Encerrados con un solo juguete

Por Félix Ovejero, profesor de Filosofía en la Universidad de Barcelona (ABC, 12/09/05):

En un reciente artículo, Joan Saura, conseller de la Generalitat y presidente de ICV, expresaba su temor a que los continuos rifirrafes entre los partidos catalanes acerca del nuevo Estatuto acabasen por «frustrar las expectativas y desmovilizar a la ciudadanía». Según las propias encuestas de la Generalitat, el debate en torno al Estatuto no preocupa a los catalanes. Según dicen, Joan Saura es uno de los políticos catalanes con mayor sentido de la realidad.

Se confirma: la clase política catalana escucha tan sólo el eco de su propia voz. A veces, ni siquiera espera el eco. El mismo día que aparecía el artículo de Saura se hizo público un manifiesto a favor del todavía inexistente Estatuto firmado por una veintena de representantes del mundo empresarial catalán. Días después, Duran Lleida denunciaba que ese manifiesto había sido redactado por el propio Gobierno de la Generalitat.

Pero no todo son trampas. Es muy posible que Saura crea honestamente que a los catalanes la suerte del Estatuto nos quita el sueño. Suele pasar. En diverso grado, todos tenemos una natural disposición psicológica a creer que nuestro mundo es el mundo. Las embarazadas no ven más que embarazadas y cada cual está convencido de que no hay más problemas que los suyos. No es grave, incluso tiene sus ventajas. Otra cosa es cuando la fantasía se da entre los políticos. Entonces hay motivos para preocuparse por las alucinaciones. Ellos están para solucionar los problemas de los ciudadanos, no para trasladarles los suyos.

En el caso de los políticos nacionalistas, el irrealismo, además, es un nutriente inevitable. Como han recordado los estudiosos del nacionalismo, los nacionalistas se inventan la nación, en nombre de cuyo reconocimiento justifican su propia existencia. En esa labor, su actividad principal consiste en poner en circulación un lenguaje político cimentado en unos cuantos mitos. Si, además, disponen del poder y de la oposición, el aire del debate político se espesa sin apenas resquicios para la crítica. En Cataluña las múltiples cajas de resonancias, públicas y privadas, convenientemente engrasadas, han contribuido a difundir un motón de palabras que nada dicen o que se dicen mal («reconstrucción nacional», «normalización lingüística», «derechos históricos», «identidad», «discriminación positiva»), pero que todos invocan sin que nadie se atreva a hacer las preguntas inaugurales: ¿qué identidad?, ¿a quién se discrimina?, ¿qué nación? Naturalmente, recocidos en su propio caldo, los políticos creen confirmar sus delirios y siguen reclamando «el reconocimiento de la realidad catalana».

Entre tanto, la realidad en Cataluña sobrevive clandestina. Sólo de vez en cuando asoma la cabeza y ayuda a confirmar la falta de reflejos de una clase política a la que nadie nunca le ha pedido cuentas y siempre le han reído las gracias, que jamás ha respirado el aire de un auténtico control público. En una destilada síntesis, el «caso del Carmelo» mostró lo que da de sí: un presidente que, ante las críticas más tibias, se compara con «una mujer maltratada» reclama un pacto de silencio para salvar «el suflé catalán, porque si no, nos accidentaremos todos».

Ajenos a la maquinaria cortesana de propaganda, que ha funcionado sin tregua durante el último año, los ciudadanos confirman, con su desinterés por el Estatuto, lo que los indicadores empíricos revelan: los políticos catalanes viven en otro mundo y sus juguetes no les interesan a nadie. En realidad, tampoco a ellos les importa mucho el juguete. O por lo menos no les importa a todos. CiU a lo que espira es a que fracase lo más pronto posible y se convoquen unas elecciones que les permitan recuperar, en la compañía de cualquiera, el abrevadero del poder, el único que les garantiza la superviencia. Su estrategia es bastante clara: exigir el cielo a la espera de que «el rechazo de Madrid», esto es, del PSOE, revierta en un problema para los socialistas catalanes. Cuanto peor, mejor. Muy distinta era, en principio, la actitud de ERC, dispuesta a entibiar sus reclamos para que el Estatuto saliera. Necesitaba tiempo para consolidar su propio sistema clientelar, su hegemonía, en su propio léxico, y para que madurasen los frutos que esperaba recoger en el previsible «sálvese quien pueda» de una CiU alejada del poder. El Estatuto era tan sólo una herramienta, interesante pero provisional, para ir fijando las trincheras de su particular guerra de posiciones identitaria. Ahora bien, si sospecha que no ha de salir, cambiará radicalmente el guión y, a la hora de pedir, el cielo le parecerá poco ante el temor de aparecer cómplice y tibia ante su clientela electoral. Vamos, lo de siempre: en misa y repicando. Sólo ICV parece haberse creído desde el principio la mitología del Estatuto «como solución a los problemas de Cataluña» y está dispuesta a salvar como sea el Estatuto y la legislatura. ¿Y el PSC? Pues no se sabe. Convencido de que sería una simple arma política con la que reunir fuerzas frente a un Gobierno del PP, se embarcó en esta empresa dispuesto a cebar todas las fantasías, y ahora se encuentra, sin ningún aliado seguro, con que tiene que ir mitigando los entusiasmos sin que nadie, en Barcelona o Madrid,lo señale como responsable, ni de lo de antes ni de lo de ahora, de lanzar la carrera ni de frenarla.

Si alguien es capaz de encontrar un punto de equilibrio en ese conjunto de estrategias, que levante la mano. Lo que no quiere decir que no se llegue a un acuerdo. Pero será por otras razones, que poco tienen que ver con cómo se acabe de coser el Estatuto. Las más poderosas, las primitivas: la supervivencia, el suflé. Lo dijo Maragall en su día: «Poner vaselina a la situación, porque lo que está pasando no es bueno para nadie». Ahí tienen la explicación del seny, de la falta de crispación de la sociedad catalana, es decir, la protección de los intereses de la clase política, y, consiguientemente, de los estamentos que de ella se benefician.

Lapregunta, naturalmente, es: ¿también esta vez sobrevivirá la clase política al espectacular ridículo de haber ocupado su tiempo y el de todos en inventarse un problema para el que no tienen solución? Desde luego, no faltan antecedentes: Banca Catalana, Casinos, Pallerols, Perpiñán. El ecosistema en el que han crecido requiere pocos talentos para sobrevivir.

De todos modos, esta apuesta es más seria. Su juguete no sólo tiene entretenida a la afición local. Esta vez es difícil rematar el número con un «¡Alehop, a otra cosa!». Esta vez no hay modo de acudir al habitual tono quejumbroso y echar la culpa a Madrid. Lo que está en crisis es su propia supervivencia. O al menos debería estarlo. En todo caso, pase lo que pase, lo que se va a medir es la salud democrática de la propia sociedad catalana. Si no es capaz de pedir cuentas, si una vez más la retórica de «anticatalanismo» se muestra eficaz para cancelar la exigencia de cuentas, quedará bien claro hasta qué punto el nacionalismo corrompe a la ciudadanía.