En Zimbabwe no lloramos por los leones

Muchos manifestantes exigen la muerte del cazador que mató a Cecil. Credit Eric Miller/Reuters
Muchos manifestantes exigen la muerte del cazador que mató a Cecil. Credit Eric Miller/Reuters

Winston-Salem, Carolina del Norte — Mi mente estaba concentrada en la bioquímica de la edición de genes, cuando me distrajeron algunos mensajes de texto y posts en Facebook.

“Siento mucho lo que le pasó a Cecil”.

“¿Cecil vivía cerca de tu casa en Zimbabwe?”

“¿Quién es Cecil?”, me pregunté. Cuando prendí las noticias y descubrí que los mensajes se referían a un león que murió a manos de un dentista estadounidense, el chico de pueblo que llevo dentro tuvo la reacción instintiva de alegrarse: familias como la mía tendrían que preocuparse por la amenaza de un león menos.

Pero mi emoción se empañó cuando me percaté de que las noticias presentaban al hombre que había matado al león como un villano. Fue el choque cultural más fuerte que he experimentado en los cinco años que llevo como estudiante en Estados Unidos.

¿Todos esos estadounidenses que quieren firmar peticiones no entienden que los leones matan a las personas? ¿Tampoco entienden que todo eso de que Cecil era muy “querido” o “un miembro apreciado en el lugar” era una exageración de los medios? ¿A Jimmy Kimmel se le hizo un nudo en la garganta porque mataron a Cecil o porque lo confundió con Simba de “El rey león”?

En mi pueblo en Zimbabwe, rodeado por áreas protegidas para la vida silvestre, nunca hemos “querido” a un león o le hemos dado un apodo cariñoso. Los leones generan terror.

Recuerdo que cuando tenía nueve años, un león solitario merodeaba los pueblos cercanos a mi hogar. Después de que mató a algunos pollos, cabras y por último a una vaca, nos advirtieron que debíamos caminar a la escuela en grupo y dejar de jugar afuera. Mis hermanas no podían ir solas al río para traer agua o lavar los platos; mi madre esperaba a mi padre y a mis hermanos mayores para que, armados con machetes, hachas y lanzas, la escoltaran para recoger leña.

Una semana después, mi madre nos reunió a mí y a nueve de mis hermanos para contarnos que su tío había sufrido un ataque, pero había escapado con sólo una lesión en la pierna. Ese león acabó con la vida del pueblo: se acabaron las charlas alrededor de la fogata por las noches; nadie se atrevía a caminar a la casa del vecino.

Cuando por fin mataron al león, a nadie le importó si lo había matado alguien del lugar o si había sido un trofeo para un cazador blanco; que las acciones del cazador hubieran sido legales o no era lo de menos. Bailamos y cantamos para festejar que alguien había vencido a la temida bestia y estábamos a salvo de sufrir algún daño grave.

Hace poco, un niño de 14 años no corrió con tanta suerte en un pueblo cercano al mío. Estaba dormido en los campos de su familia, como se acostumbra para proteger la siembra de hipopótamos, búfalos y elefantes que muchas veces la pisotean, cuando lo atacó fatalmente un león.

La muerte de Cecil tampoco ha causado consternación entre la población urbana de Zimbabwe a pesar de que no enfrentan el mismo peligro a diario. Pocos han visto un león en su vida, pues los paseos para admirar la vida salvaje son un lujo que no pueden darse los habitantes de un país cuyo ingreso mensual promedio es de menos de $150 dólares.

Tampoco quisiera dar una impresión equivocada. En Zimbabwe las personas dan a los animales salvajes una importancia casi mística. Pertenecemos a clanes y cada clan tiene como emblema un animal al que considera su ancestro mitológico. El mío es Nzou, el elefante, y por tradición no puedo comer carne de elefante; sería como comerme a un pariente. Pero el respeto que les tenemos a estos animales nunca nos ha impedido cazarlos o permitir que otros los cacen. (He estado cerca de varios animales peligrosos; incluso perdí la pierna derecha porque me mordió una serpiente cuando tenía 11 años).

La tendencia estadounidense a romantizar a los animales con nombres reales y dejarse llevar por un hashtag de moda ha convertido una situación ordinaria (en una década extranjeros adinerados han pagado cantidades absurdas de dinero para matar a 800 leones legalmente) en lo que considero, como alguien de Zimbabwe, un circo absurdo.

PETA ha pedido la cabeza del cazador. Los políticos de Zimbabwe han acusado a Estados Unidos de presentar la muerte de Cecil como una “táctica” para mostrar una mala imagen de nuestro país. Y algunos estadounidenses, que ni siquiera saben dónde está Zimbabwe, celebran que la nación exija la extradición del dentista, sin saber que para el banquete de cumpleaños más reciente de nuestro presidente supuestamente se descuartizó a un bebé elefante.

Y mientras tanto, los ciudadanos de Zimbabwe nos preguntamos por qué a los estadounidenses les preocupan más los animales africanos que las personas de África.

No nos digan cómo tratar a nuestros animales, pues ustedes permitieron la cacería de sus leones de montaña casi al punto de la extinción en el este de Estados Unidos. No lamenten la desaparición de nuestros bosques, pues convirtieron los suyos en junglas de concreto.

Y por favor, no me ofrezcan condolencias por la muerte de Cecil si no están dispuestos también a dármelas por los aldeanos asesinados o amenzados por los parientes de Cecil, la violencia política o la inanición.

Goodwell Nzou es un estudiante de doctorado en biología celular y molecular en la Wake Forest University.

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