raíz de tanto maltrato y de tanta sangre está en “el predominio de una cultura machista” y que “las mujeres están pagando su libertad con su propia vida”.

Todo lo que se dice pudiera ser, pero a mí me parece que en unos y otros argumentos hay bastantes ganas de no llamar a las cosas por su nombre, o sea, que el quid del problema está en la falta de educación y de respeto al prójimo. La educación y el respeto a los demás –tanto monta, monta tanto– son más necesarios de lo que creemos. Tampoco descarto que el meollo de la cuestión resida en dos nociones que suelen confundirse: el amor, que es generoso y gentil, y el amor propio, que es ruin y fruto del egoísmo.

Es evidente que cuanto queda dicho es vergonzoso para el hombre. Con cada mujer muerta a manos de su marido, compañero o lo que sea, no hay adjetivos y hasta las palabras merman de significado. Eso por no hablar del agotamiento de las manidas condenas, los aplausos a contrapelo o de las propuestas políticas ineficaces. Quede claro que nada tengo contra las manifestaciones públicas de dolor por las muertes de mujeres asesinadas, pues, sin duda, son reconfortantes, pero se me ocurre si acaso, en más de una ocasión, tanta publicidad no es caja de resonancia para la acción violenta de hombres deseosos de entrar en la siniestra galería de homicidas o parricidas. Una opinión que, de algún modo, coincide con un informe publicado en 2011 por Miguel Lorente, médico forense y que fue Delegado del Gobierno contra la violencia de género, donde hacía notar la acumulación de casos no justificada por el azar en las 24 horas siguientes a una noticia sobre un “asesinato machista”, aunque, a renglón seguido seguido, aclaraba que “son hombres que ya han decidido matar”.

Pese a las falsas apariencias, estoy convencido de que Arancha, Andrea y Kenya –como casi todas las mujeres– eran muy superiores, en todos los terrenos, a los hombres que las mataron. Fue Tucídides quien defendía que la mujer es algo mientras que el hombre no es nada. Tengo para mí que en la violencia contra la mujer lo que hay es una terrible frustración masculina y que viene a ser lo mismo que Umbral sostenía al afirmar que el hombre maltrata a la mujer porque no puede maltratar al jefe o al compañero de trabajo y que pasado el romanticismo, los más “expeditivos” desahogan su malestar social pegando al ser más débil y disponible, que suele ser la propia esposa o pareja, lo cual no constituye una tesis defensora de los uxoricidas. Para él, abofetear a una mujer era ya un crimen.

Nada preocupa tanto como el asesinato gratuito, algo que desde algún tiempo está de moda. ¿Qué es lo que sucede? Lo desconozco y me parece que conmigo lo ignora mucha gente. Como espectadora atónita, la sociedad no sabe que hacer ante la tragedia salvo tirar por el camino fácil de que los jueces metan a todo bicho maltratador –incluso a los que actúan en grado de tentativa– en la cárcel, decisión que la mayoría de los ciudadanos agradece, aunque bien sabemos que no basta con ello. Efectivamente, la cosa tiene difícil solución y no soy yo quien reúna las mejores condiciones para encontrar el remedio, pero entiendo que la violencia no se resuelve así como así. Vivimos en un mundo violento y lo que procede es combatir esa violencia mediante antídotos como la cultura. El odio es un aspecto del amor, ya se sabe, pero estas mujeres contra las que se atenta no tienen culpa alguna de los desmanes de que son objeto. La gente ha perdido el sentido del cariño y de la tolerancia, dos nociones que deben funcionar juntas y acordes.

“Estoy roto de dolor”, exclamó don José Luis Blanco, alcalde del municipio de Azuqueca de Henares, al conocer el asesinato de su vecina Arancha. Todos los muertos son iguales, se dice, pero esto a menudo es falso. No es lo mismo morir de viejo y en la cama, lo que puede ser incluso una bendición de Dios, que morir de joven y con violencia, merced a la acción criminal de quien no hace mucho dijo amarte, lo que, sin duda, cabe entender como una maldición del diablo. No es lo mismo morir sabiendo que quien te ama ha de cerrarte los ojos, que morir, sin tiempo de pensarlo siquiera, a manos de quien creías amar. Cada cual es cada cual y de nada vale querer mudar el destino. Si uno repara en la incomprensible ley que regula el ritmo de las estrellas, fácilmente se comprenderá que haya quien nazca marcado para el sufrimiento incesante.

Si a Caín lo enterraron con la quijada de burro con la que mató a su hermano Abel, a los culpables de las muertes de Arancha, Andrea, Kenya, Felicidad, Catalina, Laura, Raquel, Ana Belén y así hasta 53 y muchas más, deberían hacerlo con el cuchillo asesino entre los dientes. Hay hombres como alimañas que cazan al asalto y disecan la pieza abatida para presumir del trofeo. Quizá exagere, pero la imagen de una mujer brutalmente asesinada me hiere más hondo que la de un ejército de hombres muertos en el campo de batalla. Descansen en paz todas aquellas mujeres que vivieron y murieron con la angustia pintada en la cara y el suplicio torturándoles el corazón.

Javier Gómez de Liaño es abogado, juez en excedencia y consejero de EL ESPAÑOL.

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