Encuentros en Manhattan

Mensaje escrito con tiza en una acera del Upper West Side en Manhattan en agosto de 2020.CARLO ALLEGRI / Reuters
Mensaje escrito con tiza en una acera del Upper West Side en Manhattan en agosto de 2020.CARLO ALLEGRI / Reuters

Hace unas semanas, estaba haciendo la compra en un venerable supermercado del Upper West Side de Nueva York cuando apareció una mujer de la nada, se plantó delante de la sillita de mi hijo, al lado de la sección de fruta y verdura, y nos miró por encima de su mascarilla, estampada con motivos de Harry Potter. En realidad, ya me había fijado en ella unos minutos antes, a una cuadra de allí; se había apartado en la acera vacía con una cautela que me pareció exagerada, mientras nos fulminaba con la mirada. No es que fuera un comportamiento inusual; al fin y al cabo, los nervios estaban a flor de piel y este supermercado concreto, incluso cuando todo va bien, ha sido escenario de muchos enfrentamientos, discusiones y riñas.

Ciertos residentes de Nueva York, y desde luego del Upper West Side, tienen una ganada cierta fama de neuróticos o como se quiera llamar a esa gente sensible, y algo exagerada, retratada con humor en series, películas y novelas. Este año de pandemia nos ha puesto a prueba. Pero al ver cómo esa mujer del supermercado nos miraba se me cayó el alma a los pies.

Estaba harta de no tener trato con otras personas más que para transmitir insatisfacción. Echaba de menos saludar a voces a gente conocida, intercambiarme cumplidos con desconocidos, felicitar a alguien elegante por su atuendo, —lo que una amiga llamaba “la comunidad de esas otras mujeres para las que te vistes”—. A veces, en estos meses pasados me esforzaba: en un momento dado adquirí la costumbre de preguntar a gritos “¿¿Qué tal??” a los transeúntes, pero mi enérgica pregunta y las inevitables expresiones de miedo y alarma de la gente a quien iba dirigida, acabaron siendo demasiado para mí.

Recuerdo que, cuando estaba embarazada, me preocupaba no saber qué decir cuando la gente se sintiera irremediablemente forzada a decir lo rico que era mi bebé. Incluso cuando era yo la que felicitaba a otros padres, esas conversaciones siempre me habían parecido curiosamente incómodas. Aunque el niño fuera, en efecto, una monada, me preocupaba parecer poco sincera. Y cualquier reacción del padre o la madre parecía extraña e inapropiada: ¿un ufano “gracias”? ¿Una evasiva extraña, como “es una delicia” o “creo que nos la vamos a quedar” o “a veces no está mal tenerlo”? Estas eran las dudas e inquietudes que me asaltaban en febrero del año pasado. Antes de la pandemia. Luego llegó marzo y a principios de abril di a luz en un hospital de Manhattan en plena primera ola de la covid-19.

Ahora, meses después, en el supermercado, me aparté instintivamente y me preparé para una escena desagradable: una reprimenda por sacar al niño de casa, o porque un bebé de 11 meses no llevaba mascarilla, o por haberme metido con la silla en el supermercado, o porque el mono que llevaba puesto mi hijo no le abrigaba lo suficiente, o simplemente un arrebato de ira incoherente. Había sido blanco de todas esas cosas en este tiempo y, como todo el mundo, vacilaba entre oírlas como quien oye llover o aceptarlas como algo que me tenía merecido.

Entonces, la mujer habló.

—¡Tiene pinta de llamarse Brian!—, exclamó apuntando con un dedo acusador al niño, que la miró con cara de pocos amigos desde las profundidades de su alegre mono polar azul.

—¿Disculpe?—, dije sin comprender. En mi catálogo de posibles fechorías, esta ni siquiera aparecía entre las diez primeras.

—¡¡¡Brian!!!—, volvió a decir con impertinente claridad. —¿¿Se llama Brian??

Me quedé sorprendida. ¡Desde luego que no se llamaba así! Casualmente, Brian es el segundo nombre que más detesto, porque lo relaciono con un niño que iba a mi jardín de infancia y que se pasaba el tiempo soltando tacos y nombres de coches de lujo.

—No, lo siento—, respondí, alzando la voz para que me pudiera oír a través de varias capas de algodón con falso estampado Liberty. —No se llama así. Se llama como su bisabuelo. Se llama Harold. Le llamamos Hal.

Esperé a que sonriera, a que elogiara el nombre, aunque fuera de boquilla, para suavizar el encuentro.

En lugar de ello, la mujer se mostró visiblemente decepcionada.

—Vaya—, dijo. ―Bueno, que le vaya bien—. Y se fue.

Lo absurdo de la conversación me animó durante la siguiente hora, durante la compra y mientras recorría los 800 metros que me separaban de casa, con el niño balbuceando la mayor parte del camino. Al llegar a nuestro edificio, un hombre desde el ascensor me gritó “¡¡¡Espere al siguiente, por favor!!!”, pese a que yo no pensaba entrar con él. “¡¡¡No iba a entrar!!!”, le grité, mientras se cerraban las puertas.

Ya en casa, acosté al niño para que durmiera la siesta y busqué al Brian con el que había ido al jardín de infancia. No le había vuelto a ver desde que teníamos cinco años, pero por algún motivo éramos amigos en Instagram. Resultó que ahora era abogado experto en derecho de sociedades, “especializado en negociaciones, gestión de riesgo, planificación empresarial, importaciones y administración”. Al parecer estaba casado y tenía dos hijos. Me gustaron varias de sus fotos familiares. “¡Qué monada!”, escribí debajo de una de ellas, y añadí un emoji con corazones en los ojos.

Sadie Stein es crítica y ensayista. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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