En torno a la Educación para la Ciudadanía

A primera vista, podría decirse que la Ley de Calidad de la Educación que se aprobó durante el segundo mandato de Aznar, con Sociedad, Cultura y Religión como asignatura obligatoria, se inspiraba parcialmente en el modelo de enseñanza de la religión diseñado en las reformas educativas del Reino Unido de los años 1944 y 1998. Según dicho modelo, la historia y la tradición religiosa británica se enseña, en los centros de titularidad estatal, como un hecho cultural de modo objetivo y neutral, libre de todo proselitismo, y para todos los alumnos que tengan interés en ella.

Al mismo tiempo, el Estado garantiza, en los centros de titularidad confesional, la oferta de la enseñanza religiosa como hecho cultural, que se añade a la oferta del hecho religioso como confesión del centro respectivo, pero nunca como asignatura alternativa, sino como voluntaria e independiente, respetando la libertad de conciencia de los alumnos. De modo que cualquiera de éstos pueda, si así lo desea, asistir a las dos clases, a una de ellas o a ninguna de las dos.

A primera vista también, Educación para la Ciudadania, asignatura obligatoria aprobada por el Gobierno de Zapatero, se parece más -aun con diferencias muy notables- a Educación para el Entendimiento Mutuo y Herencia Cultural, las dos asignaturas que el Departamento de Educación británico para Irlanda del Norte implantó obligatoriamente en 1992 en los centros de titularidad estatal, donde las dos confesiones, protestante y católica, tienen, como no podía ser de otra manera, una presencia relevante.

Desde 1994, una nueva asignatura, Aprendiendo a Vivir, completó el cuadro religioso y moral del modelo educativo norirlandés, que incluye naturalmente la enseñanza de la religión -de las grandes religiones del mundo- como hecho cultural para todos los alumnos deseosos de recibirla.

Como es ya bien sabido, el modelo preferido por el viejo PSOE fue siempre el modelo laico-laicista francés, que ya en el Informe Condorcet, de 1792, rechazaba la enseñanza religiosa en la instrucción pública. En tiempos de la Tercera República Francesa, el impulso revolucionario lo recogieron un nutrido grupo de políticos, juristas y pedagogos -Ferry, Simon, Buisson, Pécaut, Steeg, Bert, Macé, etcétera-, que llevaron a cabo una radical obra legislativa en los años 80 del del siglo XIX y que, 40 años después, inspiraron y movieron a políticos republicanos y socialistas españoles, como Marcelino Domingo (radical-socialista) o Rodolfo Llopis (socialista) a ponerla en práctica, casi al pie de la letra, en la España de la Segunda República. A lo que hay que añadir la influencia de los pedagogos de Weimar a través de Lorenzo Luzuriaga, autor de la ponencia presentada al IX congreso del PSOE en 1918 y ratificada en el V extraordinario de 1931.

Jules Ferry, abogado y periodista burgués, liberal y antimonárquico, diputado republicano por París, alcalde de la capital, diputado de nuevo por los Vosgos, embajador en Atenas, masón como su padre, casado con una gran burguesa de sensibilidad protestante y anticlerical, presidente de la Izquierda Republicana de Gambetta y Clemenceau, llegó a ocupar entre 1879 y 1885 el Ministerio de Instrucción Pública, el de Asuntos Exteriores y dos veces la Presidencia del Consejo de Ministros. Por iniciativa suya, como ministro, se aprobaron las leyes que declaraban la enseñanza gratuita, obligatoria y laica; excluyeron de las altas instituciones educativas a clérigos y militares; y prohibieron a miembros de las congregaciones religiosas no autorizadas enseñar y dirigir centros escolares (maristas, dominicos, jesuitas ).

Cuando esta última ley no fue aprobada por el Senado, Ferry expulsó por decreto a casi 6.000 jesuitas y cerró sus 261 casas y, a pesar de una oposición creciente en todo el país, consiguió en octubre de 1886 la laicización completa de los maestros en la primera y segunda enseñanza públicas. Los Waldeck Rousseau y Combes pondrían a raya en años posteriores a las congregaciones, hasta que en 1904 se les prohibió toda docencia y se llegó, un año más tarde, a la completa separación de Iglesia y Estado.

En 1882, la enseñanza religiosa en las escuelas públicas fue sustituida en toda Francia por la Instrucción moral y cívica, y se estableció a la vez un día de descanso por semana, además del domingo, para que los alumnos pudieran recibir instrucción religiosa fuera del edificio escolar -aunque el primer proyecto de Ferry incluía la posibilidad de que fuera impartida dentro de los mismos centros-.

Pero en otro punto más importante, el ministro tampoco consiguió sacar adelante su propósito y tuvo que rendirse al de sus más estrechos colaboradores: los protestantes liberales Buisson, Steeg y Pécaut. Así, los deberes para con Dios siguieron en los programas escolares hasta 1923. Ferdinand Buisson, inspector general, director de enseñanza primaria y alma de la reforma educativa, hizo de aquéllos el principio y la esencia de una moral laica, profundamente religiosa aunque no dogmática. Y es que, mientras Ferry fue partidario de la neutralidad religiosa, Buisson, Simon, Janet y otros fueron más bien defensores de la neutralidad confesional, presente y activa en países entonces de mayoría protestante, como Inglaterra u Holanda.

De ahí la afinidad de nuestra Institución Libre de Enseñanza con éstos últimos y el rechazo, bien patente en Giner de los Ríos, del radicalismo de Ferry, en quien vio representado el militantismo partidista en el campo de la neutralidad confesional, que no servía ni a la paz ni a la tolerancia, sino que, más bien, las obstaculizaba.

Pero aun en el pensamiento de Ferry, especialmente en sus discursos en el Senado francés y en su célebre Carta a los maestros (1883), se encuentra una concepción de la moral, un tanto desconocida hoy en día, también en Francia. Se trata de «la sana, venerable y antigua moral humana», ésa que se encuentra «en el fondo de la misma humanidad, de la conciencia humana: y su unidad es la constatación de la unidad de la conciencia». Esa «sana y antigua moral» que hemos recibido de nuestros padres y que seguimos orgullosamente en la vida cotidiana. La que no tiene epítetos, ni es necesario definirla ni fundamentarla, pues es un hecho social y cultural dado: «la moral del deber, la nuestra, la suya, señores, la moral de Kant y la del cristianismo ( ). Todas esas morales que ustedes llaman evolucionista, utilitarista, positivista, son la misma moral».

Preguntaos -escribe en su Carta- si cualquier padre de familia que os escucharse podría de buena fe negar su asentimiento a lo que os oyera decir. Si es así, absteneos de decirlo, «pues lo que vais a comunicar al niño no es vuestra propia sabiduría, es la sabiduría del género humano, es una de estas ideas de orden universal que varios siglos de civilización han hecho entrar en el patrimonio de la humanidad. Por estrecho que os parezca, tal vez, un círculo de acción así trazado, haceos un deber de honor el no salir jamás de él, permaneced más acá de ese límite antes que exponeros a franquear: no tocaréis jamás con demasiado escrúpulo esta cosa delicada y sagrada que es la conciencia del niño».

Lo que me lleva a otro de los inspiradores de Luzuriaga, Gustav Wyneken, figura del individualismo educativo, a quien tradujo en 1926. Según él, «la escuela debe ser arrancada de la lucha de los partidos, de la esfera de los intereses y estar obligada únicamente al servicio de la verdad. Con ella no debe hablar a la joven generación este o aquel Estado, sino el espíritu objetivo, el espíritu de la humanidad misma, que es también la raíz más honda de todo Estado». El pedagogo alemán le exige a éste y a la sociedad una autolimitación fundamental: ser sólo un Estado cultural «que reconozca sus límites, que tenga sus manos lejos de aquello que, como la justicia, la ciencia, el arte, se halle al servicio de poderes superiores, suprapolíticos, eternos».

Me pregunto si hoy entre los que sostienen la educación «libre de todo dogma y de toda imposición», y aun entre los que sostienen la tesis contraria, existen, con uno u otro nombre, los presupuestos humanistas y filosóficos suficientes, que eran imprescindibles e intangibles entre los maestros laicos, y a las veces laicistas, franceses de finales del siglo XIX y, no digamos, de los humanistas germanos del primer tercio del siglo XX.

Y mucho me temo que en algunos casos no haya más que un rudo pragmatismo psicologista, unido a cierta ignorancia y a un proporcional desprecio por las ideas y valores ilustrados, que difícilmente pudieron y pueden entenderse, debidamente puestos al día, sin la sabia historia, por compleja que sea, del cristianismo.

Víctor Manuel Arbeloa, ex senador navarro, escritor e historiador.