En misa y repicando

Por Álvaro Delgado-Val, escritor y periodista (ABC, 07/10/05):

Muchos observadores coinciden en pensar que Maragall se ha convertido en un problema. No parece posible, en efecto, que el orden instaurado por el consenso del 78 sea compatible con la visión de España que cultiva el President. Ahora bien, existen problemas y problemas. Algunos problemas se caracterizan porque son claros, amén de graves. Es el caso de ERC. Los republicanos persiguen la independencia de Cataluña, anhelo que no cabría llevar adelante sin una suspensión de lo que España ha venido siendo desde hace siglos. Otros problemas añaden, a su gravedad, una suerte de oscuridad intrínseca, de tensión insuperable. A esta segunda categoría pertenece, me temo, el problema Maragall. Cabría decir que el problema Maragall, y perdonen el retruécano, constituye un problema... en sí mismo problemático.

Maragall no aspira sólo a manumitir a Cataluña de los controles y vinculaciones institucionales en virtud de los cuales queda integrado un territorio en una unidad superior. Pretende, de añadidura, reconstruir España partiendo de esa parte previamente segregada. Que el presidente del Gobierno semeje sintonizar con el proyecto arroja más leña al fuego ¿Qué habría de ocurrir para que se consumara la síntesis de que habla Maragall? Conviene recordar que el Estado de las Autonomías se compone de diecisiete piezas, a las que no se puede borrar del mapa de un manotazo. Aterrizaríamos, a la postre, en una suerte de confederación, que no sería descabalado distinguir con el título de «Confederación de los Pueblos de España» y que alojaría un número todavía por definir de elementos, algunos de los cuales coincidirían con CC.AA. ahora vigentes, y otros surgirían de amalgamas y refundiciones diversas. ¿Qué trazas tendría esa confederación? Desconocemos los detalles del invento, aunque nos encontramos ya en grado de imaginar su silueta. Existen atisbos, barruntos, sugerencias. López Burniol, en un artículo publicado el 19 de mayo en «El País» -«Desde Cataluña»-, compendiaba bien la visión catalana, según es defendida en determinados cenáculos barceloneses. López Burniol sentaba dos puntos esenciales. Uno: en el 78 se inició un proceso de redistribución del poder político cuya plasmación provisional es el Estado de las Autonomías. Dos: ese proceso nos aboca a una estructura que en Cataluña llaman «federal». En realidad, como he adelantado antes, la estructura sería confederal, pero estimo inútil que nos entretengamos en discrepancias terminológicas. Basta leer el estatuto aprobado a finales de septiembre en el Parlament para comprender cómo estaría articulado el paraíso maragalliano. Cada nueva nación de la «nación de naciones» venidera contaría con un poder judicial propio; con una Agencia Tributaria propia; con representación en el TC y los organismos reguladores más importantes; con voz en Europa para los asuntos que le concernieran, y así sucesivamente.

Cae de por sí que una nación formada por la superposición de varias naciones virtualmente soberanas sería ingobernable. Y no es menos manifiesto que desaparecería lo que circula por ahí con el nombre de «cohesión social». El esquema de financiación del nuevo Estatuto subordina las transferencias de renta que se hagan desde Cataluña al resto de España a acuerdos bilaterales. Es obvio que los catalanes desearían transferir lo mismo que los vascos, que es cero. Y que un Estado central que ha dejado de ser un Estado en términos reales no podría hacer nada para promover sus criterios. En un papel de urgencia, apenas aprobada la ley estatutaria, el PSC sostenía que el esquema podría extenderse a otras comunidades. Se trata, ¡ay!, de una ironía, quizá indeliberada. El esquema, provechoso para los territorios que contribuyen, sería un desastre para los que reciben renta. Ya que el gradiente, en el caso de los últimos, estaría invertido. De poco le valdrá a usted ser dueño de los impuestos que ha recaudado, si el mantenimiento de las prestaciones públicas le condena a pedir, en vez de dar. No habría, pues, cohesión social. Habría un lío de mil demonios, y el sentimiento justificado de que la dislocación de la soberanía ha traído consigo una dislocación de los derechos.

Vuelvo a Maragall. No dudo que su optimismo visionario sea sincero. Irracional, pero sincero. Existe, con todo, un lado más equívoco, e inseparable de tradiciones específicamente catalanas. Ucelay da Cal, en El imperialismo catalán, nos ha recordado los tiempos en que la Lliga desarrollaba una estrategia bicéfala: mientras Prat de la Riba hacía nación de fronteras adentro de Cataluña, Cambó intervenía en los asuntos españoles. Se buscaba la consolidación de una Cataluña exenta, a la vez que se intentaba proyectar a ésta como poder hegemónico sobre el resto del país. Esta tentación, o esta vocación, aletea en los discursos, escritos, y hechos de Maragall. En un artículo publicado en 2001 -«Madrid se va», El País, 27 de febrero-, Maragall identificaba «la visión torpe de una España uniforme» con la absorción intolerable de recursos por la capital. El remedio, ya lo sabemos, consistiría en repartir los recursos en una España «en red». Esto está muy bien, pero tiene truco. Mientras que Madrid, que transfiere por cabeza más renta aún que Cataluña, no discute la orientación excéntrica de sus excedentes, la última sí lo hace. Es irresistible la sospecha de que la red que se nos propone estaría hecha a la medida de Barcelona. Y abundan también los motivos para recelar que este futurible no es ajeno a los intereses peculiares de la oligarquía catalana. Las resonancias entre el discurso maragalliano y lo que publica el «Círculo de Economía», club o lugar de encuentro de los poderosos de la región, es inconfundible. Lo es incluso en los detalles de la redacción, esos que sirven para fallar los pleitos por plagio. En su artículo, escribía Maragall: «La definición, no sé si decir madrileña o popular de España, es la siguiente: España está formada por un conjunto de puntos a distancias diversas de Madrid. Y la definición de la política territorial es, como sabemos, acortar esas distancias. Todas las capitales de provincia a menos de X horas de Madrid en el plazo máximo de Y años». El «Círculo de Economía», en un informe publicado en 2004 -«El papel del Estado en el mantenimiento del equilibrio económico territorial de España»-, criticaba en términos maragallianos el «diseño radial» de las nuevas infraestructuras en transportes y comunicaciones. Y resumía este objetable sesgo centralista empleando una frase que cito textualmente: «Todas las ciudades a X horas de Madrid».

¿Azar léxico? Tal vez. El mensaje, pese a todo, es idéntico, y la porosidad del tabique que separa el tinglado económico catalán de los partidos dominantes en aquellas latitudes, más que notorio. Me precipito a afirmar que no estoy sugiriendo la existencia de una conspiración. Una conspiración implica objetivos explícitamente pactados, encuentros ad hoc, etc... Yo aludo sólo a intereses convergentes, cuya manifestación esporádica podrían ser cosas tales como la opa de Gas Natural sobre Endesa. Estos movimientos no serían obligadamente lesivos para la buena marcha de los asuntos nacionales, si no se hallasen sujetos a impulsos contrapuestos. Nada arguye en principio que el país fuera a salir perdiendo si Barcelona recuperase su condición de capital económica de España. Lo que no termina de encajar es que Barcelona se erija en capital económica de España a la par que Cataluña denuncia sus compromisos con el resto de los territorios españoles. Se reproduce, a escala económica, el carácter problemático del problema Maragall. O se está dentro, o fuera. No se puede estar en misa y repicando.