¿En qué circunstancias?

Esta sería la pregunta, al hilo, claro está, de lo que dijo el expresidente Felipe González en el programa El Hormiguero, donde se declaró contrario “en estas circunstancias” a conceder los indultos a los políticos y activistas condenados por los hechos de octubre de 2017. La respuesta parece obvia y estaba implícita en sus palabras: no mientras se perciba que el indulto no va a impedir que estos condenados, u otros responsables públicos envalentonados ante ese gesto de generosidad, vuelvan a quebrar el marco legal que fundamenta y articula la democracia en España. Puesto que el expresidente González en más de una ocasión y en público se ha declarado disconforme con la gestión política del procés en los momentos críticos de septiembre y octubre de 2017, no debe verse su rechazo a la oportunidad de los indultos sin tener en cuenta una posición más general, mucho más matizada que la de muchos de sus supuestos fans. En efecto: no es difícil de imaginar cuánto daño, dolor y confusión nos habríamos ahorrado de haberse enfrentado el Gobierno de entonces a la “desconexión” legal del Parlament de Cataluña los días 6 y 7 de septiembre de 2017. Pero puesto que eso ya no tiene remedio, de nada sirve darle más vueltas.

¿En qué circunstancias?Que la cárcel ha sido percibida como un exceso por una parte mayoritaria de la ciudadanía catalana, no necesariamente independentista, es un hecho al que se podrá contraponer su contrario: que la opinión pública mayoritaria en España piensa que se lo ganaron a pulso y que se lo tienen bien merecido. Tampoco por ahí, en la ignorancia recíproca de dos comunidades, o en el contraste de modos de entender el mismo problema, se avanzará mucho. La cuestión de en qué circunstancias los indultos serían convenientes o aceptables, a tenor por lo expresado no solamente por el expresidente González, sino por el mismísimo Tribunal Supremo, se puede responder así: declarando los condenados algo parecido al compromiso de no reincidir en los delitos por los que fueron condenados, y contribuyendo con su influencia política a que sus compañeros de causa no vuelvan a caer en el mismo error. Pero eso no sucederá, es evidente. Los condenados han asumido un sacrificio personal y saben que el único sentido vital y hasta moral que ese sacrificio tiene para ellos pasa por dotarlo de valor político. Por eso necesitan sentirse maltratados por un Estado “represor” y “vengativo”. Si no fuese así, deberían reconocer —y en público— que se equivocaron. Y eso es pedirles demasiado. Así debe entenderse el “ho tornarem a fer” de Cuixart, o el estridente “que se metan el indulto donde les quepa” de Junqueras. Es evidente que ante semejantes actitudes o declaraciones, el perdón se hace muy cuesta arriba. La gran baza independentista, nadie lo ignora, es el deus ex machina de Estrasburgo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. La pregunta es —si las circunstancias, como es previsible, no cambian—: ¿y si ese tribunal fallara a favor de los condenados y declarara abusiva o no fundamentada la condena? ¿Tan seguro se puede estar de que eso no sucederá? Que el independentismo confíe mucho —o bastante, o totalmente— en esa salida es totalmente lógico. Pero que los poderes del Estado la descarten de plano o la ignoren resulta un poco inquietante. El indulto desactivaría en buena medida este riesgo. Porque si ese Tribunal fallase a favor de los condenados… ¿a qué iríamos a la Plaza de Colón? ¿A sacar pecho? ¿A gemir? Esa pregunta también debe hacerse, porque, para gemidos, los que sufrimos en Cataluña son ya más que suficientes.

Todo eso el independentismo lo ha pensado, y por eso el sector ultra del puigdemontismo y la ANC —la señora Paluzie, siempre tan transparente, lo dijo sin tapujos— están en contra de los indultos, a los que otras voces en teoría más consistentes, como Joan Ridao, han llegado a calificar incluso de “placebo”, es decir: de falso remedio. Y ello porque la única medicina que consideran apropiada para su mal es la amnistía. Que el independentismo más radicalizado esté en contra de los indultos, ignorando incluso la posición humanitaria o posibilista del presidente Aragonès, debería dar que pensar a los que se rasgan las vestiduras ante la posibilidad de que se concedan. La coincidencia con el adversario, o con aquello que se detesta, es siempre un detalle que se debe tener en cuenta.

Pero hay todavía otra pregunta que debe poder hacerse. Los que rechazan de plano los indultos —y que también, por cierto, rechazaban de plano una reforma del Código Penal ad hoc—, ¿tienen alguna propuesta alternativa para la situación que se ha generado en Cataluña con el dichoso procés? La única que parece imaginable es que el asunto los aburre soberanamente y lo dan por imposible, y no les inquieta que la cosa se pudra. Muy bien. No podrá decirse que no se los entiende, aunque ojo al pequeño detalle: esa, o muy parecida, fue la política de Rajoy, y adónde nos llevó ya lo sabemos. Los que apuestan por la indiferencia o la impavidez política no pueden ignorar que cuando un miembro en un cuerpo inicia un proceso de putrefacción, el cuerpo entero se expone a lo peor, y entonces hay que amputar. No hace falta decir aquí qué es el cuerpo y qué es la extremidad periférica que podría llegar a pudrirse, o simplemente adentrarse por un camino de desafección cada vez más profunda, cada vez más mayoritaria, y naturalmente irreversible. Ese camino está lejos de ser inimaginable.

También es cierto que los indultos pueden servir de bien poca cosa, aunque descoloquen considerablemente el martirologio indepe. Y también lo es que Sánchez puede pagarlos muy caros en términos políticos y electorales. En ese caso, y suponiendo que Casado —es una mera suposición— llegase a la presidencia del Gobierno más pronto que tarde como consecuencia de esta fenomenal decisión, puede fantasearse con una situación parecida a esto: en privado, y en voz baja, el presidente entrante le dice al saliente: “Gracias por haberte comido tú ese marrón”. Y el ya expresidente podría responderle entonces: “Me hundí, es verdad, pero alguien tenía que hacerlo”. Claro que perder unas elecciones no debería ser lo mismo que la muerte política sin resurrección posible. En la entrevista con Pablo Motos, Felipe González hizo unas reflexiones muy interesantes sobre la edad. Recordó que cuando dejó de ser presidente era más joven que su entrevistador, y que ahora tenía la misma edad que Joe Biden. Siempre es posible volver. Por supuesto con más madurez y sabiduría.

Y en fin: si el “problema catalán” (que no hace 300 años que dura, como ha dicho algún fino analista) es de difícil solución y pide pensarse en términos históricos (no a 300 años vista, eso tampoco), entonces habrá que ir atendiendo a las circunstancias sin esperar milagros ni incurrir en trucos de magia, desactivando siempre “lo peor”, que no deja de acecharnos, y demostrando que el Estado, aparte de saberse defender de sus enemigos con rigor, también sabe ser inteligente y hacer política (para contrariar a la señora Paluzie, entre otras muchas cosas). Solo entonces la democracia española demostrará tener más grandeza que la que está demostrando tener la política española.

Josep Maria Fradera es catedrático de Historia en la Universidad Pompeu Fabra y Jordi Ibáñez Fanés es escritor y profesor de Filosofía en la misma universidad.

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