¿Enemigo del pueblo británico?

La idea de que el primer ministro británico Boris Johnson sea un hombre del pueblo, un tribuno de la gente de a pie que combate a las élites establecidas, puede parecer anómala, incluso directamente absurda. Al fin y al cabo, Johnson es un ejemplo perfecto de la élite inglesa: graduado de Eton y Oxford, con todos los amaneramientos (verbales y no verbales) de la clase alta británica. Como periodista y parlamentario, ha sido alborotador y a menudo deshonesto, pero nunca dejó de ser una voz comprometida del establishment conservador.

Pero helo aquí, fingiéndose el representante de “la voz del pueblo” contra las voces parlamentarias que de izquierda a derecha se oponen a su estrategia intransigente para el divorcio entre el Reino Unido y la Unión Europea. Un elemento recurrente de la campaña por el Brexit ha sido retratar como enemigo del pueblo a todo aquel que se oponga a una retirada inmediata y completa de la UE. Desde que el pueblo habló en el referendo de 2016, todo intento de suavizar las consecuencias negativas del Brexit mediante la negociación con la UE o la postergación de la ruptura se describe como un ataque a la voluntad popular.

Johnson enfrenta una enorme oposición en el Parlamento, especialmente después de su decisión de cerrarlo para concretar el Brexit el 31 de octubre con o sin acuerdo. El martes hasta perdió la mayoría conservadora de un solo voto, cuando el exministro Phillip Lee se pasó al bloque liberaldemócrata. Y para colmo, el Parlamento aprobó una ley que busca quitarle al primer ministro el control de la agenda para el Brexit. Los conservadores que votaron a favor de la moción fueron objeto de purga. El resultado casi seguro de todo esto será una elección general, que Johnson presentará como una batalla entre “el pueblo” y “los políticos” que se oponen al primer ministro.

Las jugadas de Johnson han sido extraordinarias, pero no ilegales. Es evidente que no son conservadoras en el sentido de proteger las normas tradicionales o el orden establecido. Además, son muy poco británicas. Algunos comentaristas, alarmados, ven paralelos con el ascenso del fascismo. De hecho, Johnson (como estudioso del mundo clásico) tendría que saber que el modelo del demagogo de clase alta que obtiene poder atizando la furia de la oprimida plebe se remonta a los últimos días de la República Romana, cuando los tribunos del pueblo atacaban al Senado patricio, a menudo incitando a la violencia colectiva. No hay duda de que los privilegios del establishment senatorial tenían mucho de malo, pero la demagogia provocó el fin de la República y el comienzo de la dictadura imperial.

Los referendos tampoco son una costumbre muy británica. Cuando Winston Churchill sugirió en 1945 consultar al electorado respecto de prolongar su gobierno de guerra, el líder laborista Clement Attlee denunció que la idea era “ajena a nuestras tradiciones”. Mussolini, como la mayoría de los dictadores, era un entusiasta de los plebiscitos; en los sistemas cerrados, se los ve como una forma de “democracia directa”, en la que la voluntad del pueblo supuestamente halla su expresión más pura en la voluntad de un gran líder.

Pero el sentido mismo de la democracia parlamentaria, de la que Gran Bretaña ha sido uno de los ejemplos más antiguos y orgullosos, está en el hecho de ser indirecta. La idea de que el Estado represente la voluntad del pueblo es una noción de los jacobinos franceses, que siempre han rechazado los conservadores británicos, de Edmund Burke en adelante. En una democracia parlamentaria no existe “el pueblo”, mucho menos una única voluntad popular, ni una sola voz popular. Se elige a los políticos para que representen intereses diversos, que entonces podrán ser debatidos en el parlamento, con la esperanza de encontrar soluciones por la vía del acuerdo.

En la democracia liberal, la opinión pública también es más una forma de representación que una expresión directa. A lo largo de la historia reciente, la opinión pública se expresó en la prensa escrita, la radio y la televisión, con la mediación de periodistas y editores. Claro que esto ha cambiado. Gracias a Internet, hoy la mayoría de las opiniones se expresan sin ninguna mediación, y el pueblo tiene cientos de millones de voces. Los periodistas profesionales parecen obsoletos, y como a los políticos, muchos los ven con desconfianza: miembros de una elitista “prensa mentirosa” proveedora de “noticias falsas”.

No quiere decir esto que todos los periodistas o políticos sean gente estupenda con opiniones sensatas; todo lo contrario. Pero ya hemos visto de qué manera en un entorno mediático sin reglas ni mediaciones, a demagogos y truhanes les resulta mucho más fácil manipular las voces del pueblo. Al restarle al Parlamento voz en uno de los debates políticos más importantes del siglo, Johnson plantea a la democracia liberal los mismos peligros que los agitadores populistas en la República Romana.

La campaña por el Brexit ha tenido muchos aspectos cuestionables: agitación del temor a los inmigrantes, delirios de grandeza nacional, etcétera. El argumento más respetable giró en torno de la cuestión de la soberanía. La UE no es un Estado democrático. La pertenencia al bloque implica que ciertas leyes las proponen y sancionan personas que no han sido elegidas en forma directa en elecciones nacionales. Desde un punto de vista purista, puede decirse que una democracia liberal no puede delegar poderes legislativos a instituciones supranacionales sin diluir la soberanía nacional.

En realidad, algunas de las leyes que más molestan a los brexiteros son de nivel nacional, no europeo. Pero la cuestión no sería si las leyes son buenas o malas, sino quién tiene derecho a dictarlas. Algunos patriotas británicos consideran que la soberanía nacional absoluta es el núcleo del sistema democrático del RU, encarnado en su parlamento (“madre de parlamentos”). Pero cuando fetichizan la voluntad del pueblo expresada en un referendo, pasan a defender una tradición política muy diferente, enemiga del sistema parlamentario británico.

Si Johnson, un primer ministro no elegido, y sus cada vez más furibundos partidarios, eligen “recuperar” el país montando un conflicto entre el pueblo y sus representantes políticos, se arriesgan a destruir la grandeza de Gran Bretaña. Además, al ponerse en contra a los escoceses (que quizá decidan emprender un camino propio como nación) y acaso también a los norirlandeses, ponen en riesgo, literalmente, al Reino Unido.

Ian Buruma is the author of numerous books, including Murder in Amsterdam: The Death of Theo Van Gogh and the Limits of Tolerance, Year Zero: A History of 1945, and, most recently,  A Tokyo Romance: A Memoir. Traducción: Esteban Flamini.

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