En vísperas de la desintegración nacional

Por Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y presidente de Unidad Editorial (EL MUNDO, 13/01/06):

Lo preocupante de la situación actual en España no es únicamente que estemos asistiendo a un proceso de secesión de dos regiones españolas, protagonizado respectivamente por diferentes partidos nacionalistas, circunstancia que venía incubándose de antiguo. Lo verdaderamente preocupante, lo que empieza a ser patético, es que esos sendos procesos de secesión están siendo amparados, y hasta fomentados, pienso que de forma inconsciente, por el Gobierno presidido por José Luis Rodríguez Zapatero.

El mero hecho de pensar que llevamos prácticamente desde el comienzo de esta legislatura encharcados hasta las cejas, primero con el Plan lbarretxe y después con el Plan Maragall y compañía, nos señala que la vida política nacional da muestras de una grave patología que desde luego no cuenta con un especialista adecuado para atajar esta grave dolencia.

Por supuesto, como ya he dicho tantas veces en estás páginas, lo que tenemos actualmente no es más que el resultado de una redacción suicida del Título VIIl de nuestra Constitución, que tal y como fue redactado tenía que conducir inevitablemente, al ser utilizado interesadamente por unos partidos nacionalistas amplificados en su fuerza real por una legislación electoral que les favorece, al callejón sin salida en que nos encontramos hoy. Porque al ser éste un texto normativo de aplicación extensiva y nunca acabada, el aumento constante de competencias que reivindican los Gobiernos nacionalistas en el País Vasco y Cataluña, conduce inexorablemente a la transformación de la «autonomía» en «auténtica soberanía».

Y en eso estamos, porque los dos proyectos de Estatutos, primero el vasco y ahora el catalán, no hacen más que afirmar esa vía, amparándose en una interpretación peculiar de nuestra Constitución, que partiendo de la autonomía se acabaría transformando, por la mera aplicación de lo que contienen estos constitutos, en la ansiada soberanía de los nacionalistas.

De ahí los esfuerzos que hemos hecho en este periódico para demostrar que ni el llamado Plan lbarretxe ni el proyecto de Estatuto catalán caben dentro de la Constitución. En ambos casos, no es que sean sólo en algunos de sus aspectos inconstitucionales, lo que siempre cabría atajar cambiándolos, sino que todo el texto no es más que una Constitución disfrazada de Estatuto, y de ahí el nombre con que les bauticé y que les permitirá en un segundo paso convertirse en auténticos Estados separados del español (es decir, de lo que quede).

Pero hoy toca ocuparnos de ese bodrio jurídico, presentado por políticos nacionalistas, pero concebido sobre todo por algunos juristas o constitucionalistas, colegas míos, que están dejando de ser nacionales para convertirse en nacionalistas o, al menos, al servicio de los nacionalistas. En ese diabólico itinerario que hoy se está negociando con el Gobierno para presentar una norma atípica como «aparentemente constitucional», se está dando la batalla en tres aspectos concretos, que paso a analizar.

El primero es el de la lengua catalana, que poco a poco, como ya expuse en un artículo anterior, trata de desplazar al castellano, dentro de un sistema lógico y aceptado de bilingüismo, para convertirse en preponderante y hegemónica, imponiéndola en todos los ámbitos, incluso con sanciones pecuniarias o violando artículos de la Constitución de forma flagrante. En efecto, las multas por no aceptar rótulos en castellano, la enseñanza en todos sus grados, usando como lengua vehicular el catalán o el episodio chusco de controlar las historias clínicas de enfermos, sin su consentimiento, para obligar igualmente en el ámbito sanitario al uso del catalán, contradicen los artículos 3, 14, 18, 23, 148.1.17 y 149.1.1ª, de nuestra Norma Fundamental.

Semejante orientación, que se ha ido imponiendo por leyes abiertamente inconstitucionales del Parlament, se quiere consagrar ahora, ya de manera definitiva y transcendental, introduciendo en el Estatut, con el acuerdo del Gobierno nacional, el deber de conocer la lengua catalana. Como digo, esta obligación va en contra del artículo 3 de la Constitución y así lo señala el Tribunal Constitucional en su sentencia 82/86, cuando señala que «en directa conexión con el carácter del castellano como lengua oficial común del Estado español en su conjunto, está la obligación que tienen todos los españoles de conocerlo, que lo distingue de otras lenguas españolas que con él son cooficiales en las respectivas Comunidades Autónomas, pero respecto a las cuales no se prescribe constitucionalmente tal obligación. Ello quiere decir que sólo del castellano se establece constitucionalmente un deber individualizado de conocimiento y con él la presunción de que todos los españoles lo conocen».

Pues bien, en el pasteleo, que no negociación, entre el Gobierno y los nacionalistas catalanes, se quiere superar esta clara opinión del intérprete máximo de la Constitución, mediante el subterfugio de que el deber de conocer el catalán, que se quiere incluir en el Estatut, es un «deber impropio y cívico», como la afirmación de «el deber de trabajar» expuesto en el artículo 35 de aquella.Esto es, se dice que se trata de un supuesto de hecho que no posee consecuencias jurídicas, al estilo del artículo 6 de la Constitución de Cádiz, cuando decía que «el amor a la Patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles y, asimismo, el ser justos y benéficos».

Ahora bien, este tipo de normas que incluso fueron denominadas por KeIsen como «elementos jurídicos irrelevantes», que prescriben una conducta determinada sin que su vulneración comporte ninguna sanción, responden a deseos del legislador sin alcance jurídico inmediato, pero que se pueden convertir en auténticas normas jurídicas, en el momento en que el legislador las desarrolle a partir de esa cobertura constitucional (o, en este caso, estatutaria).En efecto, los deberes cabe considerarlos no tanto como una expectativa de comportamientos privados, sino sobre todo como una expectativa de actuación por parte de los poderes públicos. Así, el desarrollo legislativo posterior, que puede incluir las correspondientes sanciones, es lo que puede convertir estas normas «irrelevantes» o «deberes impropios o cívicos», en auténticas normas jurídicas.De ahí el eufemismo inocente o malvado de los que accedan en aceptar que el deber de conocer el catalán sea reconocido en el Estatut, con la subsiguiente posibilidad, en contra de lo establecido en la Constitución y en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, de que se convierta en jurídicamente vinculante (si en la práctica no lo es ya).

Por otro lado, asistimos a una segunda ofensiva. Efectivamente, una de las características principales de la democracia constitucional, radica en que ésta descansa en la diversidad, la cual debe ampararse jurídicamente en todas sus presentaciones, porque, en definitiva, como dice Eduardo Punset, la diversidad es la «música de la vida», pues cada cerebro es distinto y eso es lo que favorece nuestra supervivencia como especie, ya que si todos pensáramos igual sería lo mismo que si estuviésemos todos muertos.

Sin embargo, la lucha por el respeto de la diversidad de opiniones ha durado varios siglos hasta llegar al reconocimiento de la libertad de expresión y de información en tanto que uno de los derechos fundamentales en que se basa hoy la vida de los Estados más avanzados del mundo. Ahora bien, esta conquista indudable, consagrada en las Constituciones democráticas, como, por ejemplo, la nuestra, no se puede dar por adquirida definitivamente.

No basta con que los derechos fundamentales se reconozcan y se garanticen en la letra de una norma, sino que además hay que estar siempre vigilantes para exigir su cumplimiento. Todo esto viene a cuento a causa de la aparición alarmante de unos «nuevos inquisidores» en nuestro país y, más concretamente, en Cataluña, donde se quiere establecer una censura previa de aquellos medios o personas que se atrevan a disentir de la «verdad oficial», en este caso, la construcción de la nación catalana.

Un historiador, especialista en la Inquisición, José Antonio Escudero, lo explica claramente: «La esencia de la actividad inquisitorial reside en la represión de los disidentes, por lo que, junto a la religiosa, también cabría hablar extensivamente de una inquisición política, o de cualquier otra aplicada a vigilar y castigar, en los diversos sectores de la actividad social, a quienes no se ajustan al modelo de creencias y conducta previamente establecido». Se trata, en suma, de imponer un fundamentalismo, religioso o político, que no permite cualquier opinión o información que no sea la que desean los totalitarios que gobiernan.

Por supuesto, la lucha por la libertad de expresión, como digo, no ha sido nunca fácil, desde los tiempos de Tácito hasta nuestros días, pues ya escribió que «son raros aquellos tiempos felices en los cuales puedes pensar lo que quieres y decir lo que piensas».Este, desde luego, no es el caso de la Cataluña actual, donde un Gobierno trinacionalista, con la complicidad del Gobierno español, acaba de hacer aprobar en el Parlament una Ley audiovisual en Cataluña, que restringe la libertad de expresión y la de información y que plantea tres cuestiones fundamentales.

Primero, ¿puede fragmentarse el territorio nacional, en lo que se refiere a la regulación del espacio radioeléctrico, estableciendo fronteras dependiendo de cada Comunidad Autónoma?

Segundo, ¿se pueden establecer sanciones sobre el contenido de las emisiones de radio o televisión sin la intervención de los jueces?

Y, tercero, ¿cabe que esas sanciones las imponga un órgano político, formado por políticos?

Es claro que la respuesta a estos tres interrogantes no puede ser más que la negativa, según lo que establece la Constitución en diversos artículos. Sin embargo, a pesar de las advertencias de organismos internacionales de prensa, de juristas y hasta de los usuarios, esta nueva ley totalitaria, con su órgano represor, el CAC, es un instrumento más para evitar no sólo las críticas a los excesos nacionalistas del tripartito, sino que pretende establecer un régimen fundamentalista, basado en el monopolio del catalán y la construcción de la nación catalana, hasta el punto de que el reciente ganador del Premio Josep Pla, ha expuesto que el logro de los Gobiernos catalanes «consiste en haber convertido el nacionalismo en una religión».

Pero para el triunfo final de esta orientación requieren, en tercer lugar, que en el nuevo Estatut aparezca de alguna forma que Cataluña sea considerada una Nación. Y así lo decía tanto el Preámbulo, como su artículo 1, en su formulación original.Ante la oleada de protestas por la inclusión de un término que choca frontalmente con los artículos 1 y 2 de nuestra Constitución, el Gobierno, en su pasteleo irresponsable, parece que acepta ahora que sólo aparezca esta definición en el Preámbulo, sacándola del articulado. Para ello mantienen que su inclusión en el frontispicio del Estatut no comporta consecuencias jurídicas, según admite cierta doctrina constitucional. Sin embargo, aquí se trata de otra falacia, puesto que los Preámbulos de las Constituciones o, en este caso, de esta Constituto, es claro que poseen una eficacia jurídica evidente y así se demuestra, por ejemplo, en el supuesto actual de la Constitución francesa.

Ciertamente, aunque los Preámbulos tienen una intensidad jurídica inmediata inferior a la de los artículos, en muchos aspectos son de mayor importancia que el conjunto de ellos, por la sencilla razón de que poseen una doble faceta. Por una parte, porque poseen una eficacia jurídica indirecta, ya que sirven de parámetro interpretativo de los demás artículos del texto en cuestión. Y, por otra, porque poseen un evidente valor político e ideólogico, que se proyecta hacia el futuro y sirve de inspiración para la legislación posterior de desarrollo. Incluir así el término «nación» en el Preámbulo del Estatut es lo mismo, si no más, que introducirlo en alguno de sus artículos, puesto que será utilizado para reivindicar ese techo máximo. Si no se quiere tener un televisor en la sala de estar de una casa, por las razones que sean, sería una paradoja ponerlo en el recibidor diciendo que así se ve menos, ya que, en tal sentido, el recibidor de una Constitución o un Estatuto es sin duda el Preámbulo. Así lo reconocía mi maestro, el profesor Pérez Serrano, cuando escribía que «frente a la concepción dominante que no reconoce a esas palabras valor preceptivo o dispositivo alguno, hoy se propende a ver en ellas la encarnación misma de la Constitución, a diferencia de las normas contenidas en los preceptos constitucionales, por donde resultaría que el Preámbulo entraña el acto de decisión política unitaria y suprema en que la Constitución consiste según modernas opiniones». El Gobierno debe saber, por tanto, que está a punto de aceptar un estropicio de incalculables consecuencias.