Enmendar la historia

Lejos de mi intención hacer leña del juez caído. Después de la resolución del instructor del Tribunal Supremo Manuel Marchena en relación con la causa abierta contra Baltasar Garzón por el dinero percibido durante su estancia en la Universidad de Nueva York —resolución en la que se acusa al magistrado, entre otras irregularidades, de una «manifiesta ocultación de cuantías»—, traer a colación una instrucción anterior, la iniciada por el juez Luciano Varela contra el propio Garzón por emprender un proceso contra los crímenes del franquismo a sabiendas de que habían prescrito, puede parecer abusivo. Pero, por desgracia, hay de qué. En primer lugar, porque el Supremo ha rechazado las pruebas aportadas por el imputado, lo que viene a significar que ha avalado la instrucción de Varela y que Garzón va a ser, tarde o temprano, juzgado. Y luego, porque el proceso que originó que el Supremo abriera esta segunda causa ha tenido ya una réplica. Y no en España, donde la ley de Amnistía de 1977, fruto del espíritu de reconciliación nacional de aquellos años, actúa como un dique eficaz contra semejantes iniciativas, sino en Argentina.

Allí la Cámara Federal —una suerte de tribunal de apelaciones— ha instado a una juez a que reabra un proceso idéntico al de Garzón que ella misma había cerrado meses antes, y a que pregunte al Gobierno español si «efectivamente se está investigando la existencia de un plan sistemático generalizado y deliberado para aterrorizar a los españoles partidarios de la forma representativa de gobierno a través de su eliminación física, llevado a cabo en el periodo comprendido entre el 17 de julio de 1936 y el 15 de junio de 1977». Aunque ignoro qué respuesta va a dar el Gobierno español, o mucho me equivoco o no puede hacer otra cosa que negar que se esté investigando la existencia de dicho plan. Y no sólo porque, en efecto, nadie está ya en España por la labor, sino porque tal plan no ha existido jamás. En otras palabras: lo que la Cámara formula como requisitoria presupone que entre las fechas aludidas, o sea, a lo largo de prácticamente 41 años, bajo una República inmersa en una guerra civil, una Dictadura y una Monarquía, se practicó en España una liquidación sistemática de toda persona afecta al régimen republicano.

Por supuesto, la fórmula utilizada por los magistrados de la Cámara no tiene otro propósito que el de permitir que la justicia argentina se ocupe de un asunto que en principio debería serle ajeno. Descansa en el llamado «principio de justicia universal», y en la certidumbre de que los crímenes en cuestión fueron «de lesa humanidad» o, como afirma un abogado de los querellantes —un hijo y una sobrina nieta de republicanos asesinados en las provincias de Lugo y Salamanca, respectivamente—, «uno de los peores genocidios del siglo XX». De la barbarie de aquella guerra, de las horrendas matanzas cometidas por uno y otro bando, nadie en su sano juicio puede hoy en día dudar. Ahora bien, que los crímenes perpetrados en el bando franquista constituyan no ya «uno de los peores genocidios del siglo XX», sino siquiera un genocidio, eso no se sostiene por ningún lado. Para que pueda hablarse de genocidio, o de crimen contra la humanidad, es necesario que ese crimen se haya producido, de modo organizado y sistemático, contra alguien por el simple hecho de haber nacido. Por no salirnos del infausto siglo XX, este fue el caso de los armenios en Turquía, de los judíos en gran parte de Europa o de los tutsis en Ruanda. Nada parecido, ni remotamente, ocurrió en España durante el periodo de 41 años a que alude la requisitoria de la Cámara argentina.

Así pues, y al margen de otras consideraciones, lo que persiguen esos magistrados es remover el pasado agarrándose a una figura delictiva que, en buena ley, debería resultar inaplicable a ese mismo pasado. Si bien se mira, su forma de proceder no difiere en exceso de la del juez Garzón en el proceso que instruyó y por el que va a ser juzgado por prevaricación. Recuérdese tan sólo que una de sus medidas de entonces consistió en preguntar por el paradero de un tal Francisco Franco y de una treintena de estrechos colaboradores suyos —ministros y generales «de la première heure»—, a fin de llevarlos ante la justicia. Por descontado, se trata y se trataba de sortear la legalidad. Pero también se trata y se trataba de alterar la realidad. Y lo segundo resulta, si cabe, mucho más grave que lo primero.

Desde que José Luis Rodríguez Zapatero convirtió la revisión del pasado en uno de los ejes de su programa de gobierno, hemos asistido a un doble movimiento. Por un lado, a un movimiento de signo humanitario, consistente en dar digna sepultura a muchas de las miles de víctimas de la guerra, en su inmensa mayoría del bando republicano, cuyos restos yacen todavía en alguna zanja del país. Por otro, y superpuesto al anterior, a un movimiento de signo ideológico, consistente en presentar a esas víctimas, y a cuantas compartieron con ellas determinados ideales —o simplemente bando de guerra—, como las únicas que merecen hoy en día semejante consideración. Y, si no las únicas, sí las que más la merecen.

De ahí que quienes promueven y amparan ese doble movimiento no se contenten con enterrar dignamente sus restos y aspiren, a un tiempo, a una suerte de justicia póstuma en la que no cabrían, sobra decirlo, sino esas mismas víctimas. Y de ahí también que algunos jueces, españoles y argentinos, no se paren en barras a la hora de enmendar la historia, bien convocando a los muertos, bien convirtiendo una matanza entre hermanos en un intento de genocidio de un bando sobre el rival. Y todo con un solo fin: reanudar una guerra que los suyos perdieron hace más de setenta años en los campos de batalla para intentar ganarla ahora en los tribunales.

Lo sorprendente es que no pocos de esos defensores de la superioridad moral de los unos sobre los otros —y de sus memorias respectivas— suelen relamerse después con la lectura de algunas obras que tratan de nuestra contienda civil y en las que no se salvan del oprobio ni los unos ni los otros. Así ocurre, por ejemplo, con «A sangre y fuego», de Manuel Chaves Nogales. Ese conjunto de relatos, escrito a comienzos de 1937 en el exilio francés y por el que desfilan, como muy bien indica el subtítulo del libro, toda clase de héroes, bestias y mártires de aquella España en guerra, ha sido alabado en los últimos tiempos por tirios y troyanos. Bien está, por supuesto. En una época en que el espíritu de la Transición cotiza tan bajo, esas conjunciones son siempre de agradecer. Y hasta puede que, en un futuro, el ánimo conciliador que de ellas se desprende acabe prevaleciendo sobre el maniqueísmo simplón que se empeña en seguir distinguiendo entre buenos y malos. Ojalá.

Aunque, la verdad, no lo creo. De lo contrario, ¿a qué viene que más de uno de los que dicen disfrutar con los relatos de «A sangre y fuego» bendijera, como fue el caso, el homenaje aquel al juez Garzón concelebrado en la Complutense por docentes, discentes, políticos, sindicalistas, artistas, magistrados y demás gente de buen vivir?

Xavier Pericay