Enredarse innecesariamente

En los últimos años se han estrenado algunos de los controles más contundentes que prevé la Constitución (la disolución automática de las Cámaras establecida en el artículo 99, la moción de censura, el artículo 155). Y simultáneamente la deliberación sobre los asuntos constitucionales se ha adentrando en terrenos nuevos, en los que tiende a enredarse. Comentaré dos ejemplos.

En primer lugar, el debate sobre la reforma del artículo 99 de la Constitución que vienen planteando comentaristas y políticos —incluido el propio presidente del Gobierno en funciones—. El detonante de este debate son los problemas que dificultan la formación del Gobierno. Pero todo el mundo sabe que esos problemas nacen de la actual fragmentación del sistema de partidos, de la creciente distancia ideológica entre ellos y de la conducta intransigente de algunos de sus dirigentes. A pesar de ello, se pretende deshacer preventivamente el nudo gordiano de la formación del Gobierno con soluciones normativas, buscando establecer un procedimiento de investidura más mecánico, reduciendo el margen de decisión de los actores políticos.

Se ha propuesto que los diputados en la investidura solamente puedan abstenerse o votar a favor del candidato, pero no votar en contra del mismo. Se cita como referencia el reglamento del Parlamento vasco, que sin embargo no contempla la investidura, sino la elección parlamentaria del lehendakari, entre varios candidatos presentados por los partidos políticos. En ese contexto la regla referida facilita dirimir la elección por mayoría simple. Pero no cabe ignorar que supone una seria restricción de la libertad de los representantes, hasta el punto de que su constitucionalidad puede suscitar dudas. No se ve por qué razón un diputado vasco no puede rechazar expresamente a todos los candidatos propuestos (desde luego, en otros sistemas con elección parlamentaria del primer ministro, como el de la República de Irlanda, los diputados no padecen esa restricción de voto).

En un sistema como el nuestro de investidura parlamentaria del presidente del Gobierno, a propuesta del jefe del Estado, es irrenunciable que los diputados tengan libertad sin restricciones para determinar el sentido de su voto. Si se limitaran sus opciones, impidiendo el voto en contra, aunque fuera solamente en una tercera votación de investidura —como se ha propuesto—, se estaría atribuyendo implícitamente a la propuesta del jefe del Estado un alcance más decisorio que el que actualmente tiene y eso podría comprometer su neutralidad política.

Se ha llegado también a sugerir que se adopte para la investidura la regla que rige para la elección de los alcaldes, conforme a la cual, si ningún candidato obtiene el respaldo de la mayoría absoluta de los concejales, se ha de proclamar elegido el candidato de la lista más votada. Esta regla puede parecer operativa, pero dudo que lo fuera en situaciones de multipartidismo extremo, porque podría dar lugar a la formación de Gobiernos muy minoritarios que quedarían desde el primer momento a merced de una oposición mayoritaria y hostil.

No hay que buscar atajos: en regímenes parlamentarios como el nuestro, la confianza del Parlamento es indispensable para el funcionamiento de la forma de Gobierno y esa confianza no debe obtenerse en virtud de una ficción legal, sino que debe ser real y efectiva (incluso cuando se obtiene por mayoría simple, con el concurso de abstenciones). Por eso ni en regímenes parlamentarios comparables al nuestro (como el alemán o el sueco) ni tampoco en el Parlamento Europeo, para la investidura del presidente de la Comisión, se apuesta por soluciones semejantes a las comentadas.

Por otro lado, las reformas del procedimiento del artículo 99 que se sugieren, además de que valen poco, costarían mucho, porque requerirían para su aprobación mayorías cualificadas bastante más difíciles de obtener que la mayoría simple que se necesita para la investidura de un presidente del Gobierno. Como los problemas para formar Gobierno proceden de la política, en ese terreno deben solucionarse y no en el de la ingeniería constitucional.

Otra prueba de la tendencia a enredarse con los nuevos problemas constitucionales es una sentencia del Constitucional sobre la aplicación del artículo 155 de la Constitución en Cataluña. No me refiero a la que resolvió el recurso de los diputados de Podemos (ponente Encarnación Roca), que es sin duda la sentencia principal, el leading case, en el que se analiza en profundidad el artículo 155 y se confirma la interpretación que realizó el Senado. La sentencia que critico trata de otro recurso planteado por el Parlament de Cataluña y en el que se personó el Govern (ponente Pedro González-Trevijano) contra el mismo acuerdo del Senado y contra las medidas del Gobierno en aplicación del artículo 155. Esta sentencia —del mismo día que la primera— se limita a reiterar la doctrina ya establecida en el leading case. Sin embargo, en relación con las medidas adoptadas por el Gobierno para aplicar el 155 añade una argumentación con la que, a mi juicio, el alto tribunal desde luego no ha acertado.

Podría haberse limitado a inadmitir a trámite el recurso contra dichas medidas, por los motivos de tipo formal que la misma sentencia menciona (en particular, que no se enumeraron las medidas recurridas en la parte conclusiva de la demanda —el suplico— ni se especificaron las razones concretas de su alegada inconstitucionalidad). Pero la sentencia agrega otro argumento para la inadmisión: que las medidas del artículo 155 dictadas por el Gobierno no tienen fuerza de ley y en consecuencia no pueden ser objeto de un recurso de inconstitucionalidad.

Esa interpretación es incoherente. Si el Constitucional ha admitido que el acuerdo del Senado es un acto mediante el cual se aplica directamente la Constitución y que está dotado de fuerza de ley, porque solo así puede habilitar al Gobierno para alterar temporalmente el funcionamiento de la comunidad autónoma, también debería haber reconocido la misma fuerza de ley a las medidas del Gobierno que son imprescindibles para conseguir ese resultado. El acuerdo del Senado no tiene eficacia externa, no es suficiente para destituir al Gobierno autonómico ni para disolver el Parlamento autonómico. Y es que las medidas del artículo 155 solo se hacen efectivas con los correspondientes reales decretos del Gobierno de la nación.

En vista de la doctrina establecida en esta sentencia, si volviera a utilizarse el 155 de la Constitución, el control jurisdiccional sobre su aplicación se bifurcaría en dos vías que pueden discurrir con diferente rapidez y concluir con resultados diferentes. Al Tribunal Constitucional le corresponderá juzgar un eventual recurso de inconstitucionalidad contra el acuerdo del Senado por el que se aprueben las medidas del 155, pero las medidas mismas —por considerarlas de carácter administrativo— podrán ser impugnadas ante la jurisdicción ordinaria, a la que queda por consiguiente encomendada la revisión de unos actos de coerción estatal tan excepcionales como son el cese de un Gobierno autonómico o la disolución de una asamblea autonómica. Y no hay que olvidar que en la vía contencioso administrativa se puede acordar la suspensión cautelar del acto recurrido, a diferencia de lo que sucede en el recurso de inconstitucionalidad. Por todo ello sería deseable que en el futuro se revisara esta jurisprudencia del Tribunal Constitucional.

Miguel Satrústegui es profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad Carlos III de Madrid.

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