En nombre de España

Sepa el Gobierno de España que somos mayoría los españoles que en un día como hoy pensamos que ninguna otra preocupación debe embargar su ánimo más que la de sencillamente cumplir y hacer cumplir la ley, que es la principal de sus obligaciones. No tengan duda nuestros gobernantes de que si cumplen con su deber, defendiendo la legalidad vigente, contarán con el respaldo y el apoyo de sus conciudadanos, independientemente de cuál sea el color político de nuestras convicciones.

Con quien delinque conscientemente pretendiendo subvertir el ordenamiento constitucional, no cabe más diálogo que el de aplicarle desde la más estricta normalidad democrática los instrumentos previstos por la ley en defensa y amparo del Estado de Derecho.

Pero sepan también todos, quienes nos gobiernan y quienes aspiran a hacerlo, que en una situación tan delicada como la del presente la más mínima disensión será considerada por los españoles como una complicidad encubierta en favor de los sediciosos, granjeándose la desafección y el rechazo de los votantes.

No le tiemble el pulso y cumpla con su deber el Gobierno de la Nación, porque, además, cuando al amparo de la ley se actúa con autoridad, la experiencia nos enseña que al final nunca pasa nada, más allá de la pena y el castigo que en justicia reciben quienes pretenden vanamente poner en jaque la convivencia nacional, despreciando la fortaleza democrática de las instituciones.

Muy diferentes son los modos y maneras utilizados en las intentonas de golpe de Estado sufridas en España en los últimos tiempos. No es la primera vez que se produce una insurgencia como la que se pretende con la asonada prevista para hoy en el Parlamento autonómico de Cataluña. La pretensión de quienes hoy se amotinen es, por distintos procedimientos, la misma que intentaron los golpistas del 23 de febrero de 1981 o la continuada acción terrorista de ETA: quebrar el ordenamiento constitucional e imponer sus pretensiones al margen de la ley y de la voluntad mayoritaria de sus compatriotas.

Cierto es que no podemos llamarnos a engaño y sorprendernos ante un desenlace no solo anunciado hasta la saciedad en tiempo y forma, sino que es consustancial a la trayectoria nacionalista, que por esencia tiene su «Estación Termini» en la independencia y la consiguiente ruptura de la unidad de España.

Todas las concesiones conferidas, los privilegios obtenidos se han demostrado vanos e inútiles, porque los separatistas tan solo los han considerado como claudicaciones arrancadas a la debilidad de sucesivos gobiernos que, en el ciego afán de lograr efímeras mayorías parlamentarias, toleraron y permitieron el permanente incumplimiento de las leyes y el constante desacato a las sentencias de los tribunales.

Continuar en la ya endémica falta de acuerdo de los dos grandes partidos en las políticas de Estados, sobre todo en la cuestión territorial, será a partir del día de hoy un suicidio electoral, cuando no una conducta punible merecedora de la consideración de traición, responsabilidad en la que incurren quienes frívolamente hablan de diálogo o de solución política, alentando así y legitimando las pretensiones separatistas que, con cualquier reforma de la actual Constitución, saben que quemarían etapas en el camino a la independencia.

Preocupémonos, al contrario, de romper las fronteras interiores que en sus respectivos territorios van imponiendo los nacionalistas, excluyendo y anatemizando a todos los que no piensan como ellos, arrogándose en exclusiva la defensa de lo vernáculo, que se define como propio, y en consecuencia lógica todas las facetas de la vida que no coincidan con su esencia pasan a ser consideradas como ajenas.

Y así, la reciprocidad que más que pedir se exige en ningún caso se aplica a quienes dentro de sus territorios hablan otra lengua, mantienen otras señas de identidad cultural o simplemente no quieren que sus hijos reciban una enseñanza ideologizada, contraria a los más elementales principios de libertad. Si la proporcionalidad que timoratamente se anuncia tuviese la misma intensidad con la que lo aplican en el ámbito de sus competencias los nacionalistas, no tengo la menor duda de que por fin los derechos de la población no nacionalista se verían amparados y protegidos.

Porque, además, nadie puede olvidar que efectivamente son y siempre han sido mayoría quienes viviendo en Cataluña son y se sienten españoles sin que ello represente contradicción alguna con su condición de catalanes. Las primeras víctimas de la insurrección que hoy se pretende son los más del 90 por ciento de catalanes que en 1978 votaron afirmativamente en el referéndum constitucional, o los más del 51 por ciento de electores que en las recientes elecciones autonómicas no votaron candidaturas rupturistas o independentistas.

No olvide el Gobierno de España que también es su obligación amparar y dar voz a estos millones de españoles, nacidos o simplemente residentes en Cataluña, los auténticos damnificados por la acción excluyente y la intolerancia dogmática de quienes imponen una ideología totalitaria y no tienen reparos éticos en poner en peligro la convivencia, en el afán de tapar y ocultar su nefasta y ruinosa gestión política, así como su endémico régimen corrupto, vergüenza y deshonra cívica de todos los que lo han conocido, lo han tolerado y han formado parte de él.

Que nadie se engañe. Propugnar el «hecho diferencial» es reforzar la insolidaridad y las desigualdades entre personas y también en territorios, buscando inútilmente contentar a quienes en sus autonomías, y más cuando gobiernan, niegan y acosan cualquier «hecho diferencial» existente en sus territorios imponiendo la uniformidad en el pensamiento único.

Tengan por seguro que, mientras no se recupere el contenido de los programas educativos, la situación seguirá empeorando y no tendrá solución.

Reflexione la izquierda, ante la deriva que la lleva al abismo, sobre aquellas palabras que un gran socialista, Indalecio Prieto, pronunciaba en Cuenca, en vísperas de la gran tragedia de la Guerra Civil: «A medida que la vida pasa por mí, aunque internacionalista, me siento cada vez más profundamente español. Siento a España dentro de mi corazón y la llevo hasta en el túetano mismo de mis huesos. Todas mis luchas, todos mis entusiasmos, todas mis energías, derrochadas con prodigalidad que quebrantó mi salud, las he consagrado a España. No pongo por encima de ese amor a la patria, sino otro más sagrado: el de la justicia».

En nombre de España, sea llegado el momento de la justicia.

Francisco Vázquez, embajador de España.

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