En política no hay ingenuos

Por Gregorio Morán (LA VANGUARDIA, 08/07/06):

Entre las frases estúpidas que uno se ve obligado a sufrir hasta saciarse está esa de "todos los políticos son iguales". O lo que es lo mismo en versión asilvestrada: los políticos, lo que quieren es mandar y forrarse. No diré yo que no puedan tener una base sólida de razón, pero lo que me irrita es el sectarismo gremial. ¿Por qué no se aplica el mismo principio a otros colectivos? A los empresarios, por ejemplo. ¿O es que quienes se introducen en el mundo de los negocios aspiran a alguna cosa además de forrarse y mandar? Unos tratan de tener poder y utilizarlo en su beneficio, y otros invierten sus beneficios para adquirir poder. Cada vez que escucho a un gran empresario, en el ámbito privado, decir que la política es una basura, me pasma su incapacidad para mirarse en el espejo. Lo que ilustra en asuntos como la corrupción edilicia de Marbella y alrededores se reduce a comprobar cómo los hombres de empresa invirtieron sus ganancias en engrasar los mecanismos políticos hasta hacerlos anexos de la vida empresarial. La política como negocio.

No hay nada más corrupto que la vida económica, y no hay nada más necesario que el comercio; una paradoja. Los tipos más corrompidos que he conocido en mi vida sostenían en la intimidad su desprecio por los políticos, a los que acusaban de todas las corrupciones que ellos promovían. En ese entramado de paradojas estamos metidos hasta el cuello. No hay silencio más ominoso en los últimos años que aquel que cubre los juguetes rotos apellidados De la Rosa y Conde. Acaba de morir uno de los más fastuosos estafadores que ha conocido el mundo económico, un lince de los negocios hasta anteayer, que respondía al nombre de Kenneth Lay, fundador de Enron, cristiano cabal hasta el rezo cotidiano. "Dios me salvará", solía decir ante la perplejidad de los jueces, hechos a todo menos al derroche de desvergüenza de un canalla arrogante que había dejado en la miseria, y sin derecho a la jubilación, a seis mil ciudadanos y otras tantas familias, a las que de seguro Dios lo tendrá bastante más difícil para echarles una mano.

Los libros de historia han sacralizado la política del pasado como si se tratara de cursillos de ética intensiva o de formación para patriotas exacerbados, y así leer los manuales al uso nos lleva a la consideración de que el mundo está lleno de héroes y malvados, de valientes y traidores, de aspirantes audaces y de aventureros con el éxito marcado en el culo, cuando no en sitios más inquietantes. El esfuerzo de cualquier padre de la patria, y entiendo por tal desde el redactor de libros de texto al voluntarioso y humillado maestro de escuela - ¿existe la profesión de maestro de escuela, o se extinguió como la mayoría de las profesiones artesanales?- está en considerar a los políticos y demás aspirantes a hombres de Estado como seres que toman decisiones trascendentales en función de su humanidad y de su sentido de la responsabilidad ante la historia. Sus aciertos y sus fracasos vienen dados por situaciones que nos esforzamos por engrandecer para así amilanar la envergadura del fracaso o por empequeñecer la derrota sin un mínimo de sentido del ridículo. Si yo dijera que la política es un negocio, algunos lectores fruncirían el morro por exceso de crueldad en la expresión. ¿Y por qué, si todos, de una manera u otra, ejercemos en el mundo de la empresa y los negocios, habría de ser la política algo tan exótico como para no tener relación con el comercio?

Fíjense si la política está íntimamente vinculada al mundo de los negocios y de la empresa que son las únicas profesiones, digo bien y recalco, las únicas profesiones, donde la prueba del nueve de la profesionalidad está en el éxito. No hay grandes empresarios fracasados y metidos en su casa rumiando el desastre. Todo hombre de empresa es bueno si triunfa y es malo si fracasa. Y entre fracaso y fracaso, lo que menos se admite en un aspirante a empresario es retirarse a sus cuarteles de invierno achacando que el mundo no está hecho para él. El éxito es el único aval para el empresario y el político. Lo traté de explicar recientemente en uno de esos cursos de verano en una universidad de Barcelona y los jóvenes me miraron sorprendidos, porque la política quizá para ellos pertenezca a otro mundo y por eso ni siquiera se molestan en votar. Uno puede ser un escritor genial y fracasado, un músico arrebatador y pobre, un pintor deslumbrante que no consigue exponer su obra pero con gloria póstuma, un científico marginado cuyos avances se descubren demasiado tarde. Todo eso es posible, salvo para los empresarios y los políticos.

Este largo exordio pretende ser una introducción a dos manifestaciones de la política en nuestra vida ciudadana sobre las que nos mostramos renuentes a hablar. La primera es el resultado del reféndum estatutario. La otra, la figura política del presidente Zapatero. Enfoco una y otra desde la obvia perspectiva de que la política es una variante dura del mundo de los negocios. Incluso emulando las grandes frases de Clausewitz o Maquiavelo, podríamos echar nuestro cuarto a espadas y afirmar que la política es un condensado del mundo de los negocios que fabrica un producto, con fecha de caducidad desconocida. ¿Qué se hicieron de aquellos muchachos audaces que estaban dispuestos a meternos en el infierno para purificarnos y que gritaban a los cuatro vientos que el 85 por ciento de la ciudadanía catalana aprobaba el nuevo Estatuto, confundiendo con perversa ingenuidad, la representación parlamentaria con la ciudadanía a secas?

La Constitución española de 1978 fue aprobada en Catalunya con una participación del 67,9 por ciento. El Estatut catalán de 1979 fue aprobado con un parcipación del 59,3 por ciento de la ciudadanía catalana. Y el reciente estatuto, que exigía el 85 por ciento de los periodistas multiusos, fue aprobado con menos del cincuenta por ciento. La distancia entre la clase política catalana y la ciudadanía catalana es cada vez más notable, y por tanto bastará decir que la política aquí, pudiendo ser un buen negocio, se está revelando como una prueba de la incompetencia de los profesionales que nos gobiernan. Son unos pésimos administradores del patrimonio que les ha concedido la ciudadanía. Y digo más, los egregios comentaristas de la situación, muy humillados últimamente, no crean ustedes que están así por sentido de la autocrítica, sino por otra cosa mucho más pedestre y obvia; nadie con sentido, en el modesto mercado de los plumillas, sabe a quién demonios debe presentar sus respetos. Hay una paz en el oasis que espera a que llegue la caravana del nuevo jeque. Yen la espera se ha abierto un zoco. Ahora tendremos un oasis capitidisminuido, pero un mercadillo lleno de ofertas.

Me afecta mucho la sonrisa pánfila de Rodríguez Zapatero. Y sobre todo ese gesto inconsciente de mover las espaldas y encoger los hombros, como los perritos sufrientes antes de que el amo cruel los apalee. Me afecta mucho la sonrisa de Zapatero porque la gente, poco habituada a que los políticos sonrían, sienten ante ese personaje una piedad de madres con hijos creciditos, o abuelos amables ante el chico que está pasando por un mal rato. Desconfíen de la sonrisa de Zapatero, no por nada especial, porque el tipo no me cae mal y hasta me divierte, pero se lo digo de todo corazón y asumiendo esa cuota de maldad que tenemos los que no aspiramos al estatuto de palmeros. Ocurre una especie de síndrome de Gorbachov; no hay extranjero sensible que no admire al joven presidente, lo que sumado al elogio de algunos catalanes y vascos que no le votarán nunca da un panorama preocupante. En los negocios lo que vale es la cuenta de resultados y Zapatero es un hombre de negocios implacable.

La candidez es un delito que aún no ha entrado en el Código Penal, pero acabará entrando, porque no hay irresponsables mayores que los cándidos. Zapatero ha puesto en marcha dos dinámicas de consecuencias en principio incalculables, como toda novedad que se introduce a velocidad de caballo. La primera es la transformación de la sociedad española en ámbitos de dominio conservador y atávico: la homosexualidad, la laicidad y otras variantes, lo que me parece magnífico. La otra es la negociación con ETA. Mi opinión es que la necesidad de Zapatero es perentoria y que la maduración de las condiciones por parte del grupo terrorista no van al mismo ritmo de su ansiedad. Algo me dice, quizá la intuición, que ambos necesitan empezar a negociar y al tiempo no llegar a ningún acuerdo. En otras palabras, prolongar la ficción de la negociación hasta una coyuntura más favorable. Con un Partido Popular hirsuto, basculando cada día más hacia la derecha montaraz, lo preocupante no es el aislamiento del PP, lo inquietante es que la sociedad se fraccione abismalmente en dos mitades muy parejas. Dejémonos de chorradas sobre el aislamiento del PP y la solidaridad de los demás grupos políticos hacia Zapatero. Con una perspectiva de empresario, el negocio es ruinoso. Todos los plácemes a Zapatero dan como resultado mucha tienda pequeña y ausencia de grandes almacenes. Si quieren ustedes engañarse, anímense a seguir en la misma vía.

Carezco de experiencia comercial y me falta entusiasmo para los negocios, pero tengo muy clara la diferencia entre discutir de política y hacer política. La situación está subiendo de grados. Zapatero cada vez corre más y coloca las cosas en un punto de no retorno. Ningún reproche; es una táctica como otra cualquiera. Pero no se engañen, todo lo que se está haciendo tiene un objetivo. Encontrar el momento idóneo para convocar nuevas elecciones y salirse de esa victoria con hipotecas que le lastra como un castigo. Ni la negociación con ETA, ni el Estatut de Catalunya, ni la sonrisa de Zapatero son trascendentales para la supervivencia de la empresa. Lo único importante en este momento es cuándo decidirá convocar nuevas elecciones, con los jabalíes del Partido Popular triscando en el monte.