Enemigos

Estamos en apuros. De nuevo saltan las alarmas: la sensación estremece. ¿Qué pasará? Algunos dicen que tenemos que prepararnos para el horror de una guerra larga, muy larga. Una guerra global, sin frentes definidos y contra enemigos fanáticos invisibles. El futuro viene cargado de complicaciones y crisis.

¿Quién lo iba a decir? El movimiento en una dirección provoca el contrario. La globalización es como una máquina que se acelera y lo dispersa todo en todas direcciones. Las buenas cosas y las malas se suceden vertiginosamente, desmesuradamente y entre las muy malas nos ha traído el terror, una técnica que se globaliza mientras las emociones se localizan.

Organizaciones criminales como Daesh/ISIS o talibanes, yihadistas y no olvidemos a Al Qaeda, han entrado en el siglo XXI como un virus muy contagioso capaz de traspasar todos los límites. Los antiguos vocablos —asesinato, masacre, genocidio— no sirven para calificar el sadismo de los fundamentalistas actuales y futuros que hacen alarde de los crímenes, que son artesanos del terror. Antes el criminal intentaba esconderse, disimular y negar; el terrorista actual presume de la crueldad, del sufrimiento, porque la finalidad de sus crímenes es el impacto, el estremecimiento, el terror.

¿Lo veis? El horror vuelve a sus orígenes, los yihadistas nos condenan de por vida por comer una hamburguesa. Para ellos decapitar a los infieles es un acto de piedad, evangelizador. Los crímenes del fanatismo actual, su frialdad, su constancia, su brutalidad para nosotros son inéditos, monstruosos. No logran sus victorias en el campo de batalla, ejército frente a ejército. Sus tropas esparcidas y socialmente disfrazadas operan sobre niños y adultos indefensos, en salas de fiesta, restaurantes y cafeterías, en cualquier lugar del mundo y en cualquier momento decapitan ante las cámaras al primero que pillan y cuelgan de los puentes a sus víctimas torturadas buscando la mirada de la cámara para que el atentado quede grabado en nuestro cerebro y convertirnos en prisioneros mentales. No quieren cambiar nuestras sociedades, quieren destruirlas.

De nuevo las emociones triunfan sobre las razones y la imagen sobre la palabra. Los linchamientos impactan por su bestialidad. Su objetivo no es el “quién” sino el “cómo”: derechas o izquierdas, europeo o sirio, amigo o vecino, solo les interesa el estremecimiento, el efecto directo. Nos están diciendo: ¿Amáis la vida?, pues nosotros la muerte. Si eliminamos a los herejes eliminamos los derechos y con ellos los pecados. La muerte como la única certeza. ¡Viva la muerte!

En fin, son capaces de todo. Utilizan el terrorismo como un explosivo mental, como una técnica que produce un miedo paralizante que nos desconecta. Una fuerza destructora que intenta fascinar a grupos y personas afines para que desarrollen una relación de dependencia y complicidad con el criminal. Y aunque no resulta fácil precisar cuál es el mecanismo de tal irracional atracción quizá su fuerza, en alguna medida, la estamos facilitando también con nuestra mirada.

Cuando vemos en nuestro salón uno de esos linchamientos, reconozcámoslo, miramos al asesino. Contemplamos la más escalofriante masacre como si fuera una película. El protagonista es el terrorista (L. Goytisolo, EL PAÍS, 6/02/2015). La víctima con el cuchillo al cuello a punto de ser degollada, o las decenas de muertos de un atentado, son invisibles. La imagen del verdugo está ganando la batalla, la víctima está perdiendo peso.

Pero, ¡ay!, cuando recibimos la imagen de niños ahogados en nuestras playas o vemos asesinar a decenas de nuestros vecinos entonces nos llevamos las manos a la cabeza (un ratito) y nos preguntamos ¿qué pasa?, ¿quiénes son?, ¿qué quieren?, ¿de dónde han salido? Y nos extrañamos cuando millones de refugiados (malos, buenos y regulares) llegan desesperados a nuestras casas huyendo del terror e incluso generado por su propio Estado y que sufren y lo sabemos, desde hace décadas.

En los últimos 15 años se han producido en el mundo unos 6.000 atentados terroristas con más de 140.000 muertos, la mayoría musulmanes, y no hemos dicho ni hecho casi nada para acompañar y apoyar a estas víctimas. Cómo podemos convivir con tanta atrocidad sin reaccionar, cómo somos capaces de mirar hacia otro lado cuando el terror está en Siria, Irak, Libia, Afganistán… y lo vemos, y lo sabemos. ¿Os habéis fijado en sus ciudades destruidas y sus esqueléticos habitantes? No son de película, aquellas familias sienten lo mismo que yo sentiría.

Además, tienen algo de razón los que piensan que la desastrosa, engañosa y corrupta invasión de Irak fortaleció al Estado islámico al descomponer las estructuras políticas que lo controlaban.

Hay que desengañarse, despertar y preguntarse en qué medida el terrorismo es exclusivamente efecto de la mente criminal de un grupo de fanáticos o necesita la apuesta de una parte de la sociedad, quién los financia, quién les vende armas, quién maneja sus redes, quién los protege. Guardemos silencio un momento y pensemos lo que podemos hacer para que no haya tantos jóvenes entre nosotros y nuestros que nos odien hasta el sacrificio. Un odio que encubre, colabora y facilita el terror. Para ellos el mundo ya no gira en torno a la razón y las elecciones.

Por supuesto que no podemos maquillar el terrorismo, que tenemos más que motivos para estar indignados, que los únicos responsables de las matanzas son las bombas humanas y que el castigo es justo, necesario y que estamos suficientemente armados para aplicarlo. Pero la indignación es fugaz e insuficiente. El terrorista también se hace, la mente lo determina todo y la derrota de las emociones es más difícil, más complicada, más larga.

Reconozcámoslo, si queremos resolver el problema también necesitamos combatir las ideas y desactivar los sentimientos que son el caldo de cultivo del terror, abrazar a las miles de víctimas allí donde estén sufriendo, hacerlas visibles, mirarles a los ojos y preguntar su nombre, su profesión, por su familia y apoyarlas y defenderlas como si fueran nuestras. La gente necesita muy poco para no abandonar su casa: techo, trabajo y sobre todo afecto o al menos reconocimiento, dignidad.

Para ganar la paz hay que arreglar las cosas en cada sitio porque los mapas ya no sirven para contener a millones de personas que llegan con teléfono móvil preguntando ¿Dónde hay wifi?. Hay que estar unidos y no tener miedo, pero también es necesario ofrecer esperanza a nuestros jóvenes dando forma democrática a la globalización, con tribunales penales internacionales y nacionales que recuperen el principio de Justicia Universal.

Antonio Rovira es catedrático de Derecho Constitucional y director del Máster en Gobernanza y Derechos Humanos (Cátedra J. Polanco. UAM/Fundación Santillana).

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