Encastillarse

La derecha española –la no izquierda– ha dado esta semana pasos decisivos hacia la interiorización de la realidad confederal de España. Se trata de una deriva inevitable –la confederalización de la derecha– si quiere conservar algo de su poder y por tanto detener en parte la transformación de España que promueve la coalición gubernamental. En la tesitura actual, es preciso explotar las posibilidades del único reducto de limitación al poder central, que es el poder territorial. Es por tanto preciso encastillarse, con una «muy determinada determinación» de alcanzar y consolidar el poder, sin facilitar la alternancia.

La torpeza de Ciudadanos y los reflejos de Isabel Díaz Ayuso han adelantado el momento de esta toma de conciencia, de un modo que ejemplifica perfectamente a lo que me refiero. Lo cual no significa que el movimiento y la estrategia en general no esté exenta de riesgos, y por supuesto de costes. Desde luego, de ninguna manera pienso que esto sea el ideal de una democracia constitucional. Pero sí me parece lo posible, aquí y ahora. Porque responde a un cruce de tendencias que no son nuevas.

Todo esto exige algunas aclaraciones sobre lo que entiendo por confederalización de la derecha y sobre la estrategia del encastillamiento.

La premisa es un diagnóstico del escenario de la política nacional: un presidente del Gobierno que usará todos los medios a su alcance para perpetuarse en el poder y proceder a una transformación profunda de nuestro país, que equivale a un cambio de régimen. Entre los medios a su alcance: las ayudas europeas, la potestad de convocar elecciones con oportunismo, el control de la opinión pública y el anestesiamiento de la sociedad civil, especialmente durante los poderes extraordinarios de un estado de alarma sin control. El resultado es una democracia no basada en la alternancia entre dos grandes partidos diferenciados por matices ideológicos y de agenda, sino un cesarismo con amplia base parlamentaria y un pluralismo marginal que no constituye una verdadera alternativa de gobierno.

La confederalidad de la que hablo tiene dos dimensiones: la identitaria, que ya conocemos. Y que avanza imparable en ciertos territorios, consolidando una situación de exención respecto del control central, y donde la derecha no tiene representación relevante. Pero tiene otra dimensión que es menos obvia, pero no menos real: me refiero a un aumento del protagonismo y autonomía del estatus de las comunidades autónomas y grandes ciudades y otros territorios (singularmente Madrid, pero también Andalucía, Barcelona, etc.). Junto a esto, a un cambio del papel del Gobierno central, que establece relaciones transaccionales de modo cada vez más manifiesto.

La confederalidad por supuesto tiene aspectos fácticos, vinculados al comportamiento electoral, a las coaliciones de intereses socio-económicos, a los liderazgos políticos, a las convocatorias electorales desacompasadas. Pero tiene también aspectos jurídicos que seguramente se consoliden en los próximos años, en una progresiva mutación constitucional. Tenemos ya el ejemplo del estado de alarma y el modo en que se gestiona. Veremos movimientos en ese sentido en la gestión del encaje de Cataluña. Pero seguramente asistamos a una guerra sobre la autonomía fiscal de las administraciones territoriales, empezando por Madrid.

Desde el punto de vista electoral, ya sabemos que la foto de Colón no es el futuro de la derecha. Pero esto no es un problema solo para la articulación partidista del «espacio del centro derecha», que se facilitaría con una eventual extinción de Ciudadanos. La foto de Colón fue el último intento de movilizar al electorado frente a Sánchez bajo la bandera de España. Pero esa España no suma. O, dicho de otro modo, no existe. No existe desde luego como inmensa mayoría –territorialmente homogénea– que da sustrato al consenso de un orden constitucional. Pero ni siquiera existe como mayoría suficiente y estable para constituir una alternativa política a nivel nacional. No digamos en Cataluña.

Hace unos meses empecé a defender que había que poner pie en pared. Describía así gráficamente la actitud que la derecha sociológica debía adoptar frente al crecimiento del poder sanchista y su correlativa imposición de la agenda progresista radical. Una actitud incompatible con cordones sanitarios y caricaturas de Vox. Cuestión de afirmación frente al rodillo parlamentario y cultural, pero también frente a un cierto arriolismo que ofrece «paz por territorios» (al cambio: valores conservadores a cambio de puntos de PIB), y a ese deseo tan humano de congraciarse con el coro mediático y la opinión de la gente respetable.

Ahora añado que, desde el punto de vista político, es preciso encastillarse. Tomar conciencia del juego de poder en el que estamos, elegir las colinas en las que es más factible oponer resistencia y eventualmente ofrecer un paraguas para formas de vida social, económica y cultural que de otro modo se verían asfixiadas. Y hacerse fuerte en esos puntos (comunidades autónomas, grandes ciudades, etc.). Identificar con realismo las reglas del juego vigentes. Una vez erosionada la cultura política común, y alterado el equilibrio estable de poder político y de intereses socio-económicos, aunque las reglas escritas permanezcan iguales, estamos en realidad en otro juego. Y el anterior no va a volver porque sigamos jugándolo unilateralmente.

Esto supone además que en cada sitio habrá una combinación de partidos, temas, liderazgos y ocasiones que serán distintas y aún contradictorias. Basta pensar en el contraste entre un electorado urbano como el madrileño y un electorado más rural como el andaluz. Lo importante es que en cada circunscripción se encuentre la fórmula que maximiza la representación política de todo el espectro sociológico. Esto no solo afecta al reparto del mercado electoral entre partidos, sino también tensiona los partidos por dentro. Para un partido como el PP esto supone romper con la unidad de mensaje y de liderazgo que es marca de la casa. Aunque dentro del PP, precisamente Galicia es un ejemplo de interiorización de la confederalidad. Para un partido como Vox, el desafío no es menor, por su estructura aún en construcción, y un discurso que aspira a ser uniforme y –a veces al menos– a aplanar las diferencias territoriales.

Esto no será así para siempre. Y no es el único vector que está configurando nuestro presente y futuro inmediatos. Tiene –además– peligros e incovenientes, por supuesto. Y habría que escribir sobre ellos también, y cómo paliarlos. Pero hoy toca –estoy persuadido– levantar acta de la confederalidad de España, interiorizarla y encastillarse para resistir a la que está cayendo. Lo opuesto –hacer aspavientos y mirar al árbitro esperando que le saque a alguien tarjeta amarilla, o roja– es «el mejor modo de que el mal triunfe».

Ricardo Calleja es doctor en Derecho.

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