En París, desnudo de artista

Ya sé que Nueva York está de moda. No hay gilipollas que no acabe de venir de allá o que esté preparando un viaje a la Gran Manzana. Por no encontrármelos en la Quinta Avenida creo que me moriré sin pisarla. No sé si a ustedes les pasa, pero yo cuando me encuentro a un paisano por el ancho mundo - no digamos ya, si va en grupo-, huyo despavorido y tengo la sensación de que me han jodido el día, no porque piense que soy el único con derecho a viajar, todo lo contrario, es porque viajar, como ya dijo alguien, es vivir más, y encontrarme al paisanaje es volver a revivir lo mismo.

Pues bien, aunque sé que no tiene nada de fashion y que a pesar de inventar la de-construcción no tienen ni idea - felizmente- de su aplicación a la cocina, en la que nosotros somos la hostia - conozco una dama que deconstruye la botifarra-amb-seques-, yo les recomiendo volver a París. Es como un spa - que se diría ahora- que ayuda a afrontar la estupidez autóctona y el narcisismo comarcal. Muerto Karl Popper que estás en los cielos, olvidado Isaiah Berlin alabado sea Jehová todopoderoso, bendito sea George Steiner, el discreto profesor de literatura comparada de toda la vida, convertido en el gurú de la comarca; ¡estamos jodidos, Manolín, lo que nos espera puede ser aún peor! Incluso el último espectáculo de La Zaranda, que se pasea por los teatros de España, se titula Los que ríen los últimos.Y da la impresión de que no vamos a ser nosotros.

Si viajan a París aprovéchense para ver cine, todo ese cine que no tendrán oportunidad de ver acá. Algún empresario avispado podría proponer viajes a París de fin de semana, ajustados a pases de películas inéditas en nuestros cines. Algo así como lo de Perpiñán en la época del cólera, pero ahora para ansiosos de buen cine. ¿Acaso no saldrían treinta cinéfilos, de esos que les gusta ver cine en un cine y no en el churro líquido de su salón? Pero sobre todo, si se acercan a París antes del 28 de enero, no se pierdan una visita al Grand Palais. Allí encontrarán todo lo que se debe saber sobre uno de esos pintores que irritan a los profesionales posmodernos y a los críticos finos y convencionales. Se llamó Gustave Courbet y si le suena de algo a más de un enterado se debe a que osó pintar el primer sexo de mujer de la historia del arte. Ya sé que retratos de mujer con sexo los hubo variados, e incluso en el arte asiático con abundancia y descaro, pero que el sexo fuera el dominante de una tela no tiene precedente que yo sepa hasta 1866. Son 55x46 centímetros de pintura, cuyos avatares han merecido ya más de un libro, pues no es para menos empezar en los salones de un sultán turco y terminar en casa del psicoanalista Lacan.

Hace ya bastantes años, en la primavera del 2000, dediqué un artículo a Courbet aquí mismo y he vuelto a leerlo con sorpresa porque apenas si recordaba algunas cosas que ahora, al recorrer la magna exposición del Grand Palais, me parecían descubrimientos. El homenaje que le dedicó Balthus, tan hermoso y sentido, pero también la curiosa personalidad de Courbet, su devoción, casi su fraternidad, hacia la mujer, pero a la mujer entera, sin tapujos, desde la punta de los pies al cabello, con especial delectación en las partes más sensuales. Y si digo fraternidad es obvio que me estoy refiriendo a la particularidad de haber vivido, y felizmente, entre mujeres; único hijo varón con cuatro hermanas. Es curioso que para algunos críticos de arte las telas de Courbet tengan un plus de realismo que las hace excesivas. J. F. Yvars, siempre muy serio, escribió a este propósito una frase antológica por divertida, "el arisco y caprichoso asalto del artista a la realidad objetiva". Me recuerda aquel comentario del músico Federico Mompou a los excesos de Beethoven, a sus exageraciones sonoras. Y es lógico que sorprenda la fuerza, el derroche de talento cromático de las telas de Courbet, su realismo de alta definición, podríamos decir hoy, si tenemos en cuenta que la obra de estos artistas se produce al mismo tiempo que surge la fotografía. Incluso la palabra realismo, sin ir más lejos, es una invención de mediados del siglo XIX, por más que ahora nos parezca que nació con Grünewald o el Lazarillo de Tormes.

La exposición del 2000 se refería a un episodio decisivo en la vida de Courbet. Su participación en la segunda revolución contemporánea, si es que hoy, ya deconstruida hasta la historia, podemos decir que son contemporáneos nuestros los comuneros de 1871. La Comuna de París tuvo en Courbet uno de sus representantes, en el distrito VI. º , donde salió elegido por 3.242 votos. Era lógico, no sólo por su amistad con Proudhon, sino también por su compromiso radical con la pintura y con la vida.

Me gustó siempre aquella frase suya, orgullosa y provocadora: "Yo nunca he visto ni ángeles ni dioses, por eso no los pinto". Le costó un disgusto que empañó los últimos años de su vida. Acusado de ser el responsable del derribo de la Columna Vendôme, le obligaron a pagar la restauración y la reposición. Una venganza sutil para un artista arruinado. ¡Qué cosas escribieron contra él Alejandro Dumas hijo, un golfo de la pluma, y el siempre gubernamental Teófilo Gautier!

Huyó a Suiza y de este tiempo de exilio y decadencia me impresionan muy especialmente sus telas de truchas. Todo eso está ahora en la exposición del Grand Palais. Esas truchas, gordas y hermosas, que exudan aquel sabor fuerte, a corriente de agua limpia. ¡Quien no comió truchas de río, antes de las repoblaciones y las piscifactorías, no sabrá nunca qué manjar y qué sabor se ha perdido! A veces pienso si nuestra magdalena de Proust no fueron las truchas de la infancia, de piel crujiente como una golosina y carne prieta y sonrosada. No es extraño que Courbet, durante su periodo carcelario, tras la Comuna, pintara manzanas, uvas y floreros; imagino que pintar, como escribir, es evocar el gozo y la ausencia. Y en ocasiones la presencia. La presencia total de este artista cuyas telas, casi sin excepción, al decir de un crítico "provocaron debates políticos, morales y estéticos". Ahí está como una prueba esencial el mayúsculo Entierro en Ornans,su lugar de nacimiento, donde figuran amigos y familiares, y hasta algún enemigo probado. A este entierro sarcástico del año 1850, ocupando una tela de casi siete metros, apenas le falta muy poquito para emular al mítico Napoleón coronado, de David. Un sacrilegio.

Cuando expuso en el Salón de 1853 sus Dos bañistas,las damas se cubrían espantadas ante la tela, y Napoleón III y su señora esposa, una española cursi que creó leyenda en la moda, dijo aquello de "Dos percheronas". O a lo mejor no fue ahí, sino en el otro Salón donde exhibió esa Mujer desnuda acostada que al fin pueden ver por primera vez, porque llevaba muchos años perdida hasta que reapareció gracias a un mecenas que pagó 11 millones de euros... a cambio de una deducción fiscal del 80 por ciento.

Lo que son las cosas, el cuadro más apreciado por el Emperador y Eugenia de Montijo, su insufrible y frívola señora, campeona del gusto en la época, fue una tela de María Rosalía Bonheur, hija de pintor y apreciada paisajista. En esta ocasión se trataba de una escena de caballos - ahí, con la Montijo y la cursilería aristocrática fin de siglo, quizá empezara la pasión por los cuadros con caballos que hoy reinan en los salones de las casas más horteras de España-. Llevaba por título El mercado de caballos y se pagó por él la astronómica cifra, para entonces, de 270.000 francos. Hoy se puede contemplar en el Metropolitan, o sea que acuérdense cuando hagan el viaje fashion a Nueva York. Si pueden escoger entre los 120 cuadros de la magnífica exposición de Courbet yo me detendría en esas mujeres - desnudas, siempre mejor que vestidas, para qué engañarnos-. Y sobre todo los autorretratos. Pocos pintores se retrataron tanto y de manera tan diferente.

Murió a los 57, cargado de deudas, de alcoholes, de kilos y de enemigos. No puedo resistirme a repetir, como hice en el artículo de hace siete años, aquella reflexión temeraria cuando rechazó la máxima distinción del gobierno francés, la Legión de Honor. "Cuando muera quiero que digan de mí que jamás perteneció a ninguna escuela, a ninguna iglesia, a ninguna institución, a ninguna academia y, sobre todo, a ningún régimen que no fuera el de la libertad".

Gregorio Morán