En serio, suprimamos el Senado

El Senado actual carece de funcionalidad: duplica la representación política del Congreso de los Diputados, reitera la dinámica partidista que preside aquel y es una cámara subordinada al Congreso en el ejercicio de la potestad legislativa, dado que su participación se limita a la eventual incorporación de enmiendas o la adopción de un veto a expensas de que el Congreso acepte aquellas o levante este. Cuando la voluntad del Senado coincide con la del Congreso, el Senado resulta inútil; cuando su voluntad es distinta, el Senado resulta disfuncional y la posterior intervención del Congreso lo hace irrelevante.

La Constitución de 1978 mantuvo la estructura bicameral de las Cortes Generales que, desde 1834, con la excepción del período de la II República, había caracterizado al Poder Legislativo en España. Su funcionalidad, sin embargo, debía ser distinta a la que tuvo durante nuestro constitucionalismo histórico. En los Estados centralizados, el Senado nació como una cámara fundamentalmente dirigida a defender el poder de determinadas clases dominantes frente a los excesos de la otra cámara, elegida por sufragio. Descartada esta función por motivos obvios, el constituyente optó por un modelo híbrido que albergaba dos objetivos distintos: por un lado, que el Senado operara como una cámara de reflexión o enfriamiento en la que poder amortiguar las tensiones políticas acumuladas en el Congreso; por otro, que el Senado fuera “la Cámara de representación territorial”, como lo define el artículo 69 de la Constitución, a fin de permitir la participación de las comunidades autónomas en la toma de decisión estatal.

En las actuales democracias de partidos, el Senado, sin embargo, no cumple ninguno de los dos objetivos. Tanto las cámaras altas como las bajas están controladas por los partidos, cuyo comportamiento es idéntico en ambas. Si la tramitación parlamentaria de una ley es tensa en el Congreso, el Senado reproduce idéntica tensión. El Senado tampoco actúa como cámara de representación territorial. No lo hace en España porque carece de funciones propiamente territoriales y la representatividad de cuatro quintas partes de sus miembros no es territorial, sino política, al ser elegidos por los ciudadanos entre las listas de los partidos. Pero en los Estados federales más paradigmáticos, como EE UU, Alemania y Canadá, tampoco funciona como cámara territorial.

En EE UU, los cauces de participación de los Estados en la decisión federal no se estructuran a través del Senado, sino mediante las organizaciones intergubernamentales o los lobbys que operan ante las oficinas que los diferentes Estados sitúan en Washington. En Alemania, la dinámica interna del Bundesrat responde a intereses partidistas, de manera que el partido o coalición de partidos que ocupa el gobierno de cada uno de los Länder utiliza esta segunda cámara como plataforma para apoyar o combatir al partido o partidos que gobiernan el Estado. Ello ha hecho del Bundesrat, cuando las mayorías partidistas en una y otra cámara no han coincidido, un “contraparlamento” que impide que importantes leyes salgan adelante debido a los enfrentamientos entre los partidos que gobiernan la Federación y los Länder. Precisamente reducir el papel del Bundesrat por su mal funcionamiento es lo que en buena medida pretendía la reforma constitucional de 2006. En Canadá, por su parte, se está discutiendo ya la abolición del Senado. Para el primer ministro de la provincia de Saskatchewan, Brad Wall, el Senado es un anacronismo, porque los senadores votan en función del partido al que pertenecen y no en defensa del interés territorial. Es un residuo histórico que poco aporta a la estructura federal y difícilmente puede ser considerado, por su falta de funcionalidad propia, como esencia del Estado federal.

En España, mientras tanto, seguimos empeñados en la tarea de convertir el Senado en una verdadera cámara de representación territorial. Ello ha dado lugar a estériles debates y a inútiles retoques normativos. E infructuosa resultará también cualquier reforma constitucional que pretenda dicho objetivo. No sólo por las dificultades técnicas y políticas a las que deberá enfrentarse —como la asignación de nuevas funciones (siempre en detrimento del Congreso) y la distribución de los senadores por comunidades autónomas y su forma de elección—, sino porque la representación territorial constituye una quimera en una democracia de partidos.

En la práctica, el Senado duplicaría —y podría bloquear— la representación política del Congreso. Y las funciones de integración territorial que pudieran asignársele, como la colaboración entre el gobierno central y los autonómicos o la participación legislativa de los gobiernos autonómicos en la decisión estatal, pueden realizarse mediante las relaciones intergubernamentales con mayor flexibilidad y eficacia. Intentar impulsar una reforma constitucional del Senado no vale la pena. Dinamarca eliminó el Senado en 1953, Suecia en 1970, Croacia en 2001 e Italia, como ha declarado ante el Senado el nuevo primer ministro, Matteo Renzi, lo suprimirá como cámara legislativa en el marco de una reforma constitucional más amplia. En España también es tiempo de considerar la abolición del Senado. En serio, suprimamos el Senado.

Carlos Garrido López y Eva Sáenz Royo son profesores de Derecho Constitucional de la Universidad de Zaragoza.

1 comentario


  1. Estoy de acuerdo con lo que proponen los autores de este artículo; pero, el Senado no se suprimirá mientras el sistema sea el de la actual España partitocrática, pues al partido encargado de gobernar, sea el que sea, si bien siempre se mostrará interesado en que haya puestos de trabajo para los españoles del montón, lo que más les interesa, sobremanera, es salvaguardar los puestos de trabajo de ellos mismos: la casta política.

    Fej Delvahe

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