En tiempos acelerados, ¿no habremos idealizado la lentitud?

Encontré una palabra en el diccionario que no estaba buscando: “Catacresis” (gr. katáchrēsis). Me pierden las etimologías, así que decidí tirar del hilo y consultar el diccionario de Chantraine. Mientras repasaba sus páginas me asaltaban otras palabras en las que iba deteniéndome. Llámeme excéntrica, pero qué emocionante es cuando se abren otras rutas en el proceso de lo que andas buscando. ¡Lo inesperado! Esto debe ser también parte del asombrarse del que habla Aristóteles como origen del saber. Se quedan ahí como puertos en los que atracar cuando sea el momento, como una X en un mapa. A veces lo inesperado es justo lo que estabas buscando y otras veces lo encontrado no “te sirve” para lo que tienes entre manos, ¡pero que te quiten lo bailado! En el tomo IV, página 1.275, encontré el término junto a una referencia a Cicerón en El orador en la que se cita a Aristóteles. Y acudo a Cicerón: catachresis es el “uso abusivo” de una palabra de significado cercano a la que queremos emplear pero que no es igual “ya sea por necesidad, ya por deleite, ya porque conviene”. Y así estas reflexiones se anudaron con un texto en el que estaba trabajando. Más concretamente este que usted está leyendo. Quería escribir sobre la pauperización, procesos a los que hemos dejado de dar importancia porque queremos resultados ya, ahora, cuanto antes, “si no me acuerdo lo busco en internet para tardar menos” y veo que voy lenta… ¿o voy despacio? ¿Estamos ante un “uso abusivo” de la palabra lentitud? ¿Aristóteles me acusaría de catacresis?

Podría decirse de la lentitud lo mismo que David Lowenthal dijo del pasado en El pasado es un país extraño: que está en todas partes o, al menos, últimamente en boca de todos. ¿Nos falta lentitud en tiempos de aceleracionismo? ¿Hacer muchas cosas (multitarea) es contrario a la lentitud? ¿Qué lentitud exactamente nos falta? ¿La lentitud es una vivencia del tiempo? El libro de Lowenthal aborda la experiencia del tiempo en la modernidad y se centra en una figura que seguro le suena del pasado de las columnas de opinión: la nostalgia. Esta es entendida, desde que así la acuñó Johannes Hofer, como el dolor que emerge ante la idea de un regreso imposible a un lugar que se percibe bajo la forma de una carencia. Si el pasado es “un país extraño” no es tanto porque “lo extrañamos” sino porque aunque tuviéramos la máquina de H. G. Wells y allí volviéramos, somos nosotros los que no encajamos en aquel lugar: nos hemos convertido en “extraños”. Ya ven qué cosas: la nostalgia no tiene que ver en el fondo con un sentimiento por lo que he perdido, sino con lo que yo ya no soy. Nuestra forma de pensar, de vivir, de razonar, de mirar es otra. Y así echamos de menos la lentitud. Es lo que nos falta. Como el pasado para Lowenthal, la lentitud es nuestro país extraño que asociamos con una ralentización de los ritmos que nos arrastran. Y suspiramos por ella y nos hacemos el firme propósito de recuperarla. Ahora bien, ¿podemos ser igual de “lentos” que antaño? ¿Todo es tan fácil como ir despacio? ¿La subjetividad del siglo XXI es la del XX o es “extraña” a sus formas? ¿Es la velocidad un “mal” de nuestro tiempo? ¿No habremos “idealizado” la lentitud y la empleamos como una catacresis “por necesidad, por deleite, o porque conviene”? ¿Somos nostálgicos sin saberlo de la “lentitud”? Y esta es mi tesis: hemos convertido la “lentitud” en una catacresis de ir despacio, es decir, de hacer lo mismo pero “a menos velocidad”, como si los “males” de nuestro tiempo fueran solo cuestión de rapidez. El problema es, más bien, la inercia de un modo de hacer que desdeña los procesos. No podemos traer aquella “lentitud” como no podemos volver al “pasado”.

Hace unos días Sergio del Molino formuló una pregunta:“¿Y si descubrimos que no sabemos vivir en la calma?”. Su reflexión puso el foco en un enjundioso punto ciego. Partidarios de la lentitud o adalides de la prisa, ambos se mueven en los extremos de una misma preconcepción: que todo depende de la elección de un sujeto que puede ser plantarse ante un sistema hiperacelerado, que opta por disfrutar del frenesí porque “la vida es esto” o que se queja amargamente por no poder parar porque le falta valor, voluntad o dinero. Pero si no “sabemos” vivir en la calma quizá haya otros factores. Para vivir en tiempos de materialismo exacerbado, no deja de resultar curioso cómo olvidamos nuestra dimensión orgánica, que solo aparece cuando nos duelen las muelas, pero cuando se trata de nuestra manera de pensar hace transparecer la idea de un alma incorpórea. Somos seres de proceso, cambio y devenir constante, que somos quiénes y cómo somos por la realidad del mundo que experimentamos, por las vivencias que incorporamos, por nuestras interacciones con otras personas, por los dispositivos que manejamos e incluso por los objetos que utilizamos. No es que hagamos camino al andar, como escribe Machado, sino que andar el camino nos hace, del mismo modo que la forma en la que lo recorremos nos configura. Desconectar los dispositivos electrónicos o alejarse de las pantallas no sirve de mucho: llevamos las inercias de las pantallas dentro. Efectivamente, si no sabemos vivir en la calma, si nos cuesta tanto, si hacerlo requiere un esfuerzo contra el contexto o contra nosotros mismos, no es únicamente por una cuestión de voluntad, sino también porque nuestros procesos mentales han cambiado. Del mismo modo que somos lo que comemos, somos lo que sabemos. Saber (sapere en latín) es parecido a “saborear”: para saber hay que asimilar para que haya una integración de lo sabido en lo que uno es. “¿Y si descubrimos que no sabemos vivir en la calma?”. Y esta es la cuestión: ¿Y si la calma, por mucho que nos guste, nos es indigesta porque no sabemos “procesarla”, porque “ya no pensamos igual”? Por eso, si queremos algo parecido a la lentitud tendremos que pensar en otros términos que no la reduzcan a una cuestión de velocidad, sino de cómo vivimos en las cosas que hacemos y cómo ellas habitan en nosotros.

Para construir otra lentitud acorde con nuestra época no basta con hacer menos cosas o más despacio, sino de ser conscientes de nuestra obsesión por la consecución rápida de resultados, obviando la importancia del denuedo en los procesos, al fin y al cabo, el saber pierde lo que tiene de sabor cuando se convierte en la simple y rápida recolección de haceres concluidos y a la mano. La lentitud no es simplemente lo contrario a la aceleración ni tampoco es algo “dado” que se alcance al dejar de hacer, sino una experiencia cualitativa —y no cuantitativa— relacionada con la manera de ir haciendo dentro de un proceso. Tanta obsesión tenemos por la obtención rápida de resultados que despreciamos el camino, como si un atleta fuera tal solo por llegar a meta. Sin embargo, no somos quienes somos por alcanzar “de pronto” los objetivos, sino por todos los pasos que hemos recorrido para alcanzarlo. Whitehead sostuvo que solo en el proceso aparecen el sentido y la relevancia. Quizá por eso el problema estribe no tanto en ir con prisas, sino en no percibir otros sentidos que difieran de los objetivos que nos imponemos como punto de partida.

Ana Carrasco Conde es profesora de filosofía de la Universidad Complutense. Su último libro es Decir el mal (Galaxia Gutenberg).

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