En mi patio, no: energía nuclear y fracking

España podría estar sentada encima del tesoro que tanto necesitamos. Pero solemos preferir la ideología a poner los pies en el suelo. Mientras Rusia desarrollaba su potencial nuclear para poder dominarnos generando dependencia de su gas y su petróleo, nosotros, españoles y europeos, nos obsesionábamos (y tal vez con obsesiones financiadas por el Kremlin) con una transición verde que demonizaba lo nuclear y consideraba la extracción de combustibles fósiles cosa de países sin conciencia ecológica.

Ya hemos visto el resultado. La peor crisis energética desde 1973, con una enorme subida de precios de la electricidad y de la gasolina en todo el mundo.

No había motivos racionales para acabar así, pero hemos vivido bajo una doctrina milenarista que exigía el fin de la energía fósil sin que pudiera ser sustituida por ninguna de esas renovables absolutamente santificadas, como si no contasen ellas también con efectos adversos.

Greta Thunberg, los líderes del Partido Verde Europeo o iluminados tipo John Kerry tenían la fórmula para vivir sin dañar el planeta. Pero su ideal de lo mejor está en camino de demoler lo bueno que teníamos.

No es de extrañar que Vladímir Putin, un hombre que gobierna un país con una economía más pequeña que la de Texas, con una esperanza de vida promedio diez años menor que la de Francia, se haya atrevido a lanzar un ataque a gran escala en Ucrania.

Nos tiene en sus manos porque en 2016, el 30% del gas natural consumido por la Unión Europea ya dependía de él. En 2018, esa cifra saltó al 40%. Para 2020, era casi del 44%. A principios de 2021, era aproximadamente del 47%.

Alemania ha liderado una de las políticas energéticas más fracasadas del mundo. La única vez que Donald Trump mereció un aplauso fue cuando señaló la dependencia que tenía Alemania de Moscú.

En aquel momento, la canciller, Angela Merkel, respondió con bastante petulancia. Pero últimamente tenemos pocas noticias de ella. No nos extrañe. En el cambio de milenio, la electricidad de Alemania era alrededor del 30% de origen nuclear. Pero se empeñó en desmantelar las plantas. Mientras lo hacía, Estados Unidos se convertía en el mayor productor mundial de petróleo, por delante de Arabia Saudí, y superaba a Rusia en la de crudo y gas.

Mientras el método de la fracturación hidráulica permite al gigante norteamericano satisfacer el 90% de sus necesidades energéticas, la producción española apenas llega al 1%. España consume al año en torno a 30.000 millones de metros cúbicos de gas, según los datos de Enagás, el principal transportista y gestor del sistema gasista. El 27% procede de un país árabe que abre y cierra el grifo cuando se le antoja.

Según un informe de 2013 encargado por la Asociación Española de Compañías de Investigación, Exploración y Producción de Hidrocarburos y Almacenamiento Subterráneo, España cuenta con unas reservas de gas equivalentes a casi setenta años del consumo nacional actual.

El propio Consejo Superior de Colegios de Ingenieros de Minas cifró en 1,3 los billones de metros cúbicos enterrados en el subsuelo español.

700.000 millones de euros en gas. Poca broma. Y, para un país que lidera el paro en Europa, hay que resaltar que Deloitte elaboró otro informe sobre el impacto económico que supondría la exploración y producción de hidrocarburos en nuestro país. En dicho informe se dice que esa explotación ayudaría a crear 260.000 empleos con un impacto en el PIB del 4,3%.

El Gobierno del PP apoyó el empleo del fracking en aquel momento, pero el fuerte rechazo social (al que se sumaron alcaldes y autonomías, incluso del PP) y los bajos precios del gas de entonces hicieron fracasar todos los planes. Cinco empresas que pusieron sus ojos en el subsuelo de España a mediados de la década del 2010 tuvieron que dejarlo correr.

¿Inconvenientes? Por supuesto. Entre ellos la posible contaminación del agua subterránea de la zona o los eventuales efectos sísmicos. Manuel Regueiro, presidente del Colegio de Geólogos, dice que, efectivamente, existen riesgos ambientales si la técnica "se hace mal".

Pero en EEUU, donde se han abierto en torno a un millón de pozos con este método, los daños medioambientales han sido minoritarios.

¿Le pondrá alguien el cascabel al gato? Siempre preferimos que otros carguen con las decisiones incómodas. Not in my backyard. “En mi patio, no” dicen los anglosajones. Hemos temido lo nuclear y hemos vivido al lado de un país, Francia, con 58 centrales nucleares. Y queremos que Canarias sea el paraíso del turismo verde, pero Marruecos tiene la intención de extraer petróleo en aguas cercanas a las Islas. Va a dar igual.

¿Y si fuera la invasión de Ucrania una oportunidad para ver la realidad con otros ojos? Defender la civilización occidental requiere de suministros de energía baratos, abundantes y confiables producidos en casa o en naciones aliadas.

Y ya hemos visto que la seguridad de nuestros países, el crecimiento económico y la sostenibilidad no pueden fiarse sólo a paneles solares y turbinas eólicas.

Necesitamos también de la energía nuclear y del gas. A los que apoyábamos la producción de energía nuclear se nos ha recalificado, sorprendentemente, como “verdes”. Ya es algo.

Pero ningún grupo lleva un discurso que incluya hidrocarburos o fracking. Sólo se discute el tema seriamente en el Reino Unido. No existe un plan actual energético en Europa que no implique comprar a países poco amigos de la democracia o a Putin.

Pero en España hay un importante conocimiento tecnológico y una ingeniería responsable y capaz. Nuestro país es grande, está infrapoblado y nadie quiere hacer fracking en Lorca.

Necesitamos repensar nuestra política energética, en España y en la UE. Entre otros motivos, porque ayudaríamos a Ucrania contra Putin, en lugar de financiarle. No podemos procrastinar en esto: la paridad del euro con el dólar se sigue desplomando a niveles históricos por miedo a una recesión en Europa.

Teresa Giménez Barbat es escritora y exeurodiputada.

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