Enrique Múgica Herzog, hombre de bien

El coronavirus se ha llevado otro gran amigo. Ya son muchos. Demasiados. En medio de este drama a quienes sobrevivimos nos queda la satisfacción y el agradecimiento por la vida de algunas personas excepcionales a las que hemos tenido la suerte de querer y de ser queridos por ellas. Enrique Múgica Herzog lo es sin duda para los muchos que tuvimos el privilegio de disfrutar de su amistad.

«La pandemia del Covid-19 nos ha despertado bruscamente del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el del delirio de omnipotencia». El sábado me llegó el puñal de la noticia de su muerte al tiempo que oía estas sabias palabras. Las decía Rainiero Cantalamesa, predicando ante el Papa Francisco en el impresionante marco de un vacío templo vaticano.

Increíblemente, Enrique no fue nunca víctima de ese delirio de creerse todopoderoso que nace de una infantil soberbia. Al contrario, una de sus cualidades era la sencilla cercanía del hombre sabio que lograba una entrañable sintonía con cada persona y se manifestaba con cada circunstancia. Y que, por supuesto, acompañaba siempre con un enorme sentido del humor, un humor con retranca de buen vasco y con la finura de persona cultivada. Hijo de violinista y de madre francesa-polaca, tenía un espíritu abierto y un corazón enorme y apasionado por todas las cosas buenas de la vida. Era un disfrutón, en el más noble sentido de la palabra, y hacía disfrutar de los buenos momentos a su lado.

Entre las muchas cosas que me unieron a él está la de que, por encargo de José María Aznar, entonces presidente del Gobierno, acordé con el Partido Socialista, con Convergència y Unió y con Coalición Canaria su propuesta y posterior nombramiento por el Congreso de los Diputados como Defensor del Pueblo. Con aquel motivo, mantuvimos ambos, junto a Alfonso Guerra, un almuerzo que recordaré siempre en La Bola, un castizo restaurante de cocido madrileño. Entre garbanzos y todos los pecados grasos que les acompañaban, cerramos un buen acuerdo.

El 15 de junio del año 2000, al poco de ser investido con mayoría absoluta José María Aznar como presidente del Gobierno, se proponía a quien hasta ese momento y desde las Cortes constituyentes había sido un muy destacado y comprometido diputado del PSOE, en ese momento en la oposición, para ser el Defensor del Pueblo, el defensor de los derechos de todos los españoles. Oh tempos, oh mores!

En su primera comparecencia parlamentaria como recién elegido para ese cargo, Enrique hizo gala de su sencillez y también de su excelente sentido del humor. Escuchó las palabras de apoyo de los portavoces del Grupo popular, del Grupo socialista y también de los de Convergència y Unió y de coalición Canaria. El portavoz de Izquierda Unida, que era Felipe Alcaraz, elogió su persona, aunque la formación no apoyaba el acuerdo. En concreto, señaló de Enrique algo que era muy verdad: que era un diputado que llevaba siempre debajo del brazo un libro y que, además, lo leía. También escuchó discrepancias por parte del portavoz del PNV, Josu Erkoreka, a quien le dijo algo que hoy, en su homenaje, se puede recordar literalmente: «Le digo que la pluralidad por vez primera está magníficamente recogida en la Constitución que nos dimos los españoles, la Constitución de todos los españoles, de quienes habitan España desde Irún hasta Algeciras o desde Badajoz hasta Barcelona, de todos los españoles, este texto tan hermoso y entrañable por el que yo he luchado toda mi vida». Y así lo hizo con plena consecuencia en el ejercicio de su responsabilidad promoviendo ante el Tribunal Constitucional algún recurso en defensa de la unidad de España.

Al retomar la palabra y agradecer apoyos y discrepancias dejó para el Diario de Sesiones una anécdota que le define como persona y como gran aficionado al fútbol. Al entrar al Congreso de los Diputados una joven periodista le había preguntado que cómo se sentía. «Esa pregunta no me la hagan a mí, que llevo ya 50 años en política y lo he vivido todo. Eso pregúntenselo a Iker Casillas que con 19 años acaba de ganar la Copa de Europa».

Enrique Múgica había luchado contra la dictadura, había pasado 22 meses en la cárcel. Se la había jugado. Y lo había hecho para lograr una España reconciliada, una democracia que mirara hacia adelante, que sumara lo mejor de cada uno, de cada rincón, de cada tierra, de cada lado. Que superara divisiones para, todos juntos, construir un mejor futuro.

Su vida, su biografía son un monumento a esa España y a esa generación de españoles que renunciaron al egoísmo, a la tentación de una pretendida omnipotencia despreciando a los demás para construir desde el diálogo y la renuncia.

Enrique era un gran aficionado a los toros. Y salió a los ruedos cuando hizo falta y también supo quedarse en el burladero dando consejos cuando ya no tenía que sostener la muleta. Desde luego, conmigo lo hizo y con un muy generoso cariño. En mis años en el Ministerio de Justicia, donde él estuvo entre 1988 y 1991, conté con frecuencia con su ayuda. Por encima de discrepancias ideológicas había una lealtad, una solidaridad en el ejercicio de la responsabilidad que en esa casa ha sido hasta hace poco una tradición muy sana, noble y también muy constructiva. Solidaridad que quedaba expresada en los periódicos almuerzos que los titulares de Justicia de distintos colores manteníamos dos veces al año convocados por los decanos Landelino Lavilla y el mismo Enrique.

Especialmente, sentí muy cercano su apoyo cuando en el verano de 2002 decidimos poner en marcha la ilegalización de Batasuna. Enrique había defendido la democracia frente al terror y sufrió su cruel zarpazo en su propia familia. En 1996 ETA asesinó a su hermano Fernando. Colaboró muy activamente en la gran rebelión de la sociedad española contra el terror que finalmente derrotó a ETA con la superioridad ética de la fuerza de la democracia; con la ley, solo con la ley, pero con toda la ley.

Como buen judio, Enrique saludaba siempre con un beso en la mejilla. Tina, Daniel recibid hoy un beso de tantos españoles de bien como nos admiramos en el ejemplo y el recuerdo de vuestro marido y padre; un buen socialista, un gran vasco y español y un judío universal. Descanse en paz Enrique Múgica Herzog, hombre de bien.

José María Michavila fue ministro de Justicia.

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