¿En qué consiste la "vibrante" democracia israelí?

Se suele decir que la democracia israelí es una democracia vibrante y no cabe la menor duda de que lo es. Al menos, en lo que se refiere a lo que se dijo en el hemiciclo (en contenido y forma) durante la votación para la configuración del nuevo gabinete de Gobierno.

Desde una perspectiva menos apasionada, no parecen diferir mucho esos calificativos altisonantes de los de otras sesiones parlamentarias de nuestro entorno, incluida la nuestra (y sólo hay que echar un vistazo al diario de sesiones del Congreso de los Diputados para comprobarlo). Corren tiempos encendidos de crispación social y política. Crispación que salta de la calle a las instituciones y que hace luego el camino de vuelta.

Lo que sí parece tener un marcado sello autóctono es esa parte del debate, interrumpido hasta la extenuación, acerca de la sempiterna cuestión de cómo ser judío. Sólo en Israel cabría una cuestión así en sede parlamentaria.

Se trata de una cuestión planteada, precisamente, por los interlocutores más duchos en la materia. Al menos en principio. A saber, los líderes de los dos partidos religiosos con representación en la Kneset.

Algo que resulta, por otro lado, incongruente. Porque ambos se han venido acusando de forma altisonante a lo largo de los años y porque su falta de armonía ha conducido a la constitución de dos formaciones políticas diferentes.

Desde este punto de vista, es evidente que la cuestión judía, en el sentido de lo que se debe hacer para alcanzar esa identidad, sólo cuenta con el apoyo de dieciséis escaños en sentido estricto. También lo es que el inexorable proceso de secularización mundial muestra en Israel un ritmo diferente al del resto de democracias occidentales.

Todo esto es posible porque esa naturaleza vibrante de la democracia israelí se debe a su incuestionable ultrarrepresentación parlamentaria, producto de un sistema electoral proporcional con circunscripción única y un umbral electoral de sólo el 3.25%.

A propósito de esto último, cabe recordar los titulares que algunos medios de comunicación de nuestro país dedicaron al incremento de este porcentaje con el supuesto propósito (decían esos medios) de cerrar el paso a la representación de los partidos árabes israelíes.

Pero qué cosas trae el destino. Precisamente será un partido árabe el que abra las puertas a la posibilidad de un nuevo Ejecutivo aclamado por una ajustada mayoría de la sociedad: sólo el 33% de los ciudadanos aprueba la composición del nuevo Gobierno, frente al 23% que prefiere unas nuevas elecciones y un 31% que se manifiesta en contra de estas dos opciones, según el Israeli Democracy Institute.

Puestos a hacer titulares, convendría ahora uno acerca del nuevo, e histórico, socio gubernamental. El partido Ra’am. Un partido árabe israelí y musulmán, muy conservador e igualmente religioso, y cuyo líder, Mansour Abbas, no pestañeó al pronunciarse sobre la manifestación LGTBI celebrada hace unas semanas en Jerusalén y que reunió a miles de ciudadanos de todas las condiciones. Abbas la calificó de portadora de valores contrarios a la porción de sociedad que él representa.

Si resultan ser verdaderas las palabras que Yair Lapid (el atractivo líder del partido de centro Hay Futuro y que, con suerte, será el próximo ministro de Exteriores) no pudo pronunciar en el vibrante Parlamento por la elevada temperatura política, pero que un parlamentario de su formación ha hecho públicas luego, la manida cuestión judía (y otras grandes cuestiones más) se resume en lo siguiente:

“Después de todos los insultos y advertencias, la verdadera división en la sociedad israelí no es entre izquierdas y derechas. La verdadera división es entre moderados y extremistas”.

Alfredo Hidalgo Lavié es profesor de la facultad de Derecho de la UNED.

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