En tiempos de tribulación no hacer mudanza

El fundador de los jesuitas, Ignacio de Loyola, aconsejaba a los nuevos miembros de la Compañía no hacer mudanzas en tiempos de tribulación. El consejo nada tenía que ver con el cambio de sede, se trataba de resistir los embates de los poderes terrenales.

Esta sabia política les hizo fuertes frente a los muchos avatares que tenían que sortear en la eterna pugna entre el poder de la Iglesia y del Estado. La Compañía de Jesús ha sobrevivido aún a costa de perder influencia en los cuadros de mando de la Iglesia. La recomendación es aplicable a cualquier tiempo difícil.

España ha vivido grandes turbulencias, la mayor parte de ellas precisamente por el empecinamiento de los núcleos de poder, siempre tratando de cambiar todo para que nada cambie (Lampedusa dixit).

Los golpes y algaradas se sucedieron protagonizados por los ejércitos, la complacencia de la Iglesia y la indiferencia de los jesuitas, más ocupados en ganar todo el mundo, aunque perdieran su alma.

Nuestra historia reciente está llena de tribulaciones y sobresaltos. Cuando se produjo la muerte del dictador y se promulgó la segunda Constitución democrática de nuestra historia (la primera republicana y la segunda monárquica) se trataba de poner pilares sólidos para establecer un Estado basado en los grandes valores de la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político.

Nadie podía ser tan ingenuo para pensar que con la Constitución todo estaba conseguido. Subsisten muchos males del pasado que es necesario corregir. Sabíamos que la reconducción de estos conflictos no podía hacerse por los solos efectos tau-matúrgicos del texto constitucional.

No era previsible que el llamado "conflicto vasco", según la lectura de muchos nacionalistas, iba a persistir, manteniendo posiciones violentas, durante el franquismo, la transición y la consolidación de la democracia.

El déficit democrático fue la consecuencia de cuarenta años de dictadura, pero no contábamos con la persistencia y dureza de sus manifestaciones presentes. La derecha ultramontana no ha dejado crecer un partido, homologable, por lo menos, a los que gobernaron durante dos años en la Segunda República.

Por otro lado, los que ahora se autodenominan "izquierda abertzale" se han convertido en un instrumento que acumula, a partes iguales, el delirio y la violencia. Parece como si acabasen de leer Mi lucha y pensaran que sólo ellos representan la raza pura de todo el pueblo de Euskal Herria. Por este sentimiento ególatra sólo transigen con un Estado independiente en el que puedan desarrollar sus teorías. Todo lo que constituya un obstáculo en ésta, su gran marcha triunfal, es igualmente opresor y debe ser eliminado.

Ciertamente no se caracterizan por la finura de sus análisis políticos. Para ellos el Estado español, a secas, somos un viejo diablo que perennemente malogra, se supone que por puro placer malvado, los objetivos que persiguen los del tiro en la nuca y las megabombas a distancia.

Piensan, como todos los fascismos que en el mundo han sido, que la convivencia, el respeto a las urnas y al Estado de derecho son obstáculos y debilidades que ceden fácilmente ante la violencia.

A estas alturas tienen datos suficientes para comprender que sus planteamientos han sido incapaces de agrietar el sólido muro de las libertades democráticas.

El Estado de derecho es algo más que un juego de palabras. Representa la garantía de las libertades de todos, incluidas las de aquellos a los que exige responsabilidades por sus hechos criminales.

El Estado de derecho nunca está en tregua. Cuando el Estado de derecho está en tregua o en parada técnica es signo de que vivimos en una dictadura. El Estado de derecho es el garantismo, el equilibrio, la respuesta firme y razonada y, en suma, el cumplimiento de la ley según los principios básicos de la democracia. Perdería su esencia si llega a interpretaciones contrarias a las reglas básicas del sistema. Algunos confunden el Estado de derecho con el derecho del Estado, quizá añorando tiempos no tan lejanos.

Nuestra democracia ha demostrado su solidez ante el rosario interminable de crímenes y el reguero de sangre dejado por asesinos iluminados. Su fortaleza le permite y la razón pide a los que así lo decidan, utilizar las armas de la democracia.

El diálogo es un buen camino y nunca debe ser abandonado. La superioridad de nuestros valores es el mejor antídoto para todos los panegiristas de la violencia de uno y otro lado. Acabo de leer una cita de Mark Twain que me parece muy oportuna: "El valor es la resistencia al miedo".

Apoyo firmemente el mantenimiento de los puentes tendidos. Sólo los que están en la orilla de la violencia serán culpables si no los cruzan. Pienso, con Ignacio de Loyola, que en estos tiempos de tribulación que tenemos que soportar, lo más aconsejable es no hacer mudanzas.

José Antonio Martín Pallín, magistrado emérito del Tribunal Supremo.