¿Energía nuclear? No, gracias

Durante la década de los 80, una bandera verde con un simpático sol sonriente en el centro y la leyenda Energía atómica? No, gracias, simbolizaba algo más que una movilización ecologista o la reivindicación de un grupo de alucinados amantes de la naturaleza. Se trataba -especialmente en el caso de países como Alemania- de una propuesta política que exigía al Estado de Bienestar, esa conquista socialdemócrata hoy agónica: planificar y desarrollar políticas energéticas de largo alcance, seguras y que no legaran a las futuras generaciones miles de toneladas de basura radiactiva, de residuos altamente peligrosos cuyo destino final es un misterio, puesto que hasta ahora nadie sabe qué hacer con ellos.

Se trataba pues de una respuesta política a un problema político y moral: es evidente que precisamos energía para mover máquinas y calentarnos, pero no a cualquier precio. Además, las alternativas energéticas, eólicas o solares ya han demostrado ser eficaces y países como Dinamarca generan más de la mitad de su energía de manera segura y libre de residuos altamente peligrosos. La moratoria, que significaba cerrar, disminuir gradualmente la dependencia energética nuclear y dejar de construir plantas nucleares, fue un primer paso de responsabilidad política que debió ser seguido de otros conducentes a investigar y desarrollar alternativas que no eran desconocidas. Pero aquí faltó evidentemente voluntad política para evitar que los estados, en lo que a producción de energía se refiere, dejaran de ser rehenes de los grandes grupos multinacionales cuyo único motivo es el lucro, ajenos a cualquier consideración moral.

¿Qué ocurre entonces para que personas como el ex presidente Felipe González y Santiago Grisolía, Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica, planteen revisar o reconsiderar la moratoria nuclear española de 1984?

Según González (El País, 21 de octubre de 2006) la moratoria se debió a dos razones: «La seguridad y el agobio, y la sobrerresponsabilidad que suponía la imposibilidad de eliminar los residuos radiactivos». Y el ex presidente agrega que el incremento de la seguridad, los avances en la gestión de residuos y las innovaciones tecnológicas permitirían revisar la moratoria y por lo tanto retomar la producción de energía nuclear. Pero sucede que en 2010 tienen que volver a España los residuos radiactivos de Vandellòs I depositados temporalmente en Francia y, a la fecha, octubre de 2006, todavía no hay un depósito definido, ningún ayuntamiento quiere recibir esa patata caliente, por muchas que sean las ventajas económicas que reciban si aceptan convertirse en basurero nuclear.

¿Dónde están la seguridad y las innovaciones tecnológicas que permitirán recibir esos residuos? Los accionistas de las empresas energéticas dueñas de esos residuos, ¿han invertido un miserable euro para asegurar su depósito en suelo español? ¿Le pedirán a los franceses que se lo queden pagando como multa 57.000 euros cada día a partir de final de 2010? ¿O la traerán hasta algún basurero provisorio prometiendo «seguridad, avance en la gestión de residuos e innovaciones tecnológicas»?

Santiago Grisolía, durante las Jornadas Sobre el Futuro Inmediato de la Energía (Valencia, 26 y 27 de octubre de 2006) alude al más que obvio agotamiento de los combustibles fósiles para sugerir una reconsideración de la moratoria nuclear de 1984, pero esto ya lo sostenía el gran movimiento ciudadano centro europeo que en la década de los 80 enarbolaba la bandera verde del ¿Energía nuclear? No, gracias.

Las iniciativas ciudadanas de defensa del futuro se generan en la observación de los hechos que afectan directamente al conjunto de la sociedad. Ésta es la base humana del movimiento ecologista y en materia energética las lecciones aprendidas de la llamada crisis del petróleo de 1973 condujeron a plantear la urgente necesidad de investigar y descubrir fuentes alternativas de energía.

En las naciones centroeuropeas, durante la segunda mitad de los años 60, durante los 70 y hasta finales de los 80, era posible ejercer el derecho ciudadano a un mundo mejor, menos contaminado y más seguro. Conservadores como Ludwig Erhard plantearon la necesidad de un capitalismo humano y socialdemócratas como Olof Palme y Willy Brandt sostuvieron que el Estado de Bienestar creaba una red de relaciones sociales horizontales en una sociedad en donde la voz de las patronales, de los sindicatos, de las iniciativas ciudadanas (gérmenes de las ONG) y de los estados buscaban acuerdos para mantener, profundizar y ampliar las garantías creadas por el bienestar. Ése fue el sueño más democrático de Europa y en él la cuestión energética era parte fundamental del debate.

Pero a partir de 1989, cuando la revolución económica neoliberal empieza a generar lo que Fukuyama llamará «fin de la Historia», los ciudadanos empiezan a quedar cada vez más marginados de todos los debates trascendentes que atañen a su presente y futuro, y los estados ceden terreno a una liberalización del mercado que terminará por usurpar la supremacía estatal a la hora de decidir sobre temas que afectan a la vida de todos los ciudadanos. La libertad de mercado pasa a ser sinónimo de democracia, pero de una democracia de la que sólo se benefician los accionistas de las grandes empresas, los inversores de una economía globalizada.

En el campo energético se impone el todo vale con tal de generar ganancias; Chernóbil pasa a ser una anécdota desagradable, se atenta contra asentamientos humanos y el medio ambiente para construir centrales hidroeléctricas en Chile, se difama y conspira abiertamente contra cualquier gobernante del Tercer Mundo empeñado en resguardar o nacionalizar sus recursos energéticos o simplemente se viola la legalidad internacional y se invaden países como Irak para que no los Estados Unidos sino un grupo de empresas multinacionales se apropien de la riqueza energética de ese país.

En un panorama de cinismo que es la característica del siglo XXI, el director de estudios de Repsol-YPF, Antonio Merino, critica la vuelta al nacionalismo de los recursos energéticos porque dificulta la inversión. Es decir, que los estados, representativos de sus ciudadanos, no pueden fijar el valor de las riquezas energéticas. Eso está reservado única y exclusivamente al mercado, lo que equivale a decir «vengo, pago lo que quiero y me lo llevo». ¿Esto es la libertad de mercado?

La obvia, indiscutible alteración climática que se observa en el planeta obliga a un debate responsable porque no hay nada más serio que la supervivencia, y más obvio todavía es que el futuro depende de una independencia energética que solamente es posible investigando y desarrollando alternativas seguras, sostenibles.

Antes de revisar o replantearse la producción de energía nuclear en España, sería conveniente conocer el estado y el destino de los residuos radiactivos (posiblemente se enviarán a algún país africano convertido en basurero atómico bajo el eufemismo de ayuda al desarrollo) y, para que el debate sea serio, saber qué porcentaje del PIB español se destina a la investigación científica encaminada a encontrar fuentes energéticas alternativas.

Luis Sepúlveda, escritor; autor de novelas como El viejo que leía novelas de amor o Mundo del fin del mundo.