Endechas sobre la autonomía leonesa

Rodolfo Martín Villa: leonés de Santa María del Páramo. Nacido en 1934. Hecho de la misma piedra basáltica que el Estado, fue ministro de la Gobernación, de Administración Territorial y vicepresidente del Gobierno en la Transición española. Hombre astuto y de mirada baja, su palabra pesa. El asunto Castilla y León es cosa suya. Ese es el mito y todo lo tejido en aquellos años posteriores a la Constitución de 1978 entra dentro de la leyenda. En 1983 la región preautonómica Castilla-León (la conjunción copulativa vino después, la única y espectacular victoria del leonesismo) estaba en entredicho. El PSOE estaba a favor de la autonomía, AP quería segregar a León de la misma y el partido con más votos, UCD, era mayormente favorable a convertir León en autonomía uniprovincial valiéndose del artículo 143 de la Constitución. Finalmente, Martín Villa torció el brazo de los díscolos de su partido y la autonomía leonesa quedó en el limbo. Había nacido un ente monstruoso y flácido llamado Castilla-León.

«Razones de índole superior y de interés nacional», con esta frase magnífica que sirve tanto para un casamiento real como para un arbitraje en el Camp Nou, Rodolfo Martín Villa sentenció la posibilidad de una autonomía leonesa. Esas razones eran la creación de una autonomía muy española (sic) que rodeara al País Vasco y sirviera como contrapeso en la lejanía a Cataluña. Como ha demostrado nuestra historia reciente, las razones de índole superior han sido un completo acierto.

Independencia. Es una palabra provocadora, casi blasfema. El Ayuntamiento de León aprobó el 27 de diciembre con los votos de PSOE, Podemos y Unión del Pueblo Leonés (UPL) pedir la autonomía para la región leonesa. Esa petición entra dentro de los límites de la Constitución; Murcia, La Rioja o Cantabria ya hicieron uso del artículo 143 para convertirse en comunidades autónomas. No habrá liturgia antiespañola ni aquelarre lingüístico. El último hablante de leonés se ahogó en un pozo artesiano antes de la Guerra Civil. Que las señoras del barrio de Salamanca respiren en paz.

Mañueco. Al parecer es el presidente de la Junta de Castilla y León. He tenido que buscar el nombre en Google para conocer su apellido. Supongo que es del PP, el partido por defecto en esta autonomía y soy incapaz de ponerle cara. Ni siquiera parece uno de esos caciques provinciales tan comunes en la meseta, no excesivamente corruptos –o exactos conocedores de la ley y sus lagunas– y un poco ruines, lo suficiente para que el pueblo se identifique con ellos. Nadie ve en León al presidente de la Junta como su presidente. Ni siquiera es odiado. Habría que preguntar en Castilla, que quizás tampoco. La Junta es un gran proveedor de empleo lleno de larguísimos pasillos relucientes. Pero no resplandece como símbolo. No provee de identidad. Lo han intentado. Desde la Junta, sita en Valladolid, han intentado promover una identidad forzada y estéril: lo castellanoleonés, con poco ímpetu, sin mucha fe; pero lo han intentado. Castilla y León es un edificio pero no un hogar. Es un aparataje para cubrir un vacío, algo tan escaso, la identidad castellana, que se asemeja al polvo cósmico.

Identidad es una verbalización, una consciencia de los lindes, un sentido de pertenencia. Nada de eso hay en Castilla. Su carácter forjado en un paisaje absoluto, sin límites ni en el cielo ni en la tierra, niegan la posibilidad de una identidad. Esto tiene una frontera y es mental. El castellano piensa que está siempre en el centro de todas las cosas y su orgullo, que es una fortaleza invisible, le impide protestar. Lo poco que quedaba del relato de Castilla era saberse el satán de las fábulas periféricas. Pero ya no. España o Madrid han sustituido a la cruel madrastra y la autonomía ha sido la mortaja final.

¿Y León? La imagen de León se desvanece. El viejo reino, aquel que repobló la mitad de España, el proveedor de leyes y cuna del primer Parlamento Europeo, de donde se desgajó Castilla, es una vía muerta de la historia. Esas fotografías tomadas por satélite que muestran una gran mancha oscura en el noroeste de la península. Eso es León. Hubo un movimiento en los años 80, escritores nacidos en la provincia que hablaban obsesivamente de una tierra vieja, de una memoria como un continente sumergido, del desván como atalaya para contemplar el mundo. Aquel «lo universal es lo local sin barreras» de Miguel Torga se hacía carne en las palabras de Luis Mateo Díez, Juan Pedro Aparicio, Llamazares, Antonio Colinas o Jesús Torbado. Crearon un territorio mítico, pero cruzando los 90, con Castilla y León ya aposentada, eso también se olvidó. León es ya una identidad perdida para sus propios habitantes. Y un territorio con escaso valor –sólo montes, bares y ríos– para los de fuera.

Vaciado de símbolo un territorio, el siguiente paso es la huida de la gente. Zamora, León y Salamanca, son las provincias de la comunidad (y de toda España junto con Orense) que más población pierden. Valladolid, Burgos y Segovia, las que se mantienen o la ganan. Esos son los ejes de la riqueza, los ejes que se potencian desde Valladolid. Lo que va de Madrid al País Vasco. Las tres provincias que lindan con Portugal (que no me atrevo a llamar región leonesa) están a trasmano, de cara a la pared. Y no hay pretensión ni voluntad de revertir esa situación. Como solución práctica a la ordenación del territorio, la autonomía de Castilla y León ha sido un éxito para Valladolid, Palencia y Burgos, y un fracaso para León, Zamora y Salamanca.

En España hay una bolsa de valores identitarios; siempre el ser sobre el hacer. Ser de León forma parte del ajuar de joyas inservibles. Eso daría igual en un país como Francia hecho con escuadra y cartabón, donde la igualdad engendra igualdad; pero en España la diferencia cotiza (y engendra diferencia, pero eso se silencia) y la unión de Castilla y de León mató el sentido de ambas regiones.

La provincia. La perfección está en la provincia y su relación directa con Madrid. Lo previo a la autonomía. Pequeña proveedora de identidad, con una burocracia asumible, elástica para los cambios y con conocimiento de sí misma. En la España mesetaria el sentido de las comunidades autónomas es el de una pobre imitación de las taifas periféricas. No hay una necesidad psicológica. León era una provincia próspera antes de entrar en colisión con Castilla. Tenía por supuesto aires castellanos, los cielos un poco más bajos y los valles algo más profundos. Dos partes de Asturias y una gallega y un nosequé propio y distante a la vez de sus vecinos. Nada muy espectacular, pero funcionaba. Y entonces llegaron las razones de índole superior, de interés nacional y la nación es un monoteísmo que exige sacrificios. La sacrificada fue León, que vuelve poco a poco a los dominios del lobo.

Ángel del Riego es escritor leonés y coautor de La Biblia Blanca. Historia Sagrada del Real Madrid.

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