El contador para formar gobierno sigue corriendo. Ya se han superado los 37 días que en promedio se tarda en España, pero aún queda margen hasta alcanzar los 70 de Bélgica o los 101 de Países Bajos. No es descartable que esta vez nos acerquemos a estas cifras. Eso sí, el encargo del Rey a Pedro Sánchez para buscar una mayoría parlamentaria no deja excusa para la parálisis. La iniciativa la tiene hoy el PSOE y ya hay una fecha cerrada para la investidura: el 3 de marzo. Sin embargo, nada asegura que de esa sesión vaya a salir un Gobierno, ni siquiera en la de 48 horas después. Por eso es aconsejable dar espacio para la negociación entre los partidos políticos y entender que en un entorno fragmentado y plural los acuerdos llevan su tiempo. Acuerdos que pueden ser de investidura, si son para echar a andar el Gobierno, o de legislatura si pactan líneas maestras para darle estabilidad los cuatro años.
Hay al menos dos razones que explican que el ritmo de la negociación esté siendo tan lento. La primera es la falta de cohesión de los partidos, esencialmente en el bloque de la izquierda, que multiplica los puntos de veto para un acuerdo. El PSOE arrastra una crisis interna que tuvo su máxima expresión tras las elecciones generales del 20-D, mientras que Podemos y sus confluencias territoriales tienen diferentes agendas, como ya escenificó Compromís. La segunda razón que explica el retraso en las negociaciones es la gran volatilidad electoral de los pasados comicios, que genera suspicacias añadidas. El acuerdo es más fácil cuando no hay grandes cambios en el sistema de partidos, porque implica que en las sucesivas rondas se sientan en la mesa los mismos interlocutores. Sin embargo, como la situación política parece inestable y varios potenciales socios compiten por los mismos electores, los partidos se comportan de manera mucho más estratégica.
Si estas dificultades son superadas por Pedro Sánchez, único candidato viable frente a unas nuevas elecciones, podrían darse dos configuraciones de gobierno. Una es un Ejecutivo en minoría monocolor del PSOE con el apoyo implícito de otros grupos en la Cámara. Esta fórmula es la conformada por el Partido Socialista en Portugal o el Venstre liberal en Dinamarca. Parlamentos fuertes o procedimientos de investidura simplificados facilitan que se den estas fórmulas. Ahora bien, en España tanto PP como PSOE han optado por Gobiernos en minoría por otras dos razones diferentes. De un lado, porque el partido más votado contaba con una amplia mayoría de escaños que impedía su desalojo por una coalición alternativa. De otro lado, porque los partidos que daban apoyo al Ejecutivo, básicamente los nacionalistas vascos y catalanes, han preferido no ocupar carteras ministeriales por razones estratégicas o ideológicas.
Frente a un Gobierno de minoría monocolor la segunda fórmula posible es la de uno de coalición minoritaria (porque sus integrantes no alcanzan los 176 escaños). Esta fórmula busca ensanchar el apoyo de los Gobiernos y normalmente se basa en la conocida Ley de Gamson, según la cual cada partido obtiene el número de ministerios proporcional a los escaños que aporta a la coalición. Son Ejecutivos menos corrientes, pero tenemos un ejemplo cercano en la Comunitat Valenciana, gobernada por el PSPV y Compromís, con el apoyo de Podemos desde fuera. Descartado el tripartito con ambos nuevos partidos, hoy el PSOE solo podría optar por integrar partidos a su izquierda (Podemos, Izquierda Unida) o a su derecha (Ciudadanos). En caso de la primera fórmula hay más congruencia programática pero también se compite por el mismo tipo de votante, haciendo complicada la cooperación. La segunda, en principio, es menos congruente ideológicamente pero tiene la virtud de que Ciudadanos y PSOE no compiten tan directamente por el voto.
Tanto un Gobierno en minoría como uno de coalición tienen ventajas e inconvenientes. Si Pedro Sánchez optara por una fórmula monocolor, la mayoría parlamentaria que apoyaría al Ejecutivo sería la más exigua de la historia, apenas un 25% de los escaños del Congreso. La contrapartida a su debilidad es que, estando en una posición central, también tendría más flexibilidad para alcanzar acuerdos a izquierda y derecha. No sería una salida extraña ya que un tercio de todos los Gobiernos en Europa Occidental desde la Segunda Guerra Mundial son de este tipo. La opción de la coalición minoritaria tiene como poco las virtudes de aumentar la mayoría de gobierno, haciéndolo potencialmente más estable, y aumentar el control mutuo de los socios. Sin embargo, también implica perder poder de negociación, ya que de entrada cierra la puerta al apoyo en el Congreso de uno de los dos nuevos partidos. En ese caso el desempate quedaría en manos de los partidos nacionalistas.
Si lo que preocupa es la estabilidad, en un entorno fragmentado lo que muestra la evidencia es que un Gobierno de coalición minoritaria suele durar menos, unos 500 días, que un gobierno en minoría (en torno a 600 días de promedio). Si lo que preocupa es la gestión económica, sabemos que las coaliciones tienden a aumentar el gasto público (aunque puede modularse según el acuerdo) pero en el resto de aspectos gestionan de forma parecida a otras fórmulas. Eso sí, académicos como Falcó y Jurado apuntan que en materia de presupuestos tanto el tipo de gobierno como la fuerza de la oposición, cuyo concurso hace falta para tramitarlos, son claves. Cuando la oposición está principalmente concentrada en un partido y se enfrenta a un Gobierno de coalición minoritaria, tiende a emplear los presupuestos como un instrumento para desgastar al Ejecutivo. El resultado es un mayor descuadre en las cuentas y más déficit público.
Si Pedro Sánchez no logra formar Gobierno antes de mayo y se repiten las elecciones, poco cambiará en este dilema para quien lo intente después. No parece apuntarse un rápido regreso del bipartidismo e incluso, a tenor de las encuestas, tampoco un claro desempate entre los bloques a izquierda y derecha. Hemos de asumir que en el medio plazo habrá Gobiernos más débiles y una aritmética parlamentaria que restringirá los temas que pueden ser abordados en solitario. Ahora bien, esta fragmentación puede tener una doble virtud: permitir reformas más consensuadas y, al participar en ellas más actores, también más estables en el tiempo. Esperemos que haya suficiente amplitud de miras para entender que, con elecciones o sin ellas, solo reforzando nuestras instituciones podremos acomodarnos a este nuevo tiempo. Un refuerzo que empieza por el papel y los recursos del propio Congreso de los Diputados que, a partir de ahora, será el corazón de la vida política en España.
Pablo Simón es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III.