En México, la violencia contra las mujeres muestra una crisis de Estado

Las marchas que iniciaron el pasado 12 de agosto en la Ciudad de México —en las que cientos de mujeres salieron a protestar contra las agresiones sexuales cometidas por la policía y el manejo por parte del gobierno de los casos—, tenemos que recordarlo, no son las primeras que hacen las mujeres en este país contra la violencia que las afecta. Son tal vez una cúspide después de años de manifestaciones. Son 26, si tomamos a las movilizaciones contra los feminicidios en Ciudad Juárez como punto de referencia.

En este tiempo, también hay que recordarlo, sobre todo si se quiere entender la frustración palpable en las protestas, es mucho lo que las autoridades han hecho. Basta un vistazo a los informes que el Estado mexicano entrega cada cuatro años al Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer, un órgano de las Naciones Unidas encargado de monitorear el cumplimiento de los Estados de sus obligaciones en la materia, para ver que nuestro problema no es, simplemente, uno de “inacción”. Se han creado leyes, protocolos, campañas e instituciones especializadas, se han asignado partidas presupuestales, se han declarado alertas, se han capacitado servidores públicos. Las promesas y estrategias que estamos viendo ahora, en los distintos niveles de gobierno, ya las hemos visto, de alguna forma u otra.

El problema es que, a pesar de todo, la violencia no se ha reducido. En ciertos casos, como ocurre con los asesinatos, incluso ha aumentado. Por dar un solo dato: en 2018, México tuvo tasa más alta de homicidios de los últimos cuarenta años a nivel nacional. Y todo indica que, en 2019, las cifras serán iguales o incluso peores: para julio, se habían registrado 20,698 víctimas de asesinato en México, de las cuales 2,173 son mujeres. La pregunta es inevitable: ¿Qué, en concreto, ha fallado? ¿Qué se debe abandonar ya? ¿Qué se debe mejorar? ¿Qué no hemos visto? ¿Qué se nos ha escapado?

Son muchas las respuestas a estas preguntas. Una, en la que es importante ahondar, tiene que ver con cómo se entiende y se aborda, para empezar, el problema en sí.

Cuando las mujeres protestan y se logra trascender las descalificaciones que por lo general acompañan a sus manifestaciones, parece que de cualquier manera se concibe esta violencia como algo “excepcional”, que se explica, casi de manera exclusiva, por el prejuicio. Como si la realidad que viven las mujeres en el país fuera producto simplemente del “machismo”.

El machismo, sin embargo, no opera en el vacío. Existe un contexto particular que lo exacerba. Es importante reconocerlo, precisamente porque parece que lo que ofrecen las autoridades son políticas e instituciones “especiales”, como si se tratara de un problema aislado, cuando no lo es. Como si todo funcionara bien en el país, de no ser por la misoginia.

La historia de Ciudad Juárez, por ejemplo, no es solo la historia de la crueldad con la que mataban a las mujeres, ni de la descalificación con la que las autoridades inicialmente trataron los casos. Lo que estos revelaron era la incapacidad de las autoridades de investigar. Un análisis de todos los expedientes de homicidios de mujeres que se realizó en 2003 revela que las carencias institucionales eran profundas. Carencias que no podían resolverse con “capacitaciones en género” solamente, sino que requerían repensar los procesos de investigación y las mismas fiscalías de manera profunda. Juárez reveló la necesidad de reformar el aparato de justicia en su totalidad.

Lo mismo puede decirse, por ejemplo, de los casos de Inés Fernández y Valentina Rosendo Cantú, dos mujeres de Guerrero que fueron torturadas por elementos del Ejército en el 2002 y cuyas denuncias se perdieron en la caja negra de la jurisdicción militar. Sus casos no revelan solamente la misoginia con la que torturan las fuerzas armadas, sino que la tortura es intrínseca a la manera en la que operan. Revelan que son instituciones especialmente opacas, en las que la rendición de cuentas no es la norma, sino la excepción. Desde entonces sonaron las alarmas de lo que implicaba la militarización. Una alarma que ignoramos y redujimos a un problema a resolver con cursos de sensibilización.

Algo similar puede decirse también de los cientos de casos que han suscitado protestas relacionadas con el acoso que las mujeres viven en las escuelas y en sus trabajos. Estos no revelan solamente la existencia de personas que acosan. Revelan prácticas institucionales fuertemente arraigadas que permiten que ocurran sistemáticamente, como lo es el poder desmedido de los profesores, la arbitrariedad con la que operan los jefes y la imposibilidad de las escuelas y centros de trabajo de resolver conflictos y de reparar daños. Y entre todo, revelan a un Estado que rara vez responsabiliza directamente las instituciones por el papel que juegan en la perpetuación de la violencia. El problema no es solo la impunidad penal, sino la civil y laboral también.

Y esto puede verse en los mismos casos que suscitaron las recientes protestas. No es solo el derecho con el que unos se sienten de violentar a quienes tendrían que proteger. Es que sabemos que no es excepcional. Como no lo son las investigaciones deficientes, ni las filtraciones de datos sensibles, ni la falta de sanción institucional. Y que todo esto ocurre en un contexto en el que las instituciones y estrategias de seguridad están en jaque.

Los casos revelan una crisis de Estado. Algo que no se arreglará solo con protocolos a modo, ni con cursos de sensibilización, ni con instituciones especializadas. Y hasta que no lo entendamos, seguiremos fallándole a las mujeres.

Lo único que queda claro —una vez más— es que ya no dejarán de señalárnoslo.

Estefanía Vela Barba estudió Derecho y trabaja en Intersecta, una organización feminista que se dedica a la promoción de políticas públicas para la igualdad.

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