En recuerdo de Jorge Semprún

Semprún no había cumplido los veinte años cuando –ya exiliado con su familia en Francia– fue detenido y torturado por pertenecer a la Resistencia antinazi. Luego fue internado en el campo de concentración de Buchenwald. En el campo de concentración, llevando pegado en su zamarra un rombo de color rojo, de preso político, con una «S» negra de spanier (español), se integró en el PCE. «En cualquier caso, fue en Buchenwald, entre los comunistas españoles de Buchenwald, donde se forjó esa idea de mí mismo que me condujo más tarde a la clandestinidad antifranquista», escribió Semprún en Viviré con su nombre, morirá con el mío.

Buchenwald está al lado de Weimar, bajo las colinas de Ettersberg donde Goethe y Eckermann tanto habían conversado. Weimar, la ciudad que dio nombre a la Constitución y a la República alemana de entreguerras, destruidas por los nazis tras su llegada al Gobierno en 1933.

»Weimar, la ciudad de Goethe. Los rastros de su presencia están en todas partes. Como también los recuerdos de Schiller, de Listz, de Nietzsche, de Groupius; en resumen, los de la más alta cultura europea. Si el tiempo es soleado, (…) uno puede pasear por las orillas del Ilm, cerca de la ciudad. Al fondo de un valle verde, entre bosques, se levanta la casita de verano de Goethe, la Gartenhaus. Allí se encuentra un banco, después del puentecillo sobre el Ilm: lugar insensato para sentarse. Sin duda la idea que allí os asaltará herirá el punto más sensible de la memoria y del alma.

»Porque la víspera –o aquella misma mañana si se ha elegido la tarde para el paseo hasta la Gartenhaus de Goethe– el visitante habrá recorrido los pocos kilómetros que separan Weimar del campo de concentración de Buchenwald.

Buchenwald, todo un símbolo de la paradoja terrible que ha sido la Alemania del siglo XX. Su gloria y su pecado. El bien del talento y el mal absoluto, representado por el pozo horrible, irracional, despiadado del nazismo.

Conocí a Jorge Semprún en París, de la mano de Nacho Quintana y Carlos Romero, quienes me apadrinaron para entrar en Ruedo Ibérico, la editorial antifranquista que dirigía José Martínez, cuyo proyecto entonces era lanzar una revista a la que se habían incorporado Fernando Claudín, Juan Goytisolo y el propio Semprún. Se trataba de una reunión del Comité de redacción y el lugar eran los locales que Ruedo Ibérico tenía en la rue Aubriot, en el Marée.

Jorge Semprún tenía entonces 42 años y el cabello entrecano. Acababa de dar un gran giro a su vida. Expulsado, junto a Claudín, del PCE, había ganado el premio Formentor con su primera novela, El largo viaje, y se acababa de estrenar o estaba a punto de estrenarse la película de Alain Resnais, «La guerre est finie», cuyo guión, Semprún había escrito. Una película en gran medida autobiográfica que protagonizaron Ives Montand e Ingrid Thulin. Jorge Semprún no pudo recoger el premio Formentor en Mallorca. Tampoco se tradujo, hasta después de muerto el dictador, su novela. La tuve que leer en francés y me produjo emoción y rabia. Por lo que narraba, pero también porque, como a todos nosotros, hijos de la postguerra, se nos seguía hurtando la mitad de España.

Los viejos comunistas que yo conocí tenían un aura que me suscitaba respeto moral, pero su estilo nunca me había gustado. Diríase que llevaban bajo el brazo a la clase obrera y se mostraban como sus únicos administradores. Serios y trascendentes. Semprún era otra cosa. Era un tipo atractivo («gracia y agrado en las personas, que atrae la voluntad», eso dice don Julio Casares). Si aquella noche en Ruedo Ibérico él hubiera propuesto que le siguiéramos hasta el Amazonas o a las fuentes del Nilo, desde luego yo hubiera preparado la mochila. Me pareció que dominaba todos los escenarios, y que tocaba todos los palillos, con gracia y también con rigor intelectual. Sus palabras de aquella noche incitaban, eso me pareció, a la aventura. Intelectual o de otro tipo, a unir la palabra y la acción. Latía en él algo de Camus, de Orwell y también de Malraux.

La aventura intelectual de Semprún no hizo sino enriquecerse desde entonces, en la literatura y en el cine, a lo cual se añade la incursión política, como ministro de Cultura, en uno de los Gobiernos de Felipe González. Sin embargo, la acción política en su paso a la expresión literaria no ha sido el mejor terreno que ha pisado la escritura de Semprún. Desde el poema que, siendo aún comunista, escribiera en honor de Stalin con ocasión de la muerte del sátrapa y que sus adversarios han reproducido con profusión, hasta los dos libros de Federico Sánchez (el que fue su nombre clandestino) Autobiografía de Federico Sánchez y Federico Sánchez se despide de ustedes. Los dos libros levantaron ronchas, quizá por traslucir una cierta sensación de arreglo de cuentas. En cualquier caso, las tres últimas entregas literarias: La escritura o la vida, Adiós, luz de veranos y Viviré con su nombre… muestran a un creador en su plenitud, dominando su arte con una fuerza narrativa envidiable.

Joaquín Leguina, expresidente de la Comunidad de Madrid.

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