En un lugar de los trópicos...

Seguidores del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, caminan frente a un muñeco gigante con su figura en Brasilia (Brasil). Fernando Bizerra Jr. EFE
Seguidores del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, caminan frente a un muñeco gigante con su figura en Brasilia (Brasil). Fernando Bizerra Jr. EFE

En un país tropical, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía un militar jubilado que defendía la dictadura y que creía que el gran error de ese régimen fue no haber matado a más rojos. Este sobredicho militar, los ratos que estaba ocioso, se dedicaba a hacer campañas políticas y llegó incluso a ser diputado. En casi tres décadas en el Congreso, aprobó apenas dos leyes de su autoría. Su gran contribución, en sus propias palabras, fue evitar que ciertos proyectos fuesen aprobados. Por culpa de esos proyectos pasaba las noches en claro. “Las minorías tienen que inclinarse ante las mayorías”, dijo en cierta ocasión. La lucha en contra de la expansión de los derechos de mujeres, homosexuales, negros e indígenas le consumía por completo. Y así, de poco dormir y de mucho luchar, su cerebro se secó de tal manera que vino a perder el juicio. En efecto, rematada ya su cordura, un extraño pensamiento se alojó en su cabeza: hacerse presidente e ir por el país con sus armas defendiendo los derechos de los hombres blancos y ricos. Para conseguir su noble objetivo, estaba dispuesto a enfrentarse al mayor de los peligros, la izquierda radical.

Como había sido paracaidista en sus tiempos en el Ejército, decidió lanzarse al vacío de las redes sociales y llenarlas de increíbles fechorías perpetradas por su recalcitrante enemigo. Por donde pasaba alertaba del peligro de la izquierda, que pretendía instaurar una dictadura gay en el país. Si sus oponentes llegasen al poder, legalizarían la pedofilia, las tetinas de los biberones tendrían forma de penes y, en los colegios, los niños heterosexuales se convertirían en homosexuales por culpa de un material didáctico apodado Kit Gay por el militar.

Otra de sus grandes preocupaciones era evitar el avance del feminismo, una ideología que llevaría el país inexorablemente al apocalipsis. El feminismo era capaz de convertir mujeres en monstruos peludos llenos de odio hacia el género masculino. El objetivo de esos monstruos era instaurar una dictadura feminista que, junto a la dictadura gay, perseguiría sin descanso a los pobres hombres heterosexuales.

Los activistas que defienden los derechos humanos y la naturaleza también representaban un riesgo. Eran un claro obstáculo al desarrollo de la nación. “Hoy día es muy difícil ser patrón”, defendió el exparacaidista hace no mucho. Para él, los dueños de las grandes empresas y los latifundistas eran las verdaderas víctimas olvidadas por las ONG. Oprimidos por los derechos de sus trabajadores o por las leyes de preservación de la naturaleza, los patrones son una especie indefensa que debe ser protegida. En el diccionario de sus seguidores, la palabra “activista” significaba delincuente y “derechos humanos” era poco más que una palabrota.

Además de denunciar las terribles injusticias que serían perpetradas por la izquierda radical, el militar retirado ofrecía la solución para el grave problema de inseguridad en el país tropical. “Bandido bueno es bandido muerto”, gritaban sus acólitos. Su novedoso plan para mejorar la seguridad era armar a la población. Combatir la violencia con más violencia. ¿Cómo nadie había pensado en eso antes?

Las armas fueron, sin duda, el gran símbolo de su cruzada por el país. En sus manos, cualquier objeto se convertía en una alusión a ellas. A la falta de un objeto, sus propios dedos imitaban pistolas y revólveres. El exmilitar hizo el gesto de disparar en un sinfín de ocasiones, tanto que ya nadie recordaba que tenía 10 dedos. Los que le habían visto garantizaban que él solo tenía dos dedos en cada mano: el índice y el pulgar, ambos manchados de pólvora.

A pesar de presentarse como un héroe a lo Chuck Norris, el exparacaidista no pudo ocultar su mayor debilidad: el miedo al debate. Cada vez que se enfrentaba a algún oponente, perdía adeptos. Le acribillaban con argumentos, le disparaban ideas y finalmente le remataban con los datos. Estaba, por primera vez, desarmado e indefenso, perdido en medio de un tiroteo dialéctico. Por eso, como buen militar, optó por otra estrategia. Cuando hablaba, prefería hacerlo solo, en un discurso; o de forma pactada, con un interlocutor amigable. Le encantaban las frases de efecto, normalmente vacías de contenido. El discurso de odio se convirtió en su mejor aliado y sacó a miles de intolerantes del armario. Para sus forofos, el desprecio a las minorías era sinceridad, los ataques a la libertad de expresión eran puro sentido común y la defensa de la represión policial era pragmatismo. Para justificar el discurso de odio, el verdugo se hace pasar por víctima, el perseguidor dice ser perseguido y el cobarde se disfraza de héroe.

Para la sorpresa de muchos, el militar jubilado logró convertir su delirio en realidad y el primer día del nuevo año tomó posesión como presidente del país tropical. A los narradores que describimos sus hazañas nos resulta casi imposible explicar cómo el exparacaidista consiguió convencer a una gran parte de la población de que los molinos de viento eran, en realidad, gigantes.

Carla Guimãres es una escritora y periodista brasileña.

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