Encantados de habernos conocido

Por Fernando Fernández, Rector de la Universidad Antonio de Nebrija (ABC, 10/01/06):

DORNBUSCH y Fischer, una pareja tan famosa como Oliver y Hardy o Ronaldhino y Etó, son autores de un clásico libro de texto. En la edición que yo estudié advertían que «los políticos esperan que los economistas les proporcionen argumentos con los que confirmar sus posiciones». Es normal, pero se convierte en peligroso cuando los economistas, por amistad, afinidad ideológica, clientelismo o pura desidia se aprestan con tal entusiasmo a esa labor que desaparece el análisis económico.

Al hacer balance de la gestión económica de este Gobierno, más allá de los evidentes claroscuros de la coyuntura, la ausencia deliberada de debate económico se yergue sobre toda otra consideración. Tanto que, cuando alguien tan moderado, tan discreto, como el gobernador del Banco de España se atreve a decir lo que muchos piensan sobre el Estatuto catalán, las participaciones industriales de las Cajas de Ahorros, el boom inmobiliario o el déficit comercial, se disparan todas las alarmas y comienza la operación de acoso y derribo, al grito de que lo nombraron los populares. Como si de un pecado original se tratase. Mientras que ser investido por los socialistas parece garantizar la santidad, el conocimiento y la objetividad.

Este Gobierno nos había prometido debate, transparencia e independencia. Además de poner fin al insostenible modelo de crecimiento basado en el consumo y el ladrillo. El debate se ha sustituido por la exclusión de los disidentes, llegando hasta extremos dignos de la ópera bufa italiana si no afectaran a derechos fundamentales como la libertad de expresión. La transparencia se sacrifica en aras de la España plural, porque pedir cuentas a las Comunidades Autónomas es una injerencia inaceptable en su autonomía. Y la independencia de los organismos reguladores quedaba bien en el programa electoral. No sólo no se ha pretendido nombrar independientes, sino que se ha hecho gala de su experiencia política como prueba de su valía. Y en vez de avanzar en el camino prometido hacia su plena independencia y capacidad ejecutiva, el Gobierno les tuerce la mano todo lo que puede. Si hasta el vicepresidente Solbes se ha atrevido con el Banco de España, ¿qué no harán otros con la Comisión Nacional de Energía o el Tribunal de Defensa de la Competencia? Y todo ello con el silencio de la profesión, si no con el aplauso fervoroso, porque se trata, también en economía, de arrancar cualquier vestigio de los populares.

El Gobierno ha vendido con éxito la idea de que en economía España no sólo va bien, sino que va a más y mejor. Da igual que los principales desequilibrios macroeconómicos, como la inflación o el déficit exterior, hayan aumentado. Ya habrá economistas que, como alertaban Dornbusch y Fischer, hagan cola para recordarnos que con el euro las cosas son diferentes y los desequilibrios irrelevantes. Aunque uno, gruñón crónico, tenga la tentación de mirar a Portugal o Italia y se ponga nervioso. Pero eso me pasa por hablar con los populares, que son puro diablo.

Cierto que la coyuntura es sorprendentemente buena. Pero las burbujas existen. No cabe olvidarlo. Y España tiene todas las papeletas. El excesivo crecimiento del crédito y del precio de la vivienda sólo puede traer dificultades cuando cambie el ciclo de tipos de interés, como ya a ha empezado a hacer, siquiera moderadamente. El déficit de la balanza de bienes y servicios se acerca peligrosamente al 8 por ciento del PIB, y hasta el comisario Almunia tiene que recordarnos que es insostenible, aunque sea financiable. La inflación termina el año en el 3,8 por ciento, con un diferencial europeo creciente, y aquí nos perdemos en disquisiciones teóricas sobre su contribución marginal a la pérdida de competitividad.

El talante está de moda. Pero juzgar de catastrofista la descripción anterior es una irresponsabilidad. Además de una contradicción con lo que este Gobierno decía cuando estaba en la oposición. Nada ha cambiado en año y medio. Si acaso, que los desequilibrios se han acentuado y las reformas estructurales siguen anunciadas para el año que viene. Como hacía en la Transición la revista de humor «Hermano Lobo». La mejor política económica es la que previene las crisis, no la que espera a que se produzcan para actuar como salvador repartiendo millones por doquier. Lo que la economía española necesita lo sabe bien el actual equipo; lo predicaba hasta la saciedad hasta hace año y medio: superávit fiscal, que es lo que corresponde a la posición cíclica; contener el exceso de gasto y fomentar el ahorro mediante una reforma fiscal que grave el consumo e incentive la inversión; liberalizar el mercado de trabajo y la negociación colectiva y modificar el seguro de desempleo, fomentando la movilidad funcional y geográfica y permitiendo el ajuste de los salarios a la productividad en las empresas; organismos reguladores independientes, competentes y ejecutivos; y liberalización del suelo. Toda una agenda de reformas en la que apenas se ha avanzado, porque el debate político se ha desplazado a la vertebración territorial del Estado y al mantenimiento de la unidad de mercado. ¡Que sólo eso ya parece un logro! Paul Krugman, en «La era de las expectativas limitadas», relaciona el despertar del Partido Demócrata americano en el invierno reaganiano con los trabajos presentados en las Conferencias anuales de la Reserva Federal en Jackson Hole. Quizás porque lo han leído, en el Gobierno no parecen interesados en el debate económico, no vaya a ser que la oposición se despierte. Al poder siempre le interesa el silencio y la complacencia. A la economía española, no.